El sonido de la voz de Alma, ese hilo tembloroso pero inesperadamente firme, resonó en el aire viciado. Era como si hubiera pulsado un interruptor. Los puños dejaron de llover sobre mí tan abruptamente como habían empezado. Los dos mastodontes se quedaron quietos, las manos suspendidas, la respiración agitada, mirándose entre sí con la misma confusión estúpida que yo sentía. El dolor seguía ahí, brutal, martillando en cada nervio, pero la lluvia de golpes cesó. Caí de rodillas, el cuerpo flácido, la cabeza gacha, intentando recuperar un aire que no parecía querer entrar en mis pulmones. Mi cara ardía. Podía sentir la hinchazón, la sangre pegajosa secándose en mi piel. Sabía que mis ojos debían estar hinchados, casi cerrados. Me dolía hasta la puto alma.
El padrastro no me miró. Ni siquiera dedicó un instante a mi patética figura en el suelo. Su atención, esa mirada oscura y venenosa, se fijó por completo en Alma. Se enderezó con esa arrogancia cruel que lo definía. La sonrisa torcida que había mostrado antes de la golpiza desapareció, reemplazada por una expresión difícil de leer. Había algo de sorpresa, sí, porque Alma había hablado. Algo de decepción, quizás, porque no se había quedado callada y temblando como él esperaba. Pero, sobre todo, había posesividad. Una posesividad enferma que me revolvió las tripas.
Se giro hacia ella. Yo seguía ahí, atado, tirado en el suelo, inútil. Mis músculos temblaban por el esfuerzo de haber recibido la paliza, por la rabia de no poder hacer nada. Quise levantarme, interponerme. Pero mi cuerpo no respondía. Era como si la paliza me hubiera vaciado, dejándome solo el cascarón dolorido. Solo pude observarlo, con la vista nublada por el dolor y, sabía, por el miedo.
Se detuvo frente a Alma. Ella no se encogió por completo como una vez hizo con su madre, pero temblaba. Sus ojos grandes, esos ojos oscuros y asustados, estaban fijos en él. Podía sentir su terror desde donde estaba, un frío que no tenía nada que ver con la noche. Pero también había algo más. Una chispa. Una firmeza. La misma que la había hecho gritar.
El padrastro la estudió por un momento. Con la misma mirada fría y analítica que le había dedicado a Ruby. Como si fuera un objeto, una pieza de colección que había recuperado.
—Alma… Alma. —Su voz era más suave ahora, casi melancólica, pero el veneno seguía ahí. Se inclinó un poco, como si quisiera confesarle un secreto—. Ya te había dado por perdida. De verdad. Pensé que… que este mundo te había devorado por completo.
Hizo una pausa. Sus ojos oscuros recorrieron el rostro pálido de Alma.
—¿Sabes por qué no te pusimos un trapo en la boca, mi niña? —No esperó respuesta. Se rió entre dientes, una risa seca y horrible.— Quería ver. Quería ver si seguías siendo esa niña miedosa. Esa chiquilla que temblaba con la sombra de una mosca. Y parece que sí. Todavía eres la misma cobarde.
Alma tragó saliva. El temblor en su cuerpo aumentó. Apretó los puños a los costados, sus dedos finos clavándose en la tierra.
El padrastro se acercó aún más. Demasiado. Su cara sucia y marcada, a centímetros de la de ella.
—Pero… —Su voz bajó de nuevo, ese tono perverso que me helaba la sangre—. Parece que al fin encontraste algo por lo cual luchar, ¿eh? O quizás… —su mirada se dirigió fugazmente hacia mí, en el suelo—. O quizás… encontraste una… verga por la cual luchar.
La crudeza de la palabra, la implicación. Me quemó. Quise gritarle, decirle que cerrara la puta boca. Que no hablara así de Alma. Pero el trapo, el maldito trapo. Solo pude apretar los dientes y sentir la rabia impotente bullirme por dentro.
Alma lo miró. Sus ojos, llenos de miedo, también contenían algo más. Algo que no había visto antes. Desafío. Puro y simple. Y entonces, lo hizo.
Con un movimiento rápido, inesperado, Alma reunió toda la fuerza que tenía y escupió. Directo. En la cara del padrastro.
La saliva resbaló por su mejilla.
Hubo un silencio. Nadie se movió. Los matones se quedaron paralizados. Yo me quedé helado. Josefina dejó de gemir. El mundo se detuvo por un segundo.
La cara del padrastro se contorsionó. No de rabia. Era una mezcla extraña. Sorpresa. Y luego… algo peor. Una sonrisa lenta y asquerosa, como la de un depredador que acaba de recibir una provocación deliciosa.
Se pasó la mano por la mejilla, limpiando el esputo. Mis ojos, hinchados y doloridos, no podían creer lo que estaba viendo. Pero no terminó ahí.
Con un movimiento aún más nauseabundo, se llevó la mano a la boca y chupó. Lamió su propia mano, saboreando la saliva de Alma. Sus ojos fijos en los de ella, esa sonrisa torcida creciendo, cargada de una perversión que me revolvió el estómago. Era una humillación. Un acto de posesión retorcido. Un mensaje brutal.
—Hmm… —murmuró, y su voz era como la de un animal lamiendo una herida, pero con un placer enfermo—. Sabes a… a rebeldía. Me gusta.
Se acercó aún más, invadiendo su espacio personal, obligándola a levantar la cabeza para no apartar la mirada.
—Antes te protegía, ¿verdad? —Su voz se endureció de nuevo, volviéndose fría y peligrosa—. Te protegía de los otros. Para que nadie te pusiera una mano encima. Para que nadie… te violara.
Sentí una punzada en el pecho. El hijo de puta sabía dónde atacar. Alma tembló aún más fuerte.
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Editado: 18.05.2025