Ruby se acercó con una agilidad que me tomó por sorpresa. No escuché sus pasos, no sentí el aire moverse, no tuve ni un solo segundo para reaccionar. Fue como si el aire mismo la hubiera traído hacia mí. Y antes de que pudiera siquiera pestañear o apretar los muslos para proteger lo poco de dignidad que me quedaba, ya tenía las manos metidas en mi espacio vital y me había arrancado la laptop de las piernas con una precisión casi quirúrgica. Como si lo hubiera hecho mil veces antes. Como si no necesitara permiso para nada.
Y, bueno… técnicamente no lo necesitaba. Era su laptop. Y su habitación. Y su extraño bunker de información apocalíptica. Yo solo era un huésped colapsando mentalmente con cada archivo nuevo.
Sus movimientos tenían una disciplina que me incomodaba. Fríos, rectos, metódicos. Como si todo su cuerpo estuviera entrenado para actuar sin duda ni titubeo. Casi militares. Aunque esa palabra me parecía absurda para describir a alguien que llevaba puesta una camiseta de tirantes tan holgada, que juraría que en cualquier momento la ley de la gravedad iba a cometer una tragedia visual irreversible.
Tragué saliva. Inútilmente. Porque sí, lo noté. La forma en que la tela —vieja y gastada— se adhería a su cuerpo cada vez que respiraba. Cómo se estiraba sobre el contorno de sus pechos enormes con cada movimiento suyo, con cada leve inclinación hacia adelante, con cada leve giro de su torso mientras regresaba la laptop a la mesa con un golpecito seco.
Era una distracción. Lo sabía.
Pero el cerebro es débil. Especialmente el mío.
—Ruby… —quise decirle algo, cualquier cosa, pero solo salió su nombre, apenas audible. Estaba paralizado entre la imagen que acababa de ver en la carpeta anterior y lo… lo físico de ella ahí, tan cerca. Tan tangible.
Ella me ignoró. O fingió hacerlo.
Movió el cursor con rapidez. Las uñas cortas golpeaban las teclas con un ritmo seco y seguro. Abrió otra carpeta sin mirarme, como si ya supiera exactamente lo que venía. Como si ya se hubiera preparado emocionalmente para lo que me iba a mostrar. Como si, en el fondo, disfrutara de mi lenta destrucción interna.
Su cabello rubio, corto y rebelde, caía como una especie de corona indomable sobre su cabeza. Los mechones, tiesos en diferentes direcciones, parecían tener vida propia. Y en medio de todo eso, estaba su rostro: una combinación de dureza y belleza que me descolocaba. Las facciones eran angulosas, definidas. Como esculpidas a golpe de trauma. Había una fuerza áspera en su expresión, como si la vida le hubiera arrancado todo lo suave que pudo haber tenido en algún momento.
Y ahí estaba su cicatriz.
Esa línea delgada y cruel que le atravesaba el ojo izquierdo en diagonal, bajando hasta la mejilla.
No era decorativa. No era sexy.
Era una marca de guerra.
Y no podías verla sin sentir que, detrás de esos ojos oscuros, había una historia que dolía. Mucho más que la mía. Mucho más de lo que yo sería capaz de imaginar.
Me miró.
Solo un instante.
Pero bastó para que sintiera una punzada en el pecho. No era lástima.
Tampoco burla.
Era otra cosa.
Un tipo de mirada que mezcla expectativa con evaluación. Como si me estuviera midiendo. Calculando hasta dónde iba a aguantar antes de romperme por completo. Como si... esperara algo de mí, aunque no sabía el qué.
—Aún hay más —dijo al fin.
Su voz tenía ese tono bajo, ligeramente ronco, que sonaba como un susurro con eco. Grave, directa, sin dramatismo, sin dulzura. Solo un hecho lanzado como una piedra.
"Aún hay más".
Y sí… claro que lo había.
Me recosté un poco hacia atrás, apoyando las palmas sobre el borde de la cama vieja, tratando de no desmoronarme frente a Ruby.
Ruby movió unos archivos más y finalmente abrió un nuevo video. La pantalla se iluminó brevemente, proyectando una luz tenue sobre las paredes húmedas de la habitación. Por un momento, nuestras caras quedaron iluminadas con ese resplandor azulado que parecía sacado de una morgue, no de un cuarto común.
Y ahí estaban ellos.
Los dos doctores.
La imagen era más clara que la anterior.
Ya no se trataba de cámaras ocultas o de grabaciones clandestinas.
Este video parecía hecho con intención, como una bitácora oficial. Como un diario científico cuidadosamente editado.
Y eso, por alguna razón, me dio aún más miedo.
El primero en aparecer fue el viejo canoso.
Lo reconocí al instante. Su rostro cansado. Su mirada gris, como pérdida en pensamientos eternos. Ese era el Dr. José Meléndez. Estaba de pie frente a una mesa de acero oxidado, con las manos entrelazadas tras la espalda.
Y a su lado… un hombre más joven.
Alto.
De complexión delgada pero firme.
Cabello oscuro, peinado con una perfección casi obsesiva.
Y una expresión tan intensa que resultaba incómoda.
#156 en Terror
#3011 en Otros
#644 en Humor
apocalipsis zombi, zombies romance traicion chica fuerte, romance eroticos y comedia
Editado: 13.04.2025