El olor a metal oxidado y a humedad se había convertido en mi perfume personal durante los últimos ocho días. Ocho días de mentiras, de sonrisas forzadas después de aquel día que hable con él. Y de mantener la píldora de Don José escondida bajo la lengua. La guardaba en un pequeño agujero que había hecho en el colchón, bajo mi almohada, sintiendo su diminuta presencia como un recordatorio constante de la farsa en la que vivía. Cada mañana, Evelyn llegaba con su radiante y engañosa sonrisa, me daba la pastilla y me recordaba que era "para mi memoria", para "organizar mis pensamientos". Yo fingía tragarla, sintiendo el amargo sabor del engaño en la boca, pero por dentro, mi cerebro ya estaba demasiado organizado, demasiado lleno de verdades brutales que no me daban tregua. Era como si cada neurona se negara a olvidar lo que había visto, a ceder ante la manipulación, a bajar la guardia. La rabia me hervía en las venas, una rabia silenciosa y constante que solo crecía con cada día que pasaba, una rabia que me impulsaba a seguir adelante, a no rendirme, a encontrar la forma de romper esta cadena de mentiras.
Desde aquel día en la guardia, cuando Adolfo me reveló que mi estancia en Pueblo Z era mucho más corta de lo que Evelyn me había contado, y que no había llegado solo, sino con una chica asustada y una mujer golpeada que ahora estaban en la prisión, mi mente había sido un torbellino incesante. La conversación con el encargado de asignaciones, que me confirmó que Don José usaba la sangre de los supervivientes para sus "experimentos" y no solo para un banco de sangre, había sido el primer golpe, un escalofrío que me recorrió la espalda y se instaló en mis huesos. Después, el día que escuché a Don José y a Sergio discutiendo a través de la puerta metálica, todo se desmoronó. Sergio, el tipo que me trajo, revelando que él había entregado a esas dos mujeres, que yo era el "paciente cero", que mi peculiaridad, mi misma existencia, atraía a los muertos, y que Evelyn por su embarazo era un "recurso" valioso para ellos. La revelación de que Evelyn, la mujer que amaba, también era una pieza en su tablero, una víctima de su propio abuelo, me retorció las entrañas.
La rabia me había quemado por dentro desde entonces. Era una furia fría, constante, un veneno lento que se filtraba por mis venas, coloreando cada pensamiento. Tenía que fingir, sonreír, asentir con la cabeza, mientras cada palabra de Evelyn sobre lo "bueno" que era su abuelo y lo "seguro" que era Pueblo Z se sentía como una daga. Sus palabras ahora sonaban repetitivas, sin alma, sin realmente ser ella, sin propios pensamientos. Notaba la tensión en su cuerpo, el cansancio en sus ojos verdes, el peso de su vientre cada vez más abultado. Estaba en su límite, y yo… yo sabía que el mío también estaba cerca de reventar. La idea de un hijo en este infierno, con estas personas manipuladoras al acecho, me llenaba de una ansiedad que apenas podía contener. Cada noche, me preguntaba cómo iba a protegerlos a todos, cómo iba a sacarlos de esta trampa sin que nadie más saliera herido, o peor aún, muerto. El peso de esa responsabilidad era casi tan abrumador como el dolor de las verdades que ahora conocía.
Me encontraba con Adolfo cada vez que podía, en los turnos de guardia más solitarios, bajo el manto protector de la noche. Él era mi única conexión con la realidad, el único en quien podía confiar. La primera noche que le conté todo, lo hice con una voz baja, apenas un susurro que se perdía en el viento que aullaba sobre los muros de Pueblo Z. Le hablé de todo, le revele toda la verdad, le hable desde los documentos clasificados, del video del Proyecto Zeta, de cómo Evelyn y yo éramos "sujetos experimentales", simples ratas de laboratorio en una jaula de cemento. Le conté cómo Don José no era el abuelo protector que Evelyn creía, sino un doctor que nos había manipulado la memoria, reescribiendo nuestras vidas a su antojo. Y le revelé sobre la chica joven y la mujer rubia, que eran Alma y Ruby, cómo las tenían encerradas, usadas como moneda de cambio entre monstruos. La verdad se derramó de mis labios como un río desbordado, cada palabra cargada con el peso de la traición y la desesperación que había estado conteniendo. Adolfo escuchaba, sus ojos fijos en la distancia, sin una sola interrupción, como si cada una de mis palabras fuera una pieza más de un rompecabezas macabro que él también había estado tratando de armar.
―Mierda, Ricardo― había murmurado finalmente, su voz áspera, cargada de una rabia contenida que yo mismo sentía. Sus piercings brillaban tenuemente bajo la luz de la luna, y su rostro, usualmente impasible, mostraba una mezcla de shock y dolor. ―Mierda. Siempre supe que este lugar era raro, que Don José era un cabrón con delirios de grandeza, un tipo que se creía un dios, pero… ¿esto? ¿Manipular vidas así? ¿Jugar con la gente como si fueran títeres? ¿Y la sangre… ¡la maldita sangre que nos sacan cada mes! Ahora entiendo por qué siempre parece que están ocultando algo, por qué nadie habla claro. Su voz se apagó, dejando el peso de sus palabras flotando en el aire frío de la noche, una verdad amarga que ambos compartíamos. Se frotó la nuca con la mano libre, sus músculos tensos.
―¿Sabes? Cuando el mundo se fue a la mierda, yo estaba con mi hermana pequeña…Lucia― me confesó Adolfo en ese momento, su voz apenas un hilo, casi ahogada por el remordimiento. Sus ojos, aunque sombríos, me miraron con una sinceridad que me partió el alma. ―Éramos solo nosotros tres. Tratando de sobrevivir. Hasta que un día una horda hizo que nuestra madre… se convirtiera. Mi hermana… se asustó. Lloró. Yo… intenté calmarla. Pero esa maldita horda era enorme y con todo tipo de esos muertos, niños, atléticos, gordos. Bestias. Querían… querían llegar a nosotros. Y yo… yo no pude. No pude protegerla. La vi… la vi como… como una salida. Y lo que hice para salvarme…― Su voz se quebró, y desvió la mirada, sus ojos perforados fijos en el suelo de tierra. ―Tuve que… tuve que hacer algo terrible, Ricardo. Algo que me perseguirá hasta la tumba. No fue una elección. Fue… instinto, en su forma más culera. O ella, o yo, o los dos. Y mi cuerpo… mi cuerpo reaccionó sin esperar a que lo pensara. Y lo peor es que no me arrepiento de haber sobrevivido, pero la forma en que lo hice… la forma en que la perdí… eso me ha podrido por dentro. Los vi amontonarse sobre de ella. Escuche sus huesos romper y sus gritos de ella gritando mi nombre. Gritando el nombre de nuestra madre. Fue… sádico. Y lo único que pude hacer fue correr con lágrimas en los ojos. Con el dolor en el corazón. Después de eso… me volví… diferente. Más frío. Busque como sentirme mejor pero no lo he logrado y creo que por eso estoy aquí. Para redimirme. Necesito proteger a los que no pueden. Necesito… sanar lo que rompí.
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Editado: 12.07.2025