Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 24

Josefina era... no sé, supongo que la palabra más cercana sería el pegamento. Sí, así tal cual. El pegamento viejo, pero fuerte, que mantenía a este grupo de gente rota más o menos unido. Era esa clase de persona que, aunque el mundo se estuviera cayendo a pedazos —literalmente— todavía encontraba tiempo para sonreírte, prepararte un té caliente o preguntarte si habías comido, como si eso fuera lo más importante cuando allá afuera podías morir por algo tan estúpido como respirar en el lugar equivocado.

Ella... ella era un refugio. No solo para mí, sino para todos. Su voz calmada, sus historias de un pasado que para mí ya sonaba como un mal cuento de hadas —con calles limpias, luces de colores y gente feliz— se habían convertido en algo así como un bálsamo, un antídoto silencioso contra el veneno que era este mundo.

Con Alma... bueno, con Alma era diferente. Las dos parecían tener ese lenguaje secreto que solo las mujeres dulces y buenas saben hablar. A veces las veía sentadas en la parte de atrás de la cabaña, desgranando frijoles o limpiando plantas mientras se contaban cosas al oído, soltando risitas suaves, de esas que parecían no pertenecer a este lugar. Yo, a veces, solo me sentaba cerca. En silencio. Fingiendo estar ocupado con cualquier tontería solo para escucharlas y sentir, aunque fuera por unos minutos, que todavía quedaba algo de lo que una vez fue el mundo.

Fue en una de esas tardes, justo cuando el cielo empezaba a oscurecerse temprano porque el invierno se nos venía encima, que Josefina se me quedó mirando de una forma... extraña. Como si pudiera verme por dentro. Estábamos sentados en unos troncos medio podridos, desgranando frijoles viejos que habían encontrado Alma y Ruby en una despensa abandonada. El crujido seco de las vainas al partirlas era casi el único sonido que había, aparte del canto lejano de unos grillos que parecían sobrevivir a todo.

Entonces, sin que lo viera venir, Josefina habló. Su voz era baja, lenta, como si midiera cada palabra.

—Ricardo... —dijo, con esa mirada suya, arrugada pero cálida, que me atravesaba más que cualquier cuchillo.

Levanté la vista, un poco confundido. —¿Sí?

Ella sonrió, esa sonrisa pequeña que te hacía sentir como si estuvieras frente a tu abuela. Una que sabía que ibas a meter la pata antes de que siquiera se te ocurriera intentarlo.

—El corazón... —empezó— el corazón es un músculo fuerte, muchacho. Pero hasta los músculos más fuertes se cansan... se agotan de cargar siempre con el mismo peso. Y es natural... natural que busque nuevos caminos... cuando el anterior se vuelve demasiado doloroso de recorrer.

No sé por qué... pero sentí que me tragaba un ladrillo. No fue un golpe directo, ni una frase de esas crueles que te tiran la verdad en la cara. No. Fue peor. Fue... dulce. Sabia. Y por eso mismo me dolió más. Ahí recordé:

Casi tres meses. Habían pasado casi tres malditos meses desde que Evelyn se había ido. Y cuando digo irse... me refiero a desaparecer. A evaporarse de mi mundo

Tres meses sin una señal. Sin una maldita pista. Nada.

Al principio, juro que tenía esperanza. Me decía a mí mismo que Evelyn era fuerte. Que si alguien podía sobrevivir allá afuera, era ella. La Evelyn de cabello rojo, de ojos verdes como un veneno hermoso... la misma que podía arrancarte el alma de una mirada y luego darte un beso que te hacía olvidar todo.

Pero los días pasaron. Luego las semanas. Y después los meses.

Y poco a poco... lo que había sido esperanza empezó a sentirse más como una piedra fría, enorme, clavada en el fondo de mi estómago. Si Evelyn estuviera cerca... si realmente estuviera viva... Ruby la habría encontrado. Guillermo la habría olfateado como perro de caza.

Pero no.

Nada.

Y eso... eso me estaba matando más lento que cualquier herida.

La culpa, por supuesto, estaba ahí. Como un parásito asqueroso pegado a mi cerebro. ¿Fui yo quien la empujó a la muerte? ¿Fue mi culpa al pedirle que huyera? ¿Fui un cobarde? ¿La abandoné justo cuando más me necesitaba? ¿Fue mi maldita idea de salvarme lo que la puso en peligro?

Pero... no era tan simple.

Porque cuando cerraba los ojos... cuando recordaba su rostro por última vez, lo que veía no era una chica asustada o débil. Era Evelyn. Firme. Decidida. Con esa mirada terca que tanto amaba y odiaba al mismo tiempo.

Ella corrió hacia los árboles. Ella eligió irse para proteger a ella y al bebe que tenía dentro.

Y eso... eso dolía aún más.

Dolía porque... porque quizás nunca conocería a nuestro hijo. A ese pequeño pedazo de los dos que tal vez nunca vería la luz. Que tal vez ni siquiera existió más allá de su vientre.

Pero en medio de toda esa oscuridad... en medio de ese agujero frío donde me estaba pudriendo por dentro...

Estaba Alma.

La pequeña Alma.

Con su voz suave. Con su forma de preocuparse por mí incluso cuando no debía. Con sus manos tibias que buscaban las mías sin decir nada. Con sus ojos grandes, cafés, que me miraban como si todavía hubiera algo bueno en mí.

Y eso... eso me estaba salvando.

Me estaba atando a la vida de una manera que ni yo entendía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.