El tenue rayo de luz que se colaba por la rendija de la ventana me despertó. No recordaba haberme dormido, la verdad. Era como si el interruptor de mi mente se hubiera apagado de golpe y ahora se encendiera de nuevo, dejándome con esa sensación pegajosa de no saber bien dónde había estado. Me estiré en la cama, sintiendo la madera crujir bajo mi peso, y por un segundo, me permití el lujo de simplemente existir. Pueblo Z seguía en silencio, un silencio que era casi ensordecedor comparado con el caos de afuera. Aquí, en estas paredes de cemento y madera, la vida tenía un ritmo diferente, uno que aún no terminaba de entender del todo.
La puerta de mi habitación se abrió con un chirrido suave, anunciando su llegada. Era Evelyn. La vi entrar, su silueta dibujándose contra la poca luz del pasillo. Llevaba la misma túnica holgada de siempre, esa que intentaba sin éxito disimular su creciente vientre. Se movía con una lentitud que no le era natural, una gracia pesada que me recordaba una y otra vez su estado. Mi cuerpo, el mío, el maldito cuerpo que siempre reaccionaba a ella, sintió una punzada familiar. Era esa mezcla de deseo y de algo más… algo que me decía que esta mujer, mi Evelyn, era mi única ancla en este mundo de mierda pero también la que me mentia.
“Buenos días, dormilón,” dijo con una sonrisa pequeña, una que no llegaba del todo a sus ojos. Había algo en ellos, una sombra de cansancio, de preocupación, que no lograba ocultar del todo. Se acercó a la cama, y en su mano, vi la pequeña botella blanca. La misma que me había dado la noche anterior. Las píldoras. Mi estómago se apretó.
“Buenos días,” respondí, intentando sonar tan normal como pude. Mi voz, aunque ya no áspera, aún se sentía un poco ajena, como si no fuera del todo mía. “¿Qué tal dormiste?”
Evelyn se sentó a mi lado en el borde de la cama, el colchón cedió con un suspiro. “Como un tronco. El bebé no me deja dormir bien últimamente. Se mueve como si tuviera un club nocturno ahí dentro.” Intentó reír, pero el sonido se le quedó atorado en la garganta. La vi morderse el labio. Esa era su señal. Venía algo.
“Te traje tu píldora,” dijo, extendiéndome la botella. El plástico frío rozó mi piel. La tomé, sintiendo su peso insignificante en mi palma. Mi mente se aceleró. Anoche la había guardado. No me la había tomado. Y ahora, ahí estaba ella, recitándome de nuevo el guion.
“Gracias,” murmuré, sin mirarla a los ojos. Fingí descorcharla, con la misma torpeza de siempre, la mano temblándome un poco, pero no por nervios. Era pura actuación. Saqué una de las pastillas blancas, pequeña, inodora. La miré por un instante, pensando en la mentira que era.
“No te quedes viéndola como si fuera un bicho,” me reprendió con suavidad, pero con ese tono que usaba cuando quería que hiciera las cosas. “Mi abuelo dice que son importantes. Para tu memoria. Para que te recuperes del todo.”
Asentí. “Lo sé. Es que… son un poco amargas, ¿sabes?” Llevé la píldora a mi boca, con el pulgar presionándola sutilmente bajo mi lengua. Fingí tragar, el vaso de agua que había en la mesita a mi lado me ayudó a disimular. Un sorbo. Un trago ruidoso. Una pequeña tos para convencerla.
“¿Ya?” preguntó. Sus ojos, verdes como esmeraldas, se clavaron en los míos, buscando alguna señal, alguna confirmación. Era como si quisiera leer mi alma.
“Sí,” respondí, asintiendo con la cabeza. “Lista.” Sentí la píldora presionando mi mejilla, un pequeño secreto incómodo.
Evelyn exhaló, un suspiro largo y tembloroso, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Su cuerpo se relajó un poco. “Bien. Me alegra. Porque… bueno, no solo son para ti.”
Fruncí el ceño. Mi corazón dio un vuelco. ¿Para mí? ¿Cómo que no solo para mí? Intenté mantener mi expresión neutra.
“Yo también las tomo,” soltó, casi en un murmullo, su voz bajando un poco. Desvió la mirada hacia el suelo, como si la confesión le quemara los labios. “Mi abuelo me las dio apenas llegué aquí. Dice que son… para los lapsos. Para que mi cabeza esté más clara.”
Lapsos. La palabra resonó en mi cabeza. Lapsos. ¿Así le llamaba? ¿A borrar partes enteras de su vida?
“¿Lapsos?” pregunté, intentando que mi voz no sonara demasiado incisiva.
Ella asintió, aún sin mirarme directamente. “Sí. Ya sabes. A veces… se me va la onda. Recuerdo cosas, pero no todas. O como si faltaran pedazos. El abuelo dice que es por el trauma. Por todo lo que vivimos afuera. La plaga, el bombardeo… todo eso. Que mi mente está… protegiéndome. Bloqueando lo doloroso.”
Mi mente aceleró, conectando puntos. El hombre de la oficina. Sus palabras sobre el Doctor José y los “experimentos” con la sangre. Las “particularidades”. Evelyn siempre había evitado hablar de eso. ¿Y ahora esto? ¿Ella también las tomaba? ¿Cuánto tiempo?
“¿Desde cuándo las tomas?” pregunté, la voz un poco más baja.
Evelyn tardó un momento en responder. Se frotó los brazos, como si sintiera frío, aunque el cuarto ya empezaba a calentarse con el sol de la mañana. “Desde que llegamos aquí, Ricardo. Desde hace… como seis meses. Él me las da. Dice que me ayudan a mantener la estabilidad. A no volverme loca con todo esto.”
Seis meses. Seis malditos meses. Eso sí que cuadraba con el tiempo que, según Adolfo, Evelyn llevaba en Pueblo Z. Pero si ella llevaba seis meses, y yo solo dos semanas… ¿qué había pasado en esos cuatro meses restantes? ¿Dónde estuve yo? ¿Y por qué su memoria solo llegaba hasta la casa de su abuelo?
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Editado: 12.07.2025