Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 38

Esa última frase nos golpeó a todos.

Más a Ruby, Guillermo, Sabas, Josefina y Miguel, que no sabían—que jamás se imaginaron—que esta cabaña pertenecía al mismísimo padrastro de Alma.

—¿Mi dulce cabaña? —repitió alguien con voz incrédula, como si el eco burlón de esas palabras acabara de lanzar una maldición sobre nosotros.

El aire se rompió. El silencio duró un segundo, pero fue tan denso, tan venenoso, que sentí como si me hubiera tragado una piedra entera. Las miradas del grupo, que hasta hace un segundo estaban concentradas en la puerta reforzada con muebles y un armario cojo, se giraron al unísono hacia mí… hacia nosotros. Sentí el cuerpo de Alma temblar junto al mío, su mano aún aferrada a la mía como si esa fuera su única conexión con el mundo real. La pobre parecía un ratón acorralado, con la piel pálida como papel viejo y los ojos enormes, abiertos de par en par, como si acabara de despertar en una pesadilla que no reconocía.

Y entonces lo vi: la ira. Primero en Ruby, que frunció el ceño y bajó lentamente su mirada hacia nuestras manos entrelazadas. Luego en Sabas, que dejó de crujir sus nudillos para pasar el machete de una mano a otra con más intención que necesidad. En Miguel, que se quedó inmóvil, pero con una expresión tan fría que me dio escalofríos. Josefina apretaba los labios, arrugando el entrecejo con ese gesto que tienen las viejas cuando huelen un chisme podrido.

Y luego estaba Guillermo. Siempre con su voz de sargento jubilado y la mirada de quien no confía ni en su reflejo.

—¿Cómo que su cabaña? —soltó con un tono seco, casi áspero, como papel de lija sobre una herida abierta—. ¿Esto también lo sabían ustedes?

Su mano, huesuda y temblorosa, sujetaba con más fuerza la pistola oxidada que siempre llevaba al cinto. El cañón apuntaba al suelo, pero sus ojos apuntaban directo al alma. A mi Alma.

No pude evitarlo. Tragué saliva. La boca me sabía a polvo, como si la tensión hubiera arrastrado consigo toda la humedad del lugar. Quise hablar, pero no encontraba palabras. ¿Qué podía decir? ¿Qué debía decir?

Ya no éramos solo los pobres sobrevivientes de un mundo podrido por dentro y devorado por fuera. Ahora, para ellos, éramos algo peor: mentirosos. Sospechosos. Culpables por omisión.

Las paredes de la cabaña parecían más estrechas, como si los tablones se hubieran acercado un poco más con cada respiración. La madera vieja crujía con cada movimiento, y afuera los gritos eran cada vez más cercanos. Pasos, risas, cadenas... el mundo al otro lado estaba a punto de entrar.

Pero el infierno, en ese momento, ya estaba dentro.

Antes de que pudiera siquiera pensar en una respuesta, Alma habló. Su voz era tan temblorosa que por un segundo no supe si estaba rompiéndose por dentro… o por fuera.

—Sí… —dijo, alzando la mirada un poco, lo justo para que todos la vieran—. Sí, esta… esta es su cabaña.

Sus dedos apretaron los míos con fuerza. Su brazo delgado temblaba, pero no se soltó. No esta vez. Vi la forma en que se forzaba a mantener la vista al frente, a enfrentarlos, aunque por dentro parecía estar partiéndose en mil pedazos.

—Cuando nosotros llegamos aquí —continuó, con una valentía que casi dolía de ver—, ustedes ya estaban... ustedes nos atacaron, ¿recuerdan? Nosotros huíamos del bombardeo... el caos, los gritos, la sangre... Y esta cabaña… esta cabaña era nuestro destino. Porque yo tenía esa información.

Mi pecho se hundió. Ese "yo" me pesó. No lo dijo con orgullo. Lo dijo como quien se confiesa en una iglesia en ruinas, sabiendo que nadie va a perdonar nada.

—Solo que... vimos que estaban ustedes. Y tuvimos miedo. No dijimos nada.

El silencio que vino después fue como una explosión sin sonido. Una pausa tan brutal que hasta los murmullos de afuera se escucharon más nítidos. Una cadena arrastrada. Una risa hueca. Un zumbido eléctrico que tal vez venía del bosque… o de mi cabeza.

Las miradas se clavaron en ella. En Alma. Y dolió. Dolió ver cómo la juzgaban, cómo cada uno de ellos la desnudaba con los ojos, no de ropa, sino de confianza, arrancándole pedazo a pedazo la poca dignidad que le quedaba. Como si acabara de revelar un crimen. Como si fuese cómplice del monstruo que estaba tocando la puerta.

Sabas fue el primero en moverse. Giró el machete, sin decir palabra. Pero el sonido metálico contra su palma era suficiente. Guillermo ya no miraba con sospecha, sino con desprecio. Miguel… Miguel no dijo nada, pero sus ojos, siempre cansados, se apagaron un poco más.

Alma tragó saliva. Sus labios temblaron antes de hablar. La culpa le pesaba en cada palabra. Pero no se detuvo.

—Además… ese hombre… ese hombre, pensábamos que había muerto.

Su voz se quebró en ese punto. Se volvió un susurro, como si las palabras le cortaran por dentro al salir.

Me miró. Solo un segundo. Y en ese instante, lo entendí todo. El supermercado. El fuego. Las cicatrices invisibles. Todo.

—Ricardo me salvó de él —dijo. Y sentí que algo dentro de mí se rompía—. Ellos… me tocaban. Me hacían hacer cosas que no quiero recordar.

Cerró los ojos. Su rostro delgado se contrajo. La expresión fue rápida, pero desgarradora. Como si le hubiera pasado una sombra por dentro.




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