El pánico.
No era solo una sensación vaga o pasajera. No. Era algo más denso, más antiguo. Era una bestia viva, un animal que respiraba hondo y lento en la penumbra, un depredador silencioso con el hocico lleno de saliva negra y los ojos abiertos, fijos, clavados en cada uno de nosotros como si ya supiera quién iba a morir primero. Se arrastraba por la sala sin hacer ruido, reptando entre nuestras piernas, hundiéndose en los pulmones, colándose por los poros, helando la médula espinal con cada segundo que pasaba sin que nadie dijera una palabra. No era el tipo de miedo que te hace temblar; era el tipo de miedo que te hace perder el control del cuerpo, de la lógica, de la vida.
Guillermo.
El viejo. El sargento. El cascarrabias de voz ronca y manos firmes, el veterano de mil guerras inventadas que siempre se quejaba de todos y de todo. La mano derecha de Ruby. Ese mismo. El hombre al que, sin darme cuenta, había empezado a respetar. No porque fuera bueno, ni sabio, ni heroico. Sino porque había aguantado. Porque seguía en pie cuando otros más fuertes, más jóvenes, se habían quebrado. Porque tenía esa mirada dura, vacía, que solo tienen los que ya lo han perdido casi todo.
Pero ni siquiera él pudo contra eso.
El pánico lo alcanzó. Lo mordió. Lo desarmó. Y lo hizo ceder.
Un impulso ciego, salvaje, primitivo. Fue casi como si su dedo se moviera solo. Como si su cuerpo, por reflejo, por puro instinto, creyera que apretar el gatillo iba a alejar al monstruo. Pero no lo alejó.
Disparó.
Una detonación. Una explosión seca, brutal, con eco inmediato. No fue un disparo cualquiera. Fue una sentencia. El sonido fue un golpe seco contra los tímpanos, algo que desgarró el silencio como un cuchillo rasgando carne. En esa sala cerrada, opresiva, donde el aire ya era pesado de por sí, la bala resonó como si se hubiera disparado el mismísimo juicio final. Un balazo inútil, sin dirección clara. Una bala que no iba hacia nadie… pero que despertó a todos.
Y bastó.
Eso fue todo lo que necesitaron.
La respuesta fue inmediata. Implacable. Como si hubieran estado esperando justo eso. Como si sus dedos ya estuvieran en los gatillos, sus corazones ya bombeando adrenalina, sus cerebros ya preparados para desatar el infierno.
Los tres dispararon.
Sin avisar. Sin hablar. Sin dudar.
Una ráfaga.
Coordinada. Precisa. Inhumana. Como si fueran uno solo.
El sonido fue insoportable. Un estruendo sádico, una coreografía de muerte. Las balas se tragaron la distancia en un segundo. Yo lo vi. Vi a Guillermo sacudirse como una marioneta a la que le están cortando los hilos con navajas. Un impacto. Dos. Tres. Cuatro. ¿Cuántos? Cada bala lo doblaba más. Lo hacía retroceder. Lo arrancaba de su eje. El cuerpo entero se le fue arqueando hacia atrás como si algo invisible le quebrara la columna desde dentro.
Y entonces cayó.
El golpe contra el suelo fue seco, definitivo. Como el sonido de una puerta que se cierra para siempre. Como si alguien allá arriba, quien sea, hubiera pulsado el botón de apagado. No hubo gritos. No hubo súplica. Solo un cuerpo cayendo, rígido, como si el mismísimo diablo lo hubiera agarrado de los tobillos y lo hubiera estrellado contra el piso sin piedad.
Murió en el instante. Ni siquiera alcanzó a parpadear.
Yo lo vi. Vi los agujeros abiertos en su pecho, redondos, humeantes, sangrando sin pausa. Vi el charco crecer bajo él, un lago espeso, negro y rojo, expandiéndose como una mancha de tinta venenosa sobre el concreto. Ya no se movía. Ni un temblor. Nada.
Otro más.
Otro muerto. Así de simple. Así de estúpido. Así de cruel.
Sabas, el viejo de las manos duras y la mirada buena, ese que había remendado el techo de la cabaña con una sonrisa torpe, que me había hablado de su nieta y de no abandonar jamás a los que uno ama... ese hombre tranquilo que sabía reconocer las plantas solo por el aroma, lo vio caer. Lo vio morir. Y no se lo tragó. No lo aceptó.
Vi sus ojos. No eran de un anciano. Eran de un lobo acorralado. Algo se quebró dentro de él. Su rostro, curtido por el sol y los años, se transformó en una máscara de dolor crudo y furia pura. Lágrimas le corrían por las mejillas, pero no eran suaves. No eran tristes. Eran rabiosas. Saladas. Ardientes.
Y gritó.
No dijo palabras. No fueron necesarias. El grito que salió de su pecho fue el de todos nosotros. El de un mundo que ya se había roto demasiado. Levantó su machete, ese que siempre llevaba colgado con humildad, y se lanzó hacia los hombres armados como si pudiera morder la muerte con los dientes.
Pero fue inútil.
Tres disparos. Tres ecos. Otra ráfaga, seca, mecánica, desalmada. Su cuerpo se dobló como una planta arrancada de raíz. Cayó junto a Guillermo, como si en la muerte aún quisieran protegerse el uno al otro. Su cuerpo se estremeció un par de veces, como si su alma se resistiera, pero luego quedó quieto. Muy quieto. El machete rodó unos centímetros. Una gota cayó desde la hoja y tintineó al tocar el suelo de concreto.
El olor a sangre fresca se volvió casi insoportable. Espeso. Como si se me metiera en los poros, en la lengua. Como si me supiera a hierro viejo.
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Editado: 18.05.2025