Y ahí estaba yo, sentado como un imbécil encima de esta cama vieja, incómoda, que crujía por cualquier mínimo movimiento. El colchón estaba tan gastado y flaco que podía sentir hasta los putos resortes clavándose en mis piernas. El aire seguía oliendo a humedad, a madera vieja y polvo acumulado, ese perfume típico de los lugares donde ya casi nadie respira.
Mi cabeza… dios, mi cabeza era un puto desastre. Un torbellino asqueroso girando entre nombres de científicos locos, fotos que jamás debería haber visto, y esos informes científicos que parecían escritos en el dialecto perdido de un alienígena virgen. ¿Un video? ¿En serio? ¿Qué más podían mostrarme? ¿Evelyn bailando flamenco en bata de laboratorio? ¿Yo haciendo un puto striptease para financiar los condones Zombelumb edición limitada? Mira, a este punto ya no me sorprendería ver a Alma convertida en youtuber de maquillaje post-apocalíptico.
Solté una risa seca, amarga, que más que risa sonó como un maldito suspiro derrotado.
—¿Qué esperas? ¿Que te pida permiso? —solté al fin, con la garganta seca como lija y un sabor en la boca parecido a óxido, o rabia, o las dos cosas mezcladas—. Después de leer esta mierda... —hice un gesto vago a la carpeta abierta sobre mis piernas, con esas hojas amarillas, arrugadas y llenas de términos que sólo un sociópata podría escribir con tanto orgullo—. Dudo mucho que algo más me sorprenda. Así que sí, Ruby. Dale. Dame el puto video de una vez.
No estaba gritando. No estaba llorando. No estaba... nada. Era como si mi cuerpo estuviera ahí, hablando por inercia, pero mi cabeza estaba en otra parte, flotando en ese vacío asqueroso que te deja cuando te das cuenta que toda tu vida, desde el principio, había sido una puta mentira.
Ruby me miró. Me miró largo, fijo, con esos ojos negros suyos que parecían agujeros sin fondo. No sé qué buscaba exactamente. ¿Lágrimas? ¿Un grito? ¿Un "no, por favor, no quiero ver nada más"? Pues se jodió, porque lo único que encontró fue a mí. A un tipo sentado en esta cama de mierda, con cara de zombie existencial y con las manos temblando muy poquito, pero lo suficiente para sentirlo.
Sin decir una sola palabra —cómo le encantaba hacer esas malditas pausas teatrales—, se movió. Caminó hacia un rincón de la habitación, donde un mueble viejo y destartalado aguantaba el peso de quién sabe cuántas porquerías. Entre todo ese caos de cables, papeles, latas vacías y cosas oxidadas, sacó un objeto pequeño, metálico, que brilló un segundo cuando lo atrapó un rayo moribundo de luz que entraba por la ventana rota.
Una memoria USB.
Pequeña. Fría. Negra. De esas que podrías encontrar en cualquier escritorio de oficina aburrida... pero que esta, esta en particular, parecía que podía tener dentro el inicio o el final de mi jodida existencia.
Me la lanzó. No con rabia, no con desdén. Simplemente... me la lanzó. Como el que lanza un chicle usado a la basura. O quizás con un mínimo de respeto, no sé. Pero sus ojos... sus ojos seguían igual. Oscuros. Vacíos. Casi aburridos.
La atrapé al vuelo. Ligera. Insignificante. Tan estúpidamente simple que me dieron ganas de reírme. ¿Esto era? ¿Esto iba a responder todas las preguntas que me estaban comiendo por dentro? ¿O solo iba a hacerme más mierda de la que ya estaba? Porque, sinceramente, en este punto ya no sabía qué era peor.
Ruby cruzó los brazos. Como siempre. Como si no necesitara decir nada más. Pero lo dijo.
—Está encriptada —informó, con ese tono suyo que te hacía sentir como un idiota aunque no estuvieras haciendo nada malo—. La contraseña es "Proyecto Zeta" —añadió, casi como si fuera un chiste interno que solo ella entendía.
Y entonces, como si esto fuera una de esas películas baratas de espías del fin del mundo —que supongo que ahora eran documentales—, me extendió una laptop.
Dios.
Era una laptop vieja. Muy vieja. Estaba toda llena de manchas de cosas que, honestamente, prefería no preguntar qué eran. Algunas parecían de sangre seca. Otras de óxido. O simplemente mugre prehistórica. Tenía golpes por todas partes, la carcasa medio rota y la pantalla... joder, la pantalla parecía un mosaico de grietas y líneas de colores que luchaban por mantenerse vivas.
Perfecta para el ambiente de mierda en el que me estaba moviendo últimamente.
Me senté mejor, si es que eso era posible en esta cama crujiente de tortura medieval, y acomodé la laptop sobre mis piernas. Inserté la memoria USB en uno de los puertos —que por cierto, casi se deshacía al tocarlo—, y respiré hondo. El corazón me latía rápido, incómodo. No sé si era por nervios, rabia, miedo... o las tres cosas mezcladas en un licuado asqueroso que me estaba revolviendo el estómago.
Tecleé Proyecto Zeta con dedos que me temblaban apenas, como si mi cuerpo no quisiera cooperar del todo con lo que estaba a punto de ver.
Enter.
La pantalla parpadeó. La laptop hizo un ruido raro, como de motor viejo intentando arrancar. Y después de unos segundos eternos —segundos que me parecieron siglos en cámara lenta—, el video comenzó.
Primero, todo borroso. Una imagen temblorosa, desenfocada, como si la cámara estuviera buscando donde fijarse. Ruido blanco. Estática.
Y luego... claridad.
Lo que apareció en la pantalla me dio un escalofrío en la espalda. Uno frío. Profundo. De esos que no se quitan ni aunque te abraces a ti mismo.
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Editado: 13.04.2025