Me incliné con suavidad, casi con torpeza, y besé su frente. No sé por qué lo hice exactamente. Tal vez porque necesitaba sentir que algo en este mundo todavía valía la pena. Que todavía quedaba algo puro, limpio… algo que no había sido devorado por este mundo podrido y enfermo.
Y Alma… bueno… Alma era exactamente eso.
Sentí su respiración tibia rozar mi cuello, como un susurro frágil, y por un instante, muy breve, me permití cerrar los ojos. Me quedé así, quieto, con la frente apoyada contra la suya, mientras el fuego de la cabaña parpadeaba detrás de nosotros, lanzando sombras largas y deformes sobre las paredes de madera gastada. Ese olor a humo, a madera quemándose lento, ya se me había quedado grabado en la piel. Igual que ella.
Y fue justo en ese momento que lo entendí. No había sido de golpe. No había sido como esas revelaciones épicas de las películas antiguas donde todo se ilumina y suena música de fondo. No. Lo mío fue más miserable, más humano. Más real.
Mi misión…
Mi maldita misión… ya no era solo buscar a Evelyn.
Había cambiado. Silenciosa. Lenta. Como el musgo que se enreda en las ruinas.
Ahora también era protegerla a ella. A Alma. A esa pequeña criatura dulce y testaruda que, con su esfuerzo y su insistencia, se había colado dentro de mí. No reemplazando a Evelyn… no. Pero sí ocupando un espacio que antes había estado lleno solo de dolor, culpa y rabia.
Evelyn siempre sería parte de mí. De mi historia. De mis heridas. La recordaría siempre… cómo no hacerlo. Ella… ella era fuego. Era pasión. Era labios rojos, mirada verde, cuerpo y carácter explosivo. Ella me había hecho sentir vivo en un mundo que solo quería matarme.
Pero la vida… la vida seguía. Y yo… yo seguía respirando.
Con Alma.
Las semanas… las malditas semanas pasaron tan lentas y rápidas al mismo tiempo que a veces no sabía en qué día vivía. No había calendarios. No había relojes. Solo había amaneceres que apestaban a frío y noches que sabían a silencio y miedo.
Hasta que un día, sin avisar, la primavera empezó a colarse entre las grietas de este mundo muerto. Verdes diminutos brotando entre la tierra seca. Pequeñas flores retorcidas peleando su lugar en un suelo que ya no prometía nada. Era casi una burla.
Pero también… era hermoso. De una forma cruel.
Yo había mejorado bastante con las plantas medicinales. Sabas —que cada día parecía un abuelo más cascarrabias pero sabio— se había tomado la molestia de enseñarme lo poco que quedaba por aprender. Y Ruby… bueno, Ruby ya me había puesto más responsabilidades encima.
—Ricardo, liderarás el grupo de búsqueda mañana. Quiero que los mantengas vivos —me había dicho un día con ese tono que no aceptaba un no como respuesta.
Y claro… ¿cómo negarme? Digo, no es que tuviera muchos planes sociales o algo mejor que hacer.
Guillermo seguía pegado a mí como una sombra malhumorada. El tipo era como un perro viejo: gruñón, de pocas palabras y con esa mirada de "no te me acerques que muerdo". Pero al menos… ya no me odiaba tanto. Incluso se había atrevido a contarme una historia sobre su hija… antes de que el mundo se fuera al carajo.
Miguel… bueno, él seguía siendo Miguel. Misterioso, obsesivo, más raro que un abrazo de cactus. Pero… había notado que sus miradas hacia mí habían cambiado. Ya no eran de odio puro. Más bien… de curiosidad. Como si me estuviera estudiando. Como si no entendiera cómo demonios seguía de pie después de todo.
Y Alma…
Alma seguía siendo mi refugio. Mi paz. Mi todo.
Con ella los días no dolían tanto. Compartíamos cosas tan simples… tan absurdamente simples… que casi parecían un lujo. Secretos tontos. Sueños pequeños. Risas ahogadas. Besos robados en los rincones más oscuros de la cabaña, como si el mundo fuera a acabarse si alguien nos veía.
Y a veces… a veces pensaba que realmente me había enamorado de ella. No de forma brutal. No de forma obsesiva como había sido con Evelyn. No. Con Alma era diferente. Era cálido. Tranquilo. Como estar en casa. Como respirar después de estar demasiado tiempo bajo el agua.
Pero a pesar de todo… la sombra de Evelyn… seguía ahí. Lejana. Pero ahí. Como un fantasma que no terminaba de irse.
Y entonces… pasó.
Fue una tarde fría, volviendo de una de esas búsquedas que a veces terminaban bien… y a veces terminaban con más cicatrices que latas encontradas. Alma se detuvo en seco en medio del sendero, haciendo que casi me la llevara por delante.
Me giré, extrañado. Ella no solía hacer eso.
—¿Ricardo…? —su voz fue tan suave… pero tan seria… que me erizó la piel.
—¿Eh? ¿Qué pasa, Alma? —fruncí el ceño, preocupado.
Ella respiró hondo. Como si le costara encontrar las palabras. Y cuando al fin me miró… joder… esos ojos grandes y cafés me atravesaron el alma. Había algo vulnerable ahí. Algo que me hizo sentir como un completo idiota con suerte.
—¿Alguna vez… has pensado en quedarte aquí? —preguntó. —Con ellos… conmigo.
Su pregunta me cayó encima como un ladrillazo en el estómago.
Quedarme…
Miré a mi alrededor. El bosque silencioso. El frío que se colaba entre los árboles. La cabaña que ya sentía casi como un hogar. Esas personas que… bueno, a su manera… me habían aceptado. Y que aquí los zombis no llegaban.
Y luego la miré a ella. A Alma. A sus mejillas rojas de vergüenza. A sus labios entreabiertos esperando una respuesta. A sus dedos apretando los míos sin darse cuenta.
Y supe que no había otra respuesta posible.
Sonreí. No una sonrisa grande. No. Fue una de esas pequeñas, cansadas, pero sinceras.
—Alma… no puedo imaginarme en ningún otro lugar que no sea a tu lado.
Sus ojos se abrieron un poco más. Y entonces, su rostro se iluminó con una alegría tan pura, tan contagiosa… que sentí que el pecho me iba a estallar.
No lo pensé. No lo dudé. Simplemente la tomé entre mis brazos y la besé. La besé como si el mundo fuera a romperse mañana. Como si ella fuera lo único real que me quedaba.
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Editado: 12.07.2025