Camino enfrente de nosotros. Se detuvo frente a Josefina.
Josefina estaba arrodillada en la tierra seca y caliente, los pies descalzos cubiertos de polvo, y sus hombros estaban encorvados, hundidos, como si todo el peso del mundo hubiera caído sobre ellos de repente, aplastándola. Lloraba. Lloraba con esa clase de llanto que ni siquiera suena fuerte, que no necesita escándalo ni lamentos. Era un gemido apagado, una súplica silenciosa que parecía salir de algún lugar más profundo que el pecho, de las entrañas de su alma. Acababa de ver morir a sus compañeros en la masacre, y a Ruby... Ruby acababa de ser arrastrada como una perra moribunda ante sus ojos impotentes.
Y sin embargo, lo más inquietante, lo más cruel y perverso, fue lo que vino después. El padrastro se inclinó hacia ella. Sí. Se inclinó. Así, como si fuera su nieto cariñoso y preocupado, o un enfermero paciente atendiendo a un anciano. Lo hizo con una teatralidad lenta, deliberada, con esa sonrisa torcida que tenía más de bicho repugnante que de ser humano. Su brazo mordido le temblaba un poco, un recordatorio sangrante de la audacia de Ruby. Pero usó la otra mano, para hacer algo que me heló la sangre más que todo lo anterior. Le limpió las lágrimas a Josefina. Le limpió las lágrimas con un gesto que parecía casi tierno, casi compasivo. Pero no lo era. No había ternura ahí, ni consuelo. Era un roce áspero, seco, vacío de emoción. Una caricia que no acariciaba el dolor, que no ofrecía alivio
Josefina se quedó rígida bajo su toque. Ni siquiera apartó la cabeza. Solo siguió llorando, más bajito ahora, los gemidos casi imperceptibles, como si la dignidad se le escurriera con cada segundo que pasaba bajo su mirada.
Y entonces, habló.
—No llore, abuela... —dijo, con esa voz gruesa y rasposa, pero que intentaba sonar dulzona, como un nieto hablando con una anciana frágil a la que adora. Pero lo que salía de su boca no era afecto, era veneno tibio disfrazado de palabras amables.
—De verdad... lo lamento —añadió después, y la falsedad en su tono era tan brutal, tan meticulosamente calculada, que me dolió escucharla, me revolvió el estómago.
—Lamento que sus amigos no supieran comportarse... —continuó, con esa misma sonrisa falsa que no llegaba a sus ojos, que seguían vacíos, como dos cavernas sin fondo donde se había perdido toda luz.
Ahí, aunque no podía moverme ni hablar, apreté los puños con todas mis fuerzas, sentí las cuerdas clavarse en mi piel. Ojalá hubiera podido escupirle la cara. Gritarle que era él el monstruo, el único responsable de esta masacre, que todo esto era producto de su sadismo retorcido y su putrefacción mental. Pero el trapo en mi boca me lo impedía, no me dejaba ni morderme la lengua para aliviar la rabia, así que solo pude gruñir por dentro, impotente, ahogado por la rabia contenida.
—Eran viejos necios —prosiguió él, imperturbable, disfrutando de su monólogo cruel. —Tenían que entenderlo. Pero en este mundo de mierda, uno tiene que aprender a ser cruel... a ganarse el respeto —y al decir la palabra "respeto", la apretó entre los dientes, como si le supiera a ceniza en la boca, a algo amargo y sin valor.
Josefina apenas se movía, un cuerpo petrificado por el dolor y el miedo. Sus labios se abrían apenas, queriendo formar palabras que nunca salían, que se quedaban atrapadas en su garganta. El suelo debajo de ella estaba manchado por sus lágrimas silenciosas, por el polvo del camino, por la vergüenza de la derrota. Ella no era una guerrera, no era una luchadora. Era una sanadora, alguien que cuidaba, que curaba. Y la habían aplastado como a una cucaracha insignificante.
El padrastro se enderezó apenas un poco. Su respiración era pesada, como si hablara desde una rabia vieja, fermentada durante años en lo más profundo de su ser. Y luego, con un tono aún más suave, más insidioso, más manipulador, como si de verdad creyera estar ofreciéndole un regalo invaluable, dijo:
—Sé que me odia. Y que odia a mis muchachos también.
No sabes cuánto, pensé, tragando el sabor a tierra y óxido del trapo en mi boca. El odio me ardía por dentro, una llama fría que no se apagaba.
—Pero mire... le daré una opción, abuela.
La palabra “abuela”, escupida así, como una broma retorcida y cruel, me hizo querer vomitar en el barro. Sentí el asco y la rabia subirme por la garganta, una bilis amarga.
—Le prometo que antes de irnos la soltaremos. La dejaremos libre.
Josefina ni siquiera parpadeó ante la aparente oferta. Su mirada seguía fija, perdida.
—Huya —agregó. Y esa palabra, pronunciada con una frialdad absoluta, cayó sobre nosotros como una roca pesada, imposible de esquivar.
El silencio que siguió fue insoportable, denso, cargado de terror y de la crueldad de la elección.
—O quédese... y entierre a sus amigos.
Y ahí estuvo. El final de su elección. Duro, seco, cruel hasta la médula. Como un disparo sin sonido que le atravesó el alma.
Yo quise romper los amarres con la pura fuerza de la rabia que me consumía. Quise levantarme del barro, abalanzarme sobre él, golpearlo hasta destrozarlo, gritarle con todas mis fuerzas que no tenía derecho a hablar así, que ella, Josefina, no tenía por qué elegir entre huir sola, desterrada y humillada, o quedarse sola, rodeada de cadáveres, para enterrar a quienes habían sido su familia. Pero no pude. Solo pude mirar. Mirar con los ojos ardiéndome por la rabia y la impotencia, los músculos temblando incontrolablemente por la fuerza contenida, y el corazón hecho una bola compacta de odio en mi pecho.
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Editado: 18.05.2025