Ahí estaba Alma, temblando a mi lado, como si el frío repentino que sentíamos no viniera del clima, sino de algo más profundo y sucio. Sus ojos, esos ojos grandes y marrones que solían mirarme con timidez o dulzura, ahora estaban fijos en la puerta con un terror tan crudo que me dolía solo verla. Había soltado la mano de Josefina—esa mujer dura y de mirada seca que apenas confiaba en nadie—y se había pegado a mí como si pudiera esconderse en mi sombra, como si yo fuera su único refugio en medio de esa tormenta que se venía encima.
El sonido de las camionetas afuera retumbaba por las paredes como una amenaza constante. Los motores rugían como bestias rabiosas, y los corridos sonaban a todo volumen, reventando los parlantes con esas letras grotescas y triunfales que hablaban de sangre, poder y mujeres como si fueran botín. Y encima, esa voz… Esa voz asquerosa por el altavoz, rasposa, burlona, agresiva. Esa voz que me heló la sangre antes incluso de saber lo que decía. Porque supe, por el temblor de Alma, que la conocía.
Me acerqué un poco más, sintiendo cómo su cuerpo delgado temblaba al rozar el mío, casi imperceptible al principio, pero luego más evidente, más desesperado. Estábamos en penumbra, sin luz eléctrica, con la sala apenas iluminada por las rendijas de la ventana y el reflejo rojizo del atardecer que ya moría. O tal vez ya había muerto. El lugar olía a polvo, madera vieja, miedo. Todo miedo.
Tragué saliva, sentí cómo el aire me raspaba la garganta.
—¿Estás segura de que es él? —le pregunté en un murmullo que apenas rompió el zumbido de fondo. Mi voz no era firme. Quería que lo fuera, pero no me salió. Era más bien una mezcla de incredulidad y miedo disfrazado de duda.
Ella no respondió enseguida. Me miró. No apartó la vista de la puerta, pero sí giró un poco el rostro, lo justo para que nuestros ojos se encontraran. Y en ese momento entendí sin que dijera nada. Esa forma en que sus pupilas se agrandaron, ese pequeño temblor en la comisura de sus labios, y el modo en que su mano buscó la mía, entrelazando sus dedos con los míos con una fuerza tan desesperada que me dolió. Sentí el crujido en los nudillos, pero no dije nada. No podía. Porque ese apretón era su forma de gritar sin palabras: “Tengo miedo”.
Asintió con un gesto corto, rígido, clavando la vista en la puerta de nuevo como si pudiera atravesarla con los ojos. Y entonces habló. Su voz era apenas un hilo, temblorosa, pero con una claridad que me dejó sin aire.
—Sí… es él.
No necesitaba decir más. El mundo se me vino encima en silencio.
Ruby, que hasta hacía un instante había estado de pie a nuestro lado, con esa maldita calma tensa suya, giró bruscamente la cabeza hacia nosotros. La sentí moverse antes de verla. El aire cambió a su alrededor. Su postura se endureció como si se hubiera encendido un resorte dentro de ella, y su voz se alzó sin previo aviso. Grave, afilada, cargada de algo más que rabia. Era desconfianza, sospecha… y peligro.
—¿Y cómo demonios sabe tu padrastro que estabas aquí?
El tono me atravesó como un látigo, pero fue Alma quien se encogió un poco, como si las palabras la hubieran golpeado físicamente. Ruby no estaba gritando, pero cada palabra pesaba como plomo.
—¿Por qué no dijiste nada? ¡Pudimos habernos preparado! —continuó, y esta vez el volumen subió, junto con su ira. La vi dar un paso hacia nosotros. Sus ojos oscuros se clavaron en Alma con esa intensidad que conocía bien, esa que parecía escarbar hasta los huesos. No era solo enojo: era miedo disfrazado de autoridad. Ruby no soportaba sentirse vulnerable. No confiaba fácilmente en nadie, y esta omisión la había puesto contra las cuerdas.
—¿Qué más ocultas, niña? —remató, con esa voz suya que podía sonar como una sentencia de muerte cuando se lo proponía.
Alma no respondió. Sus labios se movieron apenas, pero ningún sonido salió. Bajó la mirada, y por un momento tuve el impulso idiota de ponerme frente a ella, de decir algo, de interponerme entre ambas. Pero no lo hice. Porque no tenía idea de qué estaba pasando.
Y justo cuando el silencio se volvió insoportable, como si todo el aire se hubiera drenado de la habitación y solo quedara ese zumbido tenso, algo lo rompió.
¡PAM!
Un disparo.
Seco. Violento. No muy lejos.
Seguido por otro. Y otro. Y luego, esos gruñidos guturales, inconfundibles. Zombis. El ruido los estaba atrayendo, o quizá... peor aún, alguien los estaba dirigiendo. Como si fueran perros amaestrados. Y algo me decía que no estábamos en una situación normal. Que no era un simple ataque al azar. Que esto… esto era personal.
El altavoz volvió a chillar, como si el universo supiera el momento exacto para jodernos aún más. La voz aguardientosa del padrastro de Alma retumbó por el aire, hinchando las paredes de la cabaña como un veneno invisible.
—¡Les doy un minuto, hijos de puta! ¡Un minuto! ¡Salgan ahora mismo o los vamos a hacer mierda, aunque mi dulce cabañita se vaya al carajo con ustedes adentro!
Su risa estalló después, breve y seca, como si de verdad le importara una mierda todo.
Me quedé quieto. Sentí a Alma temblar aún más. Ruby apretó los puños, y Josefina maldijo por lo bajo desde algún rincón. Pero nadie se movió.
Un minuto. Eso era lo que teníamos.
#35 en Terror
#1225 en Otros
#371 en Humor
apocalipsis zombi, zombies romance traicion chica fuerte, romance eroticos y comedia
Editado: 18.05.2025