Ruby me observaba en silencio.
Ni siquiera parpadeaba.
Solo estaba ahí, de pie, recargada contra esa vieja mesa destartalada llena de polvo, con los brazos cruzados bajo el pecho —demasiado tranquila para mi gusto— mientras sus ojos oscuros, opacos, casi sin brillo, me perforaban como si intentaran atravesarme el cráneo y ver qué tanto estaba procesando por dentro.
Y lo peor de todo… es que lo lograban.
Su expresión… joder, su expresión era un misterio completo. Inalterable. Ilegible. Como si fuera de piedra. Como si absolutamente nada de lo que acababa de mostrarme le afectara lo más mínimo.
Nada.
Ni las fotos grotescas.
Ni los reportes científicos que parecían escritos por algún maniático con bata blanca y cero alma.
Ni mi cara desfigurada en la pantalla de aquel archivo clasificado.
Ni el maldito hecho de que yo, Ricardo —el mismo idiota que apenas sabía sobrevivir en este puto mundo podrido— había sido un conejillo de indias en un experimento que terminó causando el apocalipsis.
Y aun así, ahí estaba Ruby. Fría. Seca. Mirándome.
Esperando.
Juzgándome, tal vez.
O simplemente burlándose en silencio de lo patético que debía verme, con los codos apoyados sobre mis rodillas, la mirada clavada en el suelo, las manos revueltas en mi cabello sudado y sucio, intentando que mi cabeza no explotara como una sandía lanzada desde un quinto piso.
El aire en la habitación olía a encierro… a madera vieja, humedad y ese aroma tan característico de los papeles antiguos que parecen querer deshacerse si los miras demasiado fuerte.
La voz de Ruby rompió el ambiente como un cuchillo oxidado.
—¿Y bien? —preguntó de repente, con ese tono neutral suyo que no revelaba absolutamente nada. Como si estuviera preguntando qué quería cenar, en lugar de haberme destrozado la existencia.
No respondí de inmediato.
No podía.
Tenía el estómago encogido, los hombros tensos, la garganta seca como si hubiera tragado tierra.
Cada latido dentro de mi pecho me recordaba lo mismo: Esto es real.
Esto pasó.
Esto me lo hicieron.
Tragué saliva. Tosca. Difícil.
Porque necesitaba entenderlo. Necesitaba procesarlo.
Y sobre todo, necesitaba entender cuánto tiempo llevaba viviendo en esta mentira asquerosa.
—¿Cuánto tiempo...? —Mi voz salió apenas como un susurro cascado. Una mezcla entre rabia, tristeza y puro miedo disfrazado. Levanté la mirada hacia ella, casi rogando que me respondiera—. ¿Cuánto tiempo llevamos así…? Sin recordar… sin saber quiénes éramos de verdad...
Sabía que Ruby tenía la respuesta.
Si no, no me habría mostrado todo esto.
Ella fue la primera en sospechar lo de los condones, de las plantas, del gel…
Y no olvidemos que era reportera de guerra. Una mujer que había visto lo peor de la humanidad y aún seguía aquí, de pie, respirando… y sobreviviendo como una maldita cucaracha inmortal.
Ruby soltó un suspiro largo. No de lástima. Ni de tristeza.
Más bien… de resignación.
—El Proyecto Z… —empezó, despacio— lleva al menos tres años en marcha. Quizás un poco más… nadie lo sabe con exactitud. Todo está muy fragmentado. Borroso. Pero tú y Evelyn… —me lanzó una mirada seca, dura— ustedes dos fueron de los últimos sujetos humanos que entraron en la fase avanzada de las pruebas.
Mi pecho se comprimió.
Tres años…
Tres putos años.
—Después de eso… —siguió Ruby, encogiéndose de hombros como si estuviera contando la historia de alguien más— bueno… después de eso, todo se fue al carajo.
Me llevé las manos a la cabeza. Los dedos temblorosos se enterraron entre mi cabello enredado. Sentía un dolor punzante en las sienes, como si los pensamientos no cupieran dentro de mi cráneo.
Años.
Años robados.
Años manipulados.
Años sin saber siquiera quién demonios era yo en realidad.
Cerré los ojos con fuerza, luchando contra las ganas absurdas de gritarle a algo, de golpear algo, de romper la cara a alguien. Lo que fuera.
—¿Y Evelyn…? —murmuré, casi sin aire—. ¿Crees que ella…? —Me detuve. Tragué saliva. No quería ni terminar la pregunta—. ¿Crees que ella recuerda… algo de esto?
Ruby negó lentamente con la cabeza. Despacio. Casi como si le diera pereza tener que aclararme lo evidente.
—No lo creo —respondió sin titubear—. Los efectos del gel… son progresivos. Sutiles al principio… pero devastadores a largo plazo. La amnesia se intensifica con el tiempo. Por eso la buscábamos. Para saber más. Para estudiar sus reacciones.
Me giré hacia ella, de golpe.
Porque algo dentro de mí se aferraba —como un idiota— a esa estúpida esperanza de que, tal vez, lo que viví con Evelyn fue real. Que nuestro amor fue algo puro. Algo que nació entre nosotros sin ninguna manipulación química de por medio.
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Editado: 13.04.2025