Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 26

Ella negó suavemente con la cabeza, tan despacio, tan frágil, como si hasta ese gesto le costara.

—Evelyn sigue siendo parte de tu corazón, Ricardo… —murmuró Alma, y su voz, tan baja, tan suave, tan llena de tristeza, me atravesó como una maldita daga oxidada. No solo por lo que decía… sino porque era ella quien me lo decía. Ella… esa chiquilla tan buena, tan dulce, que ni siquiera parecía capaz de odiar a quien le había robado, en cierto modo, el lugar que ahora ocupaba a mi lado—. Y ese refugio… —continuó, con la mirada pérdida, recordando ese bendito lugar que habíamos encontrado más arriba del cerro, ese refugio con un código que no habíamos podido abrir, que parecía un maldito tesoro imposible de alcanzar—. Ese refugio era… nuestra oportunidad. Para todos… —hizo una pausa, como si se le quebrara el alma—. Para tu hijo también…

Mi garganta se cerró. Literalmente. Fue como si de pronto alguien invisible me hubiera agarrado del cuello y me apretara con furia. Porque esas palabras… esas últimas palabras… me partieron en dos.

Ella pensaba en mi hijo. Un hijo que ni siquiera era suyo. El hijo de Evelyn. Y aun así… ella me miraba con esos ojos grandes, cafés, húmedos… llenos de ternura y culpa al mismo tiempo.

—Tenemos que seguir buscando, Ricardo —dijo entonces, con una firmeza que jamás había visto en su voz, tan delicada, tan tímida—. Por ella… por él…

Me quedé en silencio.

Ni siquiera podía mirarla bien a los ojos. Porque Alma, con esa dulzura que a veces me desarmaba por completo, me estaba recordando mi propia responsabilidad. Lo que yo mismo quería olvidar. Enterrar. Abandonar.

Porque sí… había días —maldita sea, cada vez eran más— en los que me costaba creer que Evelyn siguiera viva. No después de todo lo que había pasado. No después de tanto tiempo. No aquí, en este mundo podrido, cruel, silencioso y vacío… donde hasta el cielo parecía haberse rendido.

Pero Alma… ella no se rendía.

Ella, que ni siquiera tenía la obligación de hacerlo. Ella era quien me lo recordaba… con una valentía que me hizo sentir pequeño. Cobarde.

Y fue por eso… por eso mismo… que solo pude asentir en silencio. Con ese nudo asqueroso en la garganta. Con esa culpa pesándome como una piedra atada al cuello.

Porque ella tenía razón.

Por mucho que me doliera admitirlo.

Por mucho que ya no supiera si tenía fuerzas para seguir buscándola.

Evelyn seguía siendo mi responsabilidad.

Y ese hijo… ese hijo, aunque tal vez nunca llegara a conocerlo… también.

Días después… cuando el sol era ya un recuerdo lejano y las tardes parecían eternas, grises, heladas, y cubiertas de un silencio que me carcomía el alma… estaba ayudando a Sabas a reparar el puto tejado de la cabaña. O lo que quedaba de él. Porque cada vez que llovía, parecía que iba a caérsenos encima.

Mis manos estaban hechas mierda. Ampollas, cortes, mugre bajo las uñas. Me ardían los dedos. Me dolían los hombros. Y aun así… parte de mí agradecía estar haciendo algo físico. Algo que me distrajera. Algo que me impidiera pensar.

Hasta que escuché mi nombre desde abajo.

—¡Ricardo! —Era la voz seca, directa y siempre seria de Guillermo. Ese cabrón parecía tener una escoba metida en el culo las veinticuatro horas del día—. Ruby quiere verte. En su habitación.

Me detuve en seco.

Literalmente.

Como si el mundo se hubiera congelado.

¿Ruby?

¿Quería verme?

¿A mí?

Fruncí el ceño, sintiendo un escalofrío estúpido recorrerme la espalda.

Porque Ruby no era precisamente… amistosa. Últimamente, lo poco que cruzábamos palabras era por necesidad. Por cosas prácticas. Comida. Agua. Guardias.

Jamás para una puta reunión privada en su habitación.

Algo no me gustaba.

Y cuando bajé, con las manos hechas trizas y los pies adoloridos, ahí estaba Guillermo. Plantado como una maldita estatua junto a la puerta, serio, rígido, como si estuviera cuidando la entrada a un bunker militar y no a una habitación de madera apestando a encierro y sudor.

Me hizo un gesto seco con la cabeza.

—Adelante.

Tragué saliva.

No sabía si eso era bueno o malo.

Caminé hasta la puerta de Ruby, mi corazón latiendo un poco más rápido de lo normal. Y sí… puede que estuviera un poco paranoico. Pero después de todo lo que había pasado, confiar en alguien era un lujo que ya no me podía permitir.

Toqué suavemente la puerta.

—Adelante —respondió su voz desde dentro. Grave. Seca. Pero no… hostil. Solo… seria.

Abrí despacio.

Y ahí estaba ella.

Ruby.

Sentada en una silla de madera junto a una pequeña mesa repleta de papeles, botellas vacías y un par de herramientas oxidadas. Tenía la mirada fija en algo que no alcanzaba a ver bien desde donde estaba.




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