—Todo esto… todo este proyecto… comenzó por mi sobrina —dijo el Dr. Salazar, y por primera vez desde que había aparecido en pantalla, su voz se quebró, como si algo dentro de él se rompiera con esas palabras.
Me quedé completamente inmóvil, casi conteniendo la respiración, observando su rostro a través del monitor como si pudiera leer algo más allá de sus palabras. En sus ojos había una sombra, algo denso y oscuro. No era simplemente dolor. Era culpa.
—Ella… sufrió un ataque terrible —continuó, tragando saliva como si las palabras le costaran salir—. Su padrastro... la hirió profundamente. No solo física... —desvió la mirada un instante, sus labios temblaban—...también la destrozó por dentro. Y luego, como si no fuera suficiente, le transmitió una enfermedad... una infección rara... degenerativa. Los médicos no sabían ni cómo diagnosticarla. No había cura.
Mi estómago se encogió, una presión desagradable se instaló en el pecho, como si un yunque invisible se posara sobre mis costillas. Aquella confesión me hizo sentir incómodo, no por lo que decía, sino por cómo lo decía. Esa mezcla de dolor sincero... y algo más
Y entonces ocurrió algo inesperado. Desde el fondo de la imagen, una de las puertas metálicas del laboratorio se abrió apenas, y por un instante fugaz, una figura apareció detrás de Salazar. Era una chica. Una niña. Delgada. Su silueta apenas duró unos segundos en el cuadro, pero su presencia fue como una bofetada. La cámara, de forma automática, había difuminado su rostro, pixelando la identidad. Parecía tener unos trece años. Su voz se escuchó apenas, como un susurro detrás del doctor. Pero algo en ese tono… algo era terriblemente familiar.
Tragué saliva. Me costaba reconocerla, pero su voz despertó una molestia conocida en algún rincón de mi mente, como si algo se removiera. ¿Dónde la había oído antes?
—Yo… yo solo quería encontrar una cura para ella —continuó Salazar, su voz ahora apenas un murmullo derrotado, como si cada palabra le arrancara parte del alma—. Algo... que la sanara. Que... la devolviera a la vida. Que le quitara todo ese dolor... esa… maldición. Y ahí fue donde encontré la planta.
Se pasó una mano por el rostro, y por un segundo pareció un hombre viejo, agotado, derrotado por sus propias decisiones.
—Una tribu en Brasil… en lo profundo del Amazonas. Me hablaron de una planta sagrada. Gelata. Decían que la usaban desde hace siglos, tanto para curar como para… crear placer en sus guerreros antes de las batallas. Decían que reforzaba el cuerpo… y también el espíritu.
El eco de su voz se desvanecía entre cada palabra.
—Quise usarla para ayudar a mi sobrina —confesó—. Para devolverle algo… lo que fuera. Y también para expandir mi empresa. Zombelumb... necesitaba un producto estrella. Algo revolucionario. Algo... único. No pensé que...
Y justo cuando parecía que iba a decir algo más, que finalmente iba a soltar la verdad completa... la imagen se cortó de golpe. Sin advertencia. Pantalla negra. Como si alguien lo hubiese silenciado a propósito.
Me quedé helado, con la vista fija en la pantalla apagada. El silencio que siguió fue tan denso que incluso Ruby, con toda su seguridad y su forma burlona de estar en el mundo, no dijo nada.
Por un largo momento, ninguno de los dos se movió. El único sonido era el débil murmullo del viento colándose por las grietas de la cabaña, y el sutil golpeteo de las ramas afuera. Afuera el cielo ya había perdido toda luz. Solo quedaba la penumbra, esa oscuridad que parecía abrazar todo lo que tocaba.
Ruby seguía ahí, junto a mí, de pie. No había tocado la laptop. No había dicho una palabra. Me observaba. Con esos ojos oscuros, penetrantes, como si pudiera ver más allá de mi piel, como si tratara de leerme como a un libro abierto. Me sentí expuesto. Vulnerable. Como si lo que acabábamos de ver no fuera ni la mitad de lo que ella sabía.
Suspiró entonces, y ese suspiro sonó como una grieta que se abre en una pared de concreto. Avanzó hacia mí con pasos lentos, pero firmes. Su manera de moverse era elegante, casi felina, como si flotara en vez de caminar. Había algo hipnótico en ella. Algo que me atraía y me ponía en guardia al mismo tiempo.
El aroma que la envolvía se intensificó a medida que se acercaba. No sabría cómo describirlo. Era una mezcla entre tierra húmeda, madera seca y algo vagamente dulce… como savia. No perfume, no jabón. Era su olor natural. Crudo. Salvaje.
Y mientras se acercaba, no pude evitar que mi mirada bajara instintivamente. La camiseta que llevaba era ajustada, pero no vulgar. Sin embargo, era imposible no notar cómo se marcaban sus pechos al caminar, grandes y suaves, moviéndose con una cadencia casi hipnótica. Y maldita sea... mi cerebro traidor me traicionó.
—Ricardo... —Ruby habló por fin, su voz había cambiado. Ya no era la de siempre. Sonaba más baja, más grave, más... humana. Como si se hubiera quitado una máscara invisible—. He visto los videos. Leí todos los informes. Sé perfectamente lo que te hicieron... lo que hicieron con ustedes.
Solo pude asentir, lentamente. Mis músculos tensos, la mandíbula apretada. No sabía si estaba más furioso, más confundido o simplemente... cansado.
—Pero hay algo más que necesitas saber —continuó Ruby. Ahora estaba frente a mí. Apenas a unos centímetros. Su aliento cálido rozó mi rostro, suave como un susurro invisible.
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Editado: 13.04.2025