Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 46

El padrastro de Alma se irguió lentamente, como una bestia que ya no necesitaba fingir humanidad. Josefina, aún arrodillada, temblaba. Tenía los ojos fijos en el suelo sucio, húmedo, cubierto de sangre y fragmentos de madera astillada por los disparos. Sus labios se movían apenas, como si rezara o susurrara algo que ni ella misma entendía. Yo solo podía observarla, impotente, mientras ese bastardo se sacudía las manos, satisfecho, como si acabara de dar un discurso en vez de aplastar lo que quedaba del alma de alguien.

Su sonrisa... esa maldita sonrisa. Ya no era la de un loco emocionado, sino la de alguien que sabía que tenía el poder absoluto sobre nosotros. Era más delgada ahora, más fría. Como una navaja oxidada cruzando el rostro. Cuando volvió sus ojos hacia mí, lo sentí como un golpe en el pecho. No había compasión, ni desprecio siquiera. Lo que vi en sus pupilas oscuras fue algo peor: el deseo puro de destrucción. No de la mía solamente, sino de todo lo que me importaba.

Avanzó. Sus botas —viejas, cubiertas de barro seco, sangre reciente y trozos de hojas podridas— crujieron con cada paso. Caminaba con una lentitud casi ceremonial, como si cada metro que acortaba entre él y yo fuera parte de un castigo meticulosamente calculado. A cada paso, el aire se volvía más espeso, más tóxico. Un hedor repugnante lo precedía: sudor rancio, pólvora sin quemar, y ese aroma dulzón, enfermizo, inconfundible... como carne zombi en descomposición. Lo olí antes de sentirlo. Y lo sentí antes de verlo tan cerca.

Se detuvo justo frente a mí. Yo seguía atado, de rodillas, con las manos apretadas a la espalda y el trapo húmedo clavado en mi boca. El trapo me raspaba la lengua, el paladar. Cada respiración era un esfuerzo, una mezcla de saliva espesa y el amargo sabor metálico de la sangre seca. Pero lo que más dolía era la rabia. Esa rabia que hervía en mí sin poder salir. No podía gritarle. No podía escupirle. Ni siquiera podía insultarlo en silencio porque me ardía la garganta de impotencia.

Él bajó la mirada, como quien observa una cucaracha, y luego volvió a mi rostro. Me examinó. Como si fuera un producto fallido. Me recorrió de arriba abajo con esos ojos vacíos. Se detuvo, mirando en el estado lamentable de mi ropa, en la forma en que me tambaleaba apenas por el cansancio, la fiebre o el hambre. No lo sé. Se rió. Una risa breve. Una risa sin alma.

Entonces se inclinó. Muy despacio. Su brazo —el que tenía la mordida— temblaba con un tic nervioso que me daba asco. Cuando su cara se acercó a la mía, el aire se volvió irrespirable. Su aliento me golpeó como un bofetón. Era tibio, denso, lleno de restos de lo que fuera que había comido... o matado.

—Así que... ¿disfrutaste de mi hijita querida, eh? —murmuró, con una voz grave, como si cada palabra le naciera de un lugar podrido en el pecho. No lo preguntaba. Lo afirmaba. Me acusaba. No con odio pasional, sino con un veneno en calma, como si ya hubiese dictado sentencia y solo viniera a disfrutar del castigo—. ¿Te gustó tenerla cerca, jugar al salvador? ¿Te creíste especial? ¿Un héroe, tal vez?

Quise gritarle. Juro por todo que lo intenté. Quise morder el trapo y romperlo, escupirle sangre a la cara, decirle que no tenía idea de lo que hablaba. Que Alma no era suya. Que nunca lo fue. Que era mía. Pero lo único que salió de mí fue un gruñido sordo, humillante. No porque fuera débil. Sino porque estaba atado, amordazado, y sobre todo, jodidamente expuesto.

Él se enderezó de nuevo. Y su voz, esa voz que parecía llenar toda la cabaña como un eco que no quería irse, se volvió más fuerte, más directa.

—Pues escucha bien, pedazo de mierda —dijo, escupiendo cada sílaba como si le supiera a gasolina—. Esa fue la última puta vez que la vas a ver así. Olvídate de ella. No es tuya. Nunca lo fue. Ya no es tu problema.

Y entonces, lo dijo. Lo que partió algo dentro de mí.

—Alma... ella ya volvió con quien realmente la ama. Con quien siempre la cuidó. Conmigo.

Lo miré. Lo miré con todo el odio que pude juntar. Me ardían los ojos. Me ardía el alma. ¿Él? ¿Ese monstruo hablando de amor? ¿Del mismo amor que hizo a Alma temblar cada vez que escuchaba su nombre? ¿Del mismo que la hizo huir, esconderse, llorar en silencio cada noche?

La ira me apretó el pecho. Me dolió. Sentí que mi corazón se partía, no por lo que decía, sino por lo que podría llegar a hacerle. Porque su voz bajó otra vez. Porque habló de "recuperar el tiempo perdido". Y su tono... su tono fue lo más repulsivo que escuché jamás. Era como escuchar a una bestia lamerse los colmillos antes de devorar a su presa.

Me imaginé a Alma en sus manos. Sola. Indefensa. Y algo dentro de mí se quebró.

Luego, él hizo una pausa. Me observó con esa expresión de burla y desprecio. Como si disfrutara ver cómo mi mundo se desmoronaba. Y entonces soltó la bomba.

—¿Sabes cómo dimos contigo, muchachito?

No esperó respuesta. Solo sonrió. Una mueca de triunfo podrido.

—Gracias a tu noviecita.

Y ahí, por un segundo, mi mente se desconectó del cuerpo. "¿Noviecita?", pensé. ¿Evelyn? ¿De qué carajo estaba hablando? Como si hubiera escuchado mis pensamientos hablo.

—Sí. La de cabello rojo. La que traías como perrita, la que te abandono en donde nos conocimos —dijo, alzando una ceja con una diversión enferma—. Al parecer, nuestro jodido jefe es su abuelo. Así que ella... está protegida. Tiene influencias, ¿ves?




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