El mundo se desgarró a mi alrededor en un torbellino de luces cegadoras, gritos ajenos y un caos incomprensible. No hubo tiempo para pensar, para gritarle a Alma que corriera, para hacer nada. Nos sacaron de la cabaña a empellones, como si fuéramos ganado, sin una pizca de delicadeza, sin una advertencia; simplemente nos lanzaron sin piedad al barro frío y resbaloso.
Sentí el lodo helado empapando mis rodillas, calándose en la ropa. Todo se sentía sucio, profano, violento. Y en medio de esa mezcla densa de focos que me quemaban los ojos y la oscuridad total, apenas podía distinguir formas
A mi izquierda, oí la respiración raspada de Alma. Jadeaba. No hablaba, pero su temblor me alcanzaba, una corriente eléctrica cada vez que nuestros hombros se rozaban. Su silencio me dolía más que cualquier grito, era un silencio que suplicaba, uno de alguien que se ha rendido demasiadas veces.
Josefina lloraba. No con la inocencia de una niña, sino con la desesperación de quien ya no sabe si la lucha vale la pena o si es mejor abandonarse al terror. Sus quejidos eran apagados, ahogados, como si intentara tragar su propio llanto para que no escapara, para no darles la satisfacción de escucharla. Ruby, a la derecha de Josefina, permanecía en silencio. No era por valentía, sino porque el miedo la había congelado. Esa rigidez antinatural en ella era peor que cualquier lamento. Incluso su arrogancia habitual se había esfumado. La sentí temblar apenas cuando cayó de rodillas a mi lado. La vi intentar mantener la cabeza en alto, esa última chispa de dignidad, pero la mandíbula le vibraba, incontrolable.
Y entonces, como si todo el ruido del mundo se hubiera callado para que diera inicio una función macabra, los hombres que nos habían arrastrado se hicieron a un lado. Dos de ellos se me quedaron grabados en la retina con una nitidez dolorosa. El primero era flaco, casi esquelético, con una cara de rata tan repulsiva que parecía que la traición y la cobardía le habían cincelado cada arruga. Se reía solo, con una risa nerviosa, como si esperara un golpe en cualquier segundo. El otro era su antítesis: enorme, panzón, con una respiración ruidosa que sugería que hasta vivir le costaba un esfuerzo sobrehumano. Su camiseta, empapada en sudor, parecía a punto de estallar. Ambos retrocedieron, casi al unísono. No era por miedo, ni por respeto. Era algo mucho peor. Era el movimiento calculado de quienes despejan el camino para una presencia superior, como si supieran que lo que venía ahora era imparable, ineludible.
Y entonces, lo oí.
Ese sonido seco y pesado de unas botas golpeando la tierra húmeda. Uno. Otro. Y otro más. Lentos, deliberados, seguros, como si cada paso cargara el peso de una sentencia ineludible. No era el sonido errático y desesperado de nuestros propios pasos al correr por los callejones buscando una salida. No, esto era diferente. Este sonido rezumaba intención, dominio. Era el paso confiado de un depredador que sabe que su presa ya no puede huir.
Mi garganta se cerró sin que yo pudiera evitarlo.
Cuando la figura se acercó lo suficiente, la luz cruel de los focos la bañó por completo. Y lo vi. Fue como si me hubieran arrojado un cubo de hielo líquido por la espalda. Un escalofrío lento, espeso, viscoso, me bajó desde la nuca hasta la base de la columna vertebral.
Era él.
Ese maldito.
El padrastro de Alma.
No había lugar a la duda. Su rostro exhibía esa sonrisa torcida, casi burlona, que parecía extraída de la peor pesadilla infantil, pero que en su cara era horriblemente real. Y sus ojos... sus ojos eran como carne podrida al sol. Hinchados, vacíos. Como si algo esencial dentro de él ya estuviera muerto, pero su cuerpo siguiera moviéndose, impulsado por una sed insaciable de destrucción.
Alma no se movía. No me atreví a mirarla directamente, pero podía sentir la tensión en su cuerpo, como si cada músculo estuviera conteniendo una explosión interna. Tal vez lágrimas, tal vez odio, tal vez todo a la vez. La sentía temblar apenas a mi lado, su respiración rota, apenas un hilo de aire que parecía dolerle al entrar y salir. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban clavados en la figura que se acercaba, brillando como dos lunas llenas a punto de reventar, fijos en él como los de un venado acorralado.
Yo solo podía pensar en ese día en el supermercado, en la masacre. Lo recordaba ahí, de pie entre los estantes derribados y los gritos de agonía de sus malditos acompañantes, con esa misma expresión. Como si el mundo fuera suyo y nosotros meras figuritas en su retorcido juego. No sabía por qué mi odio hacia él era tan profundo. Era más que simple miedo. Era algo sucio, repugnante. Como si su sola presencia contaminara el aire, como si todo lo que tocara se pudriera por dentro.
Caminó despacio hasta detenerse justo frente a nosotros. Al principio, no dijo nada. Solo se quedó ahí, viéndonos, saboreando el momento. Como un niño cruel que alarga la apertura de su regalo, disfrutando de la anticipación de nuestro terror.
Y yo... yo solo podía pensar en Alma. En cómo su rostro estaba medio oculto por el cabello oscuro que le caía sobre los ojos. En su respiración casi inaudible. En cómo temblaba sin que nadie lo notara. Y en cómo, a pesar de todo, a pesar del horror que la devoraba por dentro, seguía ahí, arrodillada a mi lado. No dije nada. La mordaza que pronto me pondrían lo haría imposible de todos modos. Pero en mi cabeza, sentí algo desgarrarse. Era la impotencia, cruda, brutal. Y eso dolía más que cualquier golpe físico. Me quemaba los huesos, se me clavaba en la garganta, un calor atorado, una fiera rugiendo dentro de mi pecho, sin poder salir. Me odié por estar ahí, arrodillado, inútil, por no poder protegerlas, por no poder hacer nada, tal y como le dije al principio de todo esto Evelyn “Soy un maldito inútil”. Sentí esa mezcla asquerosa de náusea y frustración, la certeza de que la oscuridad ya nos había tragado, que estábamos dentro del lobo y que nadie, absolutamente nadie, vendría a buscarnos.
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Editado: 18.05.2025