Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 58

El sol apenas comenzaba a asomarse sobre los muros de Pueblo Z cuando Evelyn me guio hacia el edificio principal. El aire de la mañana era frío y limpio, un contraste curioso con el murmullo constante de actividad que ya se escuchaba en el asentamiento. La gente se movía con una eficiencia casi mecánica, cada uno en su tarea, bajo la mirada atenta de los guardias que patrullaban con sus rifles al hombro. Era un lugar que funcionaba, eso era innegable, pero la inquietud que sentía desde la noche anterior seguía ahí, un nudo apretado en mi estómago. Cada paso me recordaba la pastilla escondida, la conversación con Adolfo, la imagen de las mujeres en la prisión. Mi mente se había vuelto un campo de batalla de dudas y verdades a medias.

Evelyn, a mi lado, parecía ajena a mi tormenta interna. Caminaba con la lentitud que su embarazo le imponía, pero con una gracia que seguía siendo hipnótica. Su cabello, ahora corto, se movía suavemente con la brisa, y sus ojos verdes, aunque cansados, brillaban con una expectativa que me pareció casi infantil. Para ella, este lugar era un refugio, su abuelo un héroe, y las píldoras una bendición. Para mí, cada paso era un recordatorio de las verdades que se ocultaban bajo esa fachada de normalidad. Me preguntaba si ella realmente no sentía la discordancia, si su mente estaba tan hábilmente manipulada que no percibía las grietas en la historia que le habían implantado. O si simplemente había elegido creer para sobrevivir, para proteger su paz en este infierno. La idea de que ella también fuera una víctima, a su manera, me dolía más de lo que quería admitir.

"Aquí es," dijo Evelyn, deteniéndose en la entrada de un edificio que se alzaba un poco más, más robusto, más... importante que los demás. Su voz sonaba un poco más formal, como si este lugar exigiera una seriedad que no teníamos en nuestra habitación, donde sus risas picaronas y sus toques juguetones eran la norma. "¿No te parece impresionante? Es el centro de todo. Aquí es donde mi abuelo... donde el Doctor José, organiza y dirige todo lo de Pueblo Z." Su mirada se desvió un instante hacia los guardias cercanos, luego volvió a la mía con una pizca de disculpa. "Mi abuelo está adentro. Voy a esperarte aquí afuera. Hay algunas cosas que… que no podemos discutir enfrente de otros, ¿sabes? Detalles de su investigación, la seguridad del lugar… cosas así." Su voz era suave, casi una conspiración, y noté cómo sus hombros se tensaban un poco. "Él está muy ocupado, pero… ha hecho un espacio para ti. Es importante para él que entiendas. Confía en ti, Ricardo."

Asentí, intentando no mostrar mi creciente desconfianza. Las palabras de Adolfo, la píldora que no tomé, la imagen de las mujeres en la prisión… todo se mezclaba en un revoltijo que me hacía querer gritar. Pero no era el momento. No podía. Tenía que ser un actor. Tenía que jugar su juego. "Está bien, Evelyn. Nos vemos a la salida. Espero no tardar mucho." Intenté que mi voz sonara tranquila, normal, como si la idea de hablar con el Doctor José, el hombre que posiblemente había borrado y reescrito mi vida, no me estuviera carcomiendo por dentro.

Uno de los guardias, un hombre alto y delgado con una expresión tan aburrida como la pared, se acercó a nosotros. Su uniforme, aunque limpio, estaba gastado por el uso, y sus ojos, pequeños y hundidos, parecían haber visto demasiado. "Ricardo, ¿cierto?" preguntó, su voz plana, sin emoción, como si se dirigiera a un robot.

"Sí," respondí, intentando mantener la compostura, la rabia hirviéndome bajo la piel.

"Sígueme. El Doctor José lo está esperando." Hizo un gesto con la cabeza hacia el interior del edificio, una invitación más que una orden, pero con una autoridad innegable. Era el tipo de hombre que no levantaba la voz, pero al que sabías que tenías que obedecer. Su mera presencia imponía, un recordatorio silencioso de las reglas de Pueblo Z y de las consecuencias de romperlas.

Me giré hacia Evelyn, y ella me sonrió, una sonrisa pequeña y esperanzada, llena de la fe ciega que tenía en su abuelo. "Todo estará bien, Ricardo. Vas a ver. Él te explicará todo. Te quitará todas esas dudas que te he notado. Sabrás que él es la persona más inteligente y buena que hay en este mundo. Vas a ver cómo todo cobra sentido. Confía en él. Él te trajo aquí, te salvó. Confía." Sus palabras eran un bálsamo, un intento de consuelo, pero para mí sonaban vacías, distorsionadas por la verdad que ya me mordía por dentro.

Me tragué la rabia y el escepticismo. "Claro. Nos vemos." Mi voz apenas salió, áspera, pero no lo suficiente como para delatarme.

Seguí al soldado por un pasillo largo y angosto. Las paredes eran de concreto pulidas, frías y sin adornos. El silencio aquí era diferente al de afuera; era un silencio pesado, casi opresivo, roto solo por el eco de nuestros pasos y un zumbido constante que parecía venir del interior del edificio, como el de una maquinaria vieja trabajando sin descanso. Mis botas resonaban en el suelo, cada eco amplificando la tensión que me atenazaba el pecho. El aire, aunque limpio, se sentía denso, cargado con una anticipación que me ponía los nervios de punta. Era un lugar sin vida, sin calidez, diseñado para la funcionalidad y el control, no para el confort humano. Podía sentir el peso de los secretos en cada rincón, como si las paredes mismas estuvieran guardando verdades ocultas.

A medida que avanzábamos, el zumbido eléctrico se hizo más fuerte, un murmullo de voces que no lograba descifrar. Mi mente, aunque todavía fragmentada, empezaba a conectar los puntos. Experimentos. Sangre. Particularidades. Todo parecía apuntar a este lugar. La sensación de que estaba a punto de descubrir algo grande, algo que lo cambiaría todo, era casi abrumadora. Recordaba vagamente las palabras del hombre de la oficina, la forma en que su mirada se detuvo en mí cuando habló de "particularidades." ¿Qué era yo? ¿Qué me habían hecho? ¿Era mi cuerpo, mi sangre, la clave de todo esto?




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