Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 23

—Yo también te quiero, Alma —alcancé a decir al final, con una voz tan baja que casi sentí que las palabras se deshacían en el aire antes de llegar a sus oídos.

Pero llegaron.

Vaya que lo hicieron.

Porque apenas lo dije, sentí un pequeño estremecimiento recorrer el cuerpo frágil de Alma, como si aquella confesión —tan torpe, tan sincera, tan mía— hubiera tenido en ella el mismo efecto que un rayo cayendo en pleno corazón. No lo grité, no lo adorné, no intenté que sonara perfecto. Sólo lo dije como pude... quizás porque yo mismo apenas estaba aprendiendo a entender lo que sentía.

Y lo que sentía… era complicado. Brutalmente complicado.

No era el "te amo" intenso y desesperado que en algún momento le lancé a Evelyn, en medio de nuestras ruinas emocionales. No. Esto era distinto. Lo que me unía a Alma no venía de un deseo de poseerla, ni de un fuego descontrolado —bueno, no del todo— sino de otra cosa... algo más humano, más sencillo... más dolorosamente real. Algo que no necesitaba gritarse al mundo, sino simplemente existir. Crecer poco a poco. Como un pequeño brote tratando de sobrevivir en medio de un terreno lleno de cenizas y muerte.

Mi cariño por Alma no había nacido de un día para otro. Había brotado en medio del horror, la pérdida, y ese puto silencio que a veces se tragaba mis pensamientos enteros. Ella estaba ahí. Siempre ahí. Pequeña. Delgada. Frágil. Pero también increíblemente fuerte de una manera que ni ella misma parecía notar.

Después de decirle eso… después de soltar ese "yo también te quiero" tan simple y brutalmente honesto, el silencio volvió a caer sobre nosotros. Pero esta vez ya no se sentía pesado, ni incómodo, ni lleno de las miles de cosas que no decíamos. No. Ahora era distinto. Era como un suspiro compartido. Como un descanso merecido después de una batalla silenciosa.

Sentí cómo su cuerpo, acurrucado contra el mío, se relajaba un poco más. Sus pequeños dedos, fríos al principio, se aflojaron sobre mi camisa, y su respiración, antes temblorosa, se volvió más tranquila. Más suave.

Y yo... bueno, yo simplemente cerré los ojos un momento, dejando que ese instante se quedara grabado en mi memoria, porque sabía —sabía mejor que nadie— que aquí, en este mundo podrido y roto, los momentos buenos duraban poco.

Las noches siguientes fueron iguales. No perfectas. No fáciles. Pero sí… más soportables.

Los días se sucedieron uno tras otro, arrastrándose entre rutinas y obligaciones, como si el tiempo aquí dentro estuviera hecho de barro seco. Ruby —cómo no— no tardó en repartirme trabajo. A veces sentía que lo hacía con cierto sadismo. Como si estuviera esperando verme fallar. O mejor aún, morir de cansancio.

Y sin embargo... me acostumbré.

Pasaba las mañanas trabajando con Sabas, el viejo de mirada cansada pero manos duras como piedra. Me enseñaba a cuidar ese huerto que a simple vista parecía poca cosa, pero que en este mundo valía más que el oro. Era un trabajo sucio, agotador y muchas veces frustrante... pero al menos me mantenía ocupado. Alejado —por unas horas— de mis propios pensamientos.

—Eso es menta —me explicó un día Sabas, mientras me señalaba una de las plantas que estábamos desyerbando—. Sirve pa' los mareos... o pa' cuando la vida te apesta tanto que hasta el aliento te quiere abandonar.

Me reí. No porque fuera gracioso… sino porque, diablos, qué otra cosa podías hacer cuando todo lo demás era llorar.

Aprendí sobre raíces, sobre hierbas que calmaban el dolor, sobre otras que ayudaban a dormir —aunque con mis pesadillas eso era inútil— y sobre algunas que, según Josefina, podían hacer vomitar el alma si las preparabas mal.

Hablando de Josefina... con ella el ambiente era otro rollo.

Esa señora parecía salida de una película de brujas retiradas. Siempre oliendo a humo, tierra mojada y un perfume raro que nunca supe si era intencional o resultado de sus menjurjes.

—Tómalo con dos dedos, niño —me decía cada vez que me enseñaba algo nuevo—. O acabarás cagando verde una semana.

Qué encanto de mujer.

Pero si algo —o mejor dicho, alguien— se había vuelto mi mundo en esos días… era Alma.

Ella estaba siempre conmigo. Como una sombra dulce, pegajosa… pero de esas que no te molesta tener detrás. No era ya la misma chica temblorosa que encontré al principio en aquel supermercado. Había cambiado. Poco. Lentamente. Pero lo había hecho.

Su sonrisa tímida empezaba a aparecer más seguido, sobre todo cuando me atrevía a lanzarle alguna tontería o cuando la ayudaba a cargar algo que claramente podía llevar sola, sólo para escuchar ese pequeño "gracias" que murmuraba siempre, bajando la mirada y sonrojándose.

Era tan jodidamente linda que a veces me daban ganas de abrazarla hasta que desapareciera todo lo malo.

Y sin embargo… ella seguía, aun mas obsesionada con esa maldita clave. Mucho más que yo.

La buscaba a escondidas. O a veces se quedaba pensativa, mirando algún rincón como si esperara que el objeto apareciera flotando frente a sus ojos grandes y cafés. Sabía que no la había olvidado. Sabía que la buscaba. Y aunque no decía nada, tampoco la detenía. Porque entendía lo que era aferrarte a algo cuando todo lo demás se te había ido al carajo. Algo que yo estaba perdiendo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.