Media hora después, ya vestido con ropa que me habían prestado, me sentía un poco menos patético y mucho más alerta. Salí de la vivienda para encontrar a Evelyn esperándome justo afuera. El sol brillaba con fuerza afuera, aunque no era el sol radiante que recordaba de antes; era una versión más pálida, casi apocalíptica, que se filtraba a través de una atmósfera que aún guardaba cicatrices. A pesar de eso, el aire que respiré era fresco y sorprendentemente limpio. No había ni rastro del hedor rancio a descomposición o del humo quemado que se aferraba a la ciudad que había dejado atrás; era una diferencia tan marcada que casi me costó creerlo.
Ante mí se extendía Pueblo Z. Era sencillamente increíble. No se parecía en nada al infierno en ruinas y lleno de peligros que esperaba encontrar. Aquí había casas de verdad, con sus fachadas pintadas en colores oscuros pero distintos, y pequeñas parcelas de tierra cultivada rodeando muchas de ellas, un signo de vida y permanencia. Las calles no eran escombros, sino caminos de cemento, limpios, el pueblo bordeado por barricadas sólidas. Estas fortificaciones se veían imponentes, hechas de troncos gruesos y metal pesado, y por lo que alcancé a ver, se elevaban bastante, formando altos muros que rodeaban todo el pueblo. Hacia un lado, distinguí lo que debía ser la entrada principal: una puerta enorme y de metal sólido, de un grosor que hacía pensar que sería imposible derribarla a menos que fuera con la embestida de un vehículo pesado como un tráiler o un tanque. La gente se movía por ahí con un propósito: algunos charlaban en voz baja mientras trabajaban, otros cargaban suministros, y había una sensación general de orden. Parecían… normales. Como si el mundo de afuera, el que conocía aunque no recordaba cómo, con sus horrores y su caos, no hubiera afectado este lugar en lo más mínimo. Casi olvidaba dónde estábamos.
"¿Esto es… real?" pregunté, la sorpresa evidente en mi voz, incapaz de ocultar mi asombro genuino.
Evelyn sonrió entonces, un gesto genuino y cálido que iluminó su rostro. "Te dije que era increíble. Mi abuelo lo organizó todo. Esto es un verdadero asentamiento, Ricardo" Mientras hablaba, noté algo más: había gente con armas por todas partes. Hombres y algunas mujeres también, apostados en puntos estratégicos, patrullando las calles, o simplemente visibles cerca de las barricadas. Llevaban rifles largos, pistolas en fundas, y otras armas más rudimentarias como cuchillos grandes o machetes. La omnipresencia de las armas recordaba, de forma sutil pero constante, que a pesar de la aparente normalidad, el peligro acechaba fuera (y quizás dentro) de esos muros.
Empezamos a caminar. Evelyn, con su embarazo ya avanzado, iba más despacio de lo normal. Mientras avanzábamos, me mostraba los alrededores, explicando los distintos lugares y su función. Había una zona comunitaria donde secaban carne y verduras al sol, un proceso metódico para la conservación. Vimos otro lugar que parecía un taller improvisado, con herramientas y materiales desparramados, donde seguramente reparaban equipos o fabricaban lo necesario. Y me señaló incluso un edificio que parecía una escuela, con niños pequeños jugando bajo la supervisión atenta de una mujer mayor, ajenos al apocalipsis. Era tan normal, tan pacífico, que se sentía totalmente surrealista. Mientras pasábamos, escuché fragmentos de conversaciones a nuestro alrededor:
"…sí, la cosecha de papas viene bien este año." "…¿viste a los nuevos que llegaron anoche?" "…hay que reparar esa sección de la barricada antes del anochecer." "…¿quién está de guardia en el sector tres hoy?"
Estas pequeñas frases, intercambiadas con naturalidad, le daban una extraña sensación de vida al pueblo, como si fuera una comunidad rural cualquiera, no un bastión en medio del fin del mundo.
Mientras caminábamos, noté una aglomeración de gente cerca de una de los muros. Me detuve. Había una fila sorprendentemente larga de personas. La mayoría tenía rostros cansados, marcados por el sufrimiento y la incertidumbre, y llevaban ropa rota, claramente supervivientes del exterior. Estaban custodiados por algunos hombres robustos con armas, con miradas serias y sin emoción.
"¿Quiénes son ellos?" pregunté, señalando la fila.
Evelyn siguió mi mirada. "Ah, son los nuevos" explicó. "Son sobrevivientes que lograron llegar hasta aquí. O que encontraron los exploradores. Tienen que pasar un tiempo en la zona de cuarentena".
"¿Cuarentena?" La palabra sonó extraña en este contexto, aunque tenía sentido en un mundo infestado.
"Sí. Es una de las reglas principales aquí". Su tono se volvió notablemente más serio, perdiendo cualquier rastro de dulzura. Era directa, casi dura. "Es para asegurarse de que no traen la infección, por supuesto. Pero también para detectar... algo peor. Pasan unas semanas aislados y bajo observación constante antes de que se les permita integrarse a la comunidad. Es por la seguridad de todos".
Tenía sentido, supongo. En un mundo donde los muertos vivientes acechaban en cada sombra, y donde los humanos a menudo resultaban ser peores monstruos que ellos, la precaución no era solo lógica, era vital. Pero la mirada en los rostros de la gente en esa fila… era una mezcla desgarradora de esperanza por haber llegado a un lugar seguro y desesperación por la incertidumbre de no saber qué pasaría con ellos, de estar bajo vigilancia constante. Me hizo sentir incómodo.
Continuamos nuestro tour. Evelyn me llevó hacia una parte del asentamiento que parecía mucho más fortificada que el resto, estratégicamente ubicada cerca de la entrada principal. Y entonces lo vi. No era una casa, ni un taller. Era una estructura de ladrillos, con barrotes de metal gruesos en las ventanas, inconfundible.
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Editado: 13.06.2025