Las luces se colaban por las grietas de la cabaña, bailaban en la madera como si se burlaran también. Todo lo que alguna vez fue refugio ahora era una trampa iluminada. Josefina se encogió más, sus manos cubriendo los rostros muertos, como si pudiera protegerlos de la humillación final. Pero no había protección ya.
Los tres hombres que habían entrado... esos cabrones. Uno era flaco, nervioso, con cara de rata; el otro era enorme, con una panza que temblaba como gelatina; y el tercero... el que iba al frente. Ese tenía la sonrisa torcida, la cicatriz vieja en la ceja, y los ojos podridos como carne expuesta al sol.
Se miraron entre ellos como si fueran parte de una obra de teatro y acabaran de dar su acto favorito. Y luego rieron. Pero no fue una risa común. Fue seca, cruel, como raspar metal con hueso. Como si acabaran de ganar algo. Como si vernos perderlo todo les diera un placer íntimo.
—¿Alguien más? —preguntó el de la cicatriz, dejando caer un poco su rifle, con esa pose de macho sobrado que dan los años de impunidad. Luego escupió al suelo, justo al lado del cuerpo de Guillermo. La saliva cayó con un sonido repugnante, casi sagrado en ese silencio roto—. Malditos ancianos de mierda.
El odio en su voz era real, no actuado. Despreciaban lo humano. Les parecía un chiste. Cada palabra era una piedra arrojada al rostro de la dignidad.
—Ahora salgan ustedes... o terminarán como estos vejetes. —La amenaza cayó como una losa, y yo sentí a Alma temblar levemente junto a mí. Pero aún así, ni Ruby ni yo nos movimos. No todavía. Él continuó, su voz bajando, haciéndose más grave, más perra—. O tal vez peor.
Su mirada se deslizó como un dedo sucio por encima de nosotros y se detuvo en Ruby. Yo lo vi. Lo vi detenerse ahí un segundo más de lo necesario. Esa pausa que dice más que mil amenazas.
—Especialmente tú... la de la cicatriz.
Su sonrisa se estiró como una cucaracha deslizándose por el borde de una taza. Los otros dos soltaron una risilla entre dientes, expectantes. El cabrón no necesitaba decir mucho más, pero igual lo hizo.
—A ti podríamos llenarte cada uno de tus agujeros.
El aire se volvió más denso. Como si el oxígeno decidiera no ser parte de eso. Como si incluso la atmósfera tuviera vergüenza. Ruby no dijo nada. No gritó. No lloró. Solo bajó un poco los hombros, los ojos clavados en él, como si lo estuviera diseccionando con la mirada. Pero no con odio. No. Con cálculo.
Los tres hombres se rieron como si acabaran de soltar el mejor chiste de la historia del mundo. Y para ellos tal vez sí lo era. Se llevaron las manos a la entrepierna como si les rascara algo, como si ya sintieran el poder. Uno incluso se relamió los labios. La crueldad, en ellos, no era excepción: era lenguaje. Era cultura.
La orden quedó flotando. Salir. Sin opciones. Sin armas. Sin dignidad.
Respiré hondo. El aire de afuera olía peor que el de adentro. A diesel, a tierra húmeda pisoteada, a sangre reciente. A miedo. Salimos. Uno tras otro. Josefina, Ruby, Alma y yo. Miguel... el viejo... ya no estaba. Había escapado. Como una rata.
La luz de la luna nos recibió con un tono extraño. Era blanca, sí, pero parecía apagada, como si también hubiera decidido que esta noche era demasiado jodida para brillar con fuerza. Las camionetas tenían reflectores potentes que nos apuntaban directo al rostro. El mundo se volvió una mancha blanca. Nos cegaron. Nos dejaron como figuras borrosas, como si no fuéramos personas, solo sombras bajo su control.
No hubo tiempo para más. Uno de ellos, el de panza enorme, me golpeó por detrás de la rodilla con la culata del rifle. El dolor fue instantáneo, punzante, y me hizo caer de rodillas sobre el lodo. Escuché otros golpes. Josefina cayó con un quejido sordo. Ruby se resistió, pero fue forzada también. Alma... Alma apenas hizo ruido, solo un pequeño gemido ahogado. Los tres fuimos obligados a inclinarnos frente a ellos como esclavos antiguos, como ganado listo para subastarse.
A nuestro alrededor, los zombis se movían. Lentos, encadenados, babeando esa cosa negra como petróleo. Los usaban como mascotas. Como avisos de lo que podría pasarnos si intentábamos resistir. No hacían ruido, solo ese chasquido húmedo de bocas que no entendían qué estaban esperando.
Y yo ahí, arrodillado, con la tierra fría bajo mis rodillas, el aliento pesado en mi garganta, y cada maldito detalle del horror clavándose en mi memoria. Hasta el más pequeño.
Porque incluso cuando todo arde... mi cabeza no deja de registrar. Y aún no sabía qué era peor: si el miedo... o esa rabia que empezaba a hervirme los huesos.
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Editado: 18.05.2025