El aire frío de la noche me golpeó con la fuerza de una bofetada al volver a la habitación asignada. Las palabras de Adolfo resonaban en mi cabeza, martilleando mis sienes con una insistencia brutal: Dos semanas. No meses. Llegaste con otros dos. La chica y la mujer. Están en la prisión. La versión de Evelyn, la historia de mi largo desmayo, de su abuelo arrastrándonos, se desmoronaba como un castillo de arena. Pueblo Z no era el paraíso que ella me había pintado, no del todo. Era un lugar con muros, sí, pero también con secretos. Y yo estaba justo en medio de ellos, ciego, con la memoria hecha trizas.
Me desplomé en la cama incómoda, con los ojos fijos en el techo oscuro. La frustración me quemaba por dentro. ¿Por qué mentirme? ¿Por qué Evelyn, la mujer que amaba, la que llevaba a nuestro hijo, me ocultaba algo tan fundamental? ¿Qué había pasado realmente en esas semanas que no recordaba? ¿Quiénes eran la chica morena y la mujer rubia? La prisión. Ellas estaban ahí. Ellas eran la clave para la verdad. Un nudo frío se apretó en mi estómago. Tenía que llegar a ellas. Tenía que entender.
Cerré los ojos, pero el sueño no llegaba. Mi mente era un torbellino. Me visualicé acercándome a la prisión, preguntando, exigiendo. Pero sabía que eso no serviría de nada. Las reglas de Pueblo Z eran claras, y los guardias, inflexibles. Si no querían que vieras algo, no lo veías. Si querían que te callaras, te callabas. Y si querían que estuvieras en prisión, te mandaban a la prisión. Y entonces, una idea, tan absurda como desesperada, empezó a formarse en mi cabeza. Una forma de entrar. Tenía que ser lo suficientemente grave para que me encerraran, pero no tan grave como para que me mataran. Necesitaba tiempo, no la muerte.
A la mañana siguiente, me levanté con el cuerpo aún pesado por el insomnio, pero con una determinación helada. Salí a mi turno de entrenamiento. La rutina era la misma: correr, cargar peso, aprender a usar las armas rudimentarias que nos daban. Los "héroe" y las burlas de los otros reclutas seguían ahí, vacías, sin efecto. Pero ahora, cada golpe, cada carrera, cada ejercicio, lo hacía con un nuevo propósito. Necesitaba estar fuerte, ágil. Necesitaba prepararme para lo que venía.
Después del entrenamiento, en lugar de ir a comer, me dirigí sigilosamente hacia la prisión. Los guardias estaban apostados en sus lugares, con las armas listas, sus miradas frías escaneando los alrededores. Los zombis encadenados gemían suavemente, sus cuerpos se balanceaban. Era una imagen repugnante. Me acerqué al muro, intentando parecer curioso, como si solo estuviera dando una vuelta.
“Hey, ¿qué tal?” dije a uno de los guardias, un tipo corpulento con una cicatriz sobre el ojo. Había una sonrisa que intentaba ser casual en mi cara.
Me miró sin expresión. “¿Qué quieres, ‘Héroe’?” Su voz era un gruñido.
“Solo… viendo cómo funciona esto”, respondí, señalando los zombis encadenados. “Son… impresionantes.”
Se cruzó de brazos, su rifle colgando suelto. “Son nuestro sistema de seguridad. ¿Algo que no entiendas?”
“No, claro que no”, dije, tratando de sonar sumiso. “Solo… me preguntaba si a veces, se puede hablar con la gente de adentro. Ya sabe, para… ver si necesitan algo. Ayudar, ¿no?”
El guardia soltó una risa seca, sin humor. “¿Ayudar? ¿Por qué querrías ‘ayudar’ a esa escoria, muchacho? Están ahí por una razón.” Su mirada se endureció. “Y para tu información, Sergio ya nos advirtió sobre ti. Dijo que eres de los que hacen demasiadas preguntas. Demasiado curioso para tu propio bien.”
Sentí un escalofrío. Sergio. El hombre que, según Adolfo, me trajo aquí. Me estaba vigilando. Me estaba advirtiendo.
“Nos dijo que si te veíamos husmeando, te mandáramos al demonio”, continuó el guardia, su voz ahora más baja, más amenazante. “Que si te pones terco, te enseñemos cómo funcionan las cosas aquí dentro. ¿Entiendes, Héroe?”
“Entendido”, respondí, sintiendo la rabia hervir en mi pecho. “Solo preguntaba. No hay problema.”
Me di la vuelta, sintiendo la mirada del guardia clavada en mi espalda. Mi plan de entrar por las buenas se había ido al carajo. Pero la advertencia, la mención de Sergio, solo confirmó mis sospechas. Estaban ocultando algo. Y yo tenía que saber qué.
La tarde se arrastró lentamente. Mi mente seguía girando en círculos. Necesitaba un nuevo plan. Un plan infalible.
Ya en la noche, de vuelta en mi habitación, la puerta se abrió y Evelyn entró. La luz de la lámpara apenas la iluminaba, pero su silueta, con el vientre abultado, era inconfundible. Se veía cansada, pero una extraña chispa brillaba en sus ojos.
“Ricardo”, dijo, y su voz sonaba… ¿emocionada?
“Evelyn”, respondí, el tono más neutral de lo que quería. La visión de su embarazo me golpeaba cada vez con una mezcla de ternura y la punzada de la verdad oculta.
Se sentó en el borde de la cama, mirándome con una sonrisa pequeña. “Tengo noticias. Mi abuelo… dice que el bebé podría nacer en una o dos semanas. Quizás menos. Estamos casi ahí.” Su mano se posó en su vientre, con una dulzura que me llegó al alma.
Mi corazón se aceleró. ¿Tan pronto? Eso cambiaba todo. El tiempo se nos agotaba.
“¿Una o dos semanas?” pregunté, sintiendo un nudo en la garganta. “Pero… ¿cómo estás tú? ¿Te sientes bien?”
“Cansada, pero bien”, respondió, asintiendo. “Pero no es solo eso. Mi abuelo también me dio esto para ti.” Sacó de su bolsillo una pequeña botella de píldoras blancas. Las agitó suavemente. “Dice que son para tu memoria. Para que recuerdes todo lo que pasó antes. Dice que te ayudarán a ‘organizar tus pensamientos’.”
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Editado: 17.06.2025