Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 44

Después de asegurarse de que estábamos bien inmovilizados, con las cuerdas cortándome la piel de las muñecas cada vez que intentaba forcejear, el maldito padrastro de Alma se detuvo un instante. Respiraba agitado. Miró su brazo ensangrentado, donde Ruby le había dejado la marca de sus dientes, un surco rojo, profundo y brutal. La tela de su chaqueta colgaba hecha jirones, húmeda de saliva y sangre. En cuanto bajó la vista y vio cómo le temblaba ligeramente el brazo herido lo vi en sus ojos podridos, secos, inyectados no solo de sangre, sino de algo más oscuro, una rabia contenida que parecía supurar como pus desde lo más hondo de su carne. Apestaba a sangre seca y sudor rancio. Y aun con la mordida brutal cubriéndole el brazo izquierdo, supurando entre su camisa y carne morada, había algo sucio en su mirada, como si le hubiera gustado el dolor, como si esa herida punzante lo hubiera excitado. Sus ojos, inflamados de ira y quizás de fiebre, brillaban con una emoción turbia que me revolvió el estómago. No intentaba cubrir la herida; no quería. Quería que la viéramos, quería que entendiéramos que ese acto de rebeldía, la mordida de Ruby, iba a costarnos.

No dijo una palabra. Solo se dio la vuelta, con ese mismo silencio cargado de una tensión eléctrica que electrizaba el aire, y se dirigió hacia Ruby. Ella todavía forcejeaba apenas, más por inercia que por una esperanza real. Dos de los hombres la sujetaban con fuerza por los hombros, obligándola a mantener la postura agachada en el barro, mientras el resto solo observaba con esa sonrisa estúpida y hueca que tienen los perros cuando huelen el miedo, listos para la cacería.

Y entonces...

El golpe cayó sin aviso.

Primero uno.

Después otro.

Y luego otro más.

Su puño fue como una piedra brutal cayendo contra carne viva. El impacto resonó con un chasquido sordo y húmedo que me heló la sangre.

—¡Maldita cerda! —escupió entre dientes, con una voz pastosa, llena de un rencor visceral, casi ronca por la furia contenida que lo poseía.

Le pegó en la cara, directo, sin medir la fuerza, sin piedad. Ruby ni siquiera alcanzó a cerrar los ojos a tiempo. Sus mejillas se hundieron con cada golpe, cediendo bajo la brutalidad. Su cuerpo, tan desafiante apenas hacía un momento, se sacudía con violencia incontrolable bajo cada embestida. Era como si el muy bastardo hubiera esperado ese momento durante años, como si necesitara ese desahogo físico y brutal para no estallar por dentro.

Vi cómo la nariz de Ruby cedía, cómo su labio se abría en una herida húmeda y roja, cómo la hinchazón se expandía por su rostro a golpes, como una flor marchita y grotesca abriéndose en el dolor. Y lo peor, lo que me desgarró por dentro, fue que ella no gritó. Ni una sola vez. Solo respiraba fuerte, cada exhalación una súplica muda, una resistencia silenciosa que me dolía en el alma.

Y yo...

Yo no pude moverme. No pude decir nada. Solo observaba, atrapado, impotente. Las manos atadas detrás de mi espalda me hormigueaban con una agonía sorda por la presión de las cuerdas, y la impotencia, esa maldita impotencia, me quemaba hasta los huesos. Era como ver a alguien destrozar una parte de mí mismo con cada golpe que le daban a ella. Porque sí, Ruby no me caía bien, no era mi amiga. A veces era cruel, distante, incluso medio psicópata. Pero había estado ahí. Me había salvado, me había protegido a su extraña manera, me había empujado a seguir cuando yo quería rendirme. La había besado apenas hace menos de una hora. Y verla así, reducida a un saco de huesos sangrantes, aplastada por ese cerdo, me desgarraba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Mi mandíbula estaba tan apretada que me dolía, sentía que si apretaba un poco más, se me partiría en pedazos. Tenía los ojos ardiéndome, no por las lágrimas, sino por la rabia acumulada, por el asco profundo, por ese sentimiento de estar atrapado como un animal en una jaula, despojado de mi cuerpo, solo capaz de mirar.

Después de lo que pareció una eternidad de golpes y jadeos, su cuerpo cayó. Como una muñeca sin cuerdas.. Los hombres la sostuvieron antes de que golpeara el suelo, pero ya no se resistía. Estaba inconsciente. Su cuello se doblaba hacia un lado, lánguido, como si ya no tuviera la fuerza mínima para sostenerse la cabeza. El cabello rubio le cubría medio rostro, ahora deformado, golpeado, irreconocible. Y aun así... aun en su derrota física, en su inconsciencia, había algo en ella que seguía oliendo a orgullo, a esa resistencia inquebrantable que la definía.

Ruby fue levantada del suelo como un costal. La cargaron, su cuerpo colgando inerte, sus brazos arrastrándose en la tierra húmeda. No se movía. Solo el tenue aliento que aún se escapaba de sus labios, casi invisible, confirmaba que seguía aferrada a la vida, la arrastraban con una violencia casi mecánica, como si fuera un costal de carne inútil, sin valor, lanzándola sin cuidado a la parte trasera de una camioneta vieja y destartalada. Sus botas resonarían en el piso de concreto, un tambor lúgubre que marcaba el ritmo de nuestra perdición. El chirrido de las bisagras al abrir la puerta trasera de la camioneta, un zarpazo metálico que me raspó los nervios, sería el sonido que sellaría su destino inmediato. Entonces, el padrastro se detuvo un instante. Mirando hacia la camioneta vieja donde la habían subido. Aunque su cara estaba cubierta por la sombra, sus ojos brillaban con una luz enferma, como si llevara algo encendido por dentro. No era fuego. Era otra cosa, algo más oscuro, algo que no debería existir en un ser humano. Una mezcla repulsiva entre hambre, rencor viejo y un triunfo sádico. Como si su mente ya estuviera en otro lugar, regodeándose en cosas que yo ni me atrevía a imaginar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.