El rugido del caos externo se había vuelto el metrónomo de nuestra perdición. Las alarmas de Pueblo Z chillaban, un lamento agudo que taladraba los huesos y se mezclaba con los gruñidos guturales de los muertos, cada vez más cerca, más enfurecidos. Era una sinfonía macabra, el preludio de un infierno que ya no estaba “ahí afuera”, sino que se colaba por cada rendija, cada grieta de nuestra supuesta seguridad. El aire, antes viciado por el encierro, ahora traía el hedor metálico de la pólvora, el acre perfume del miedo, y un dulzón, repugnante tufo a carne podrida que se anclaba en mi garganta, haciendo que cada respiración fuera una batalla contra las arcadas.
Adolfo, a unos metros de mí, era una imagen de derrota. Y de resistencia. Sus manos, atadas a la espalda con un cable que le cortaba la piel, se veían de un blanco pálido y sangrante, mientras los restos de sus piercings arrancados dejaban surcos de carmesí en su rostro antes indomable. Su boca, sellada por una mordaza improvisada, apenas podía contener un temblor furioso en la mandíbula. Estaba caído, sí, como un guerrero vencido en la arena, pero la llama en sus ojos, aunque rodeada por la desesperación, ardía con una intensidad que negaba la rendición. Podía sentir su rabia, el eco de su frustración, casi como si fuera la mía propia.
Y luego Evelyn. La mujer que amaba, que llevaba a mi hijo, que creía que estaba a salvo en esta jaula dorada. Estaba en el suelo. No de rodillas, sino tirada, su cuerpo una masa retorcida de dolor y pánico. La túnica, antes suave y envolvente, ahora se pegaba a su piel por el sudor y un líquido cálido y húmedo que se extendía bajo ella: su fuente se había roto. Su vientre, inmensamente abultado, se contraía en espasmos violentos que le arrancaban gemidos y gritos desgarradores, cada uno una puñalada directa a mi propio pecho. Sus manos, pálidas y temblorosas, se aferraban a su vientre, como si intentara contener la vida que pugnaba por salir, o quizás, el horror que se desataba a su alrededor. Sus ojos, los mismos ojos verdes que antes reflejaban picardía, ahora estaban desorbitados por el terror, y sus labios, antes suaves y juguetones, se contorsionaban en una mueca de agonía.
Don José. El maldito. La encarnación de la mentira y la manipulación. Se acercaba a Evelyn con una calma que me helaba la sangre, una frialdad clínica que era más aterradora que cualquier grito. Su bata blanca, impoluta, inmaculada, contrastaba de forma obscena con la sangre y el lodo que ahora empezaban a salpicar el suelo. Su voz, esa voz que había alternado entre la calidez paternal y la crueldad científica, ahora se había decantado por la primera, un tono meloso, engañoso, que me revolvió el estómago: “Calma, Evelyn, todo saldrá bien, respira y cálmate, debes aguantar”.
Pero Evelyn no era estúpida. Sus recuerdos, como un torrente furioso, habían quebrado la presa de la manipulación, de las pastillas. La verdad, brutal y sin adornos, la golpeaba con cada contracción. “¡Déjame, maldito monstruo! ¡Recordé todo, lo recordé! ¡Cómo pudiste hacernos esto, cómo!” Sus palabras eran puñales, no solo dirigidos a él, sino al universo entero que había conspirado para destrozarla. El dolor físico del parto se mezclaba con la agonía de una traición insondable. Su voz, rota por el llanto y el esfuerzo, resonaba con la rabia de una fiera acorralada. Sus ojos, inyectados de sangre y lágrimas, buscaban los míos, una súplica silenciosa que me quemaba el alma.
Y yo… yo seguía ahí. Anclado. Paralizado.
Era como si una fuerza invisible, una cuerda irrompible, me sujetara al suelo. Mi cuerpo no respondía. Mis músculos, que momentos antes habían vibrado con la urgencia de un plan, ahora estaban rígidos, inútiles. Era la misma sensación que había notado cuando estaba cerca de Evelyn en momentos de extrema conmoción o estrés. Una desconexión brutal entre la mente y el cuerpo. Un efecto secundario más del maldito Gel Z. El Proyecto Zeta.
Don José, indiferente a las palabras de Evelyn, a su dolor, a la verdad que escupía, continuaba con su monólogo. Se inclinó, su rostro sereno, casi beatífico, se acercó al vientre abultado de Evelyn, acariciándolo con una repulsiva ternura. Su voz, ahora un susurro íntimo, pero lo suficientemente alto para que yo y Adolfo lo escucháramos, se dirigía al bebé: “Tú eres mi mayor creación. Yo le dije a ese estúpido de Salazar que dejarlos juntos era buena idea, que el idiota de Ricardo y esta estúpida no se aguantarían las malditas ganas y te tendrían y mira, jamás me equivoco, tú serás la arma y la salvación perfecta, solo debemos esperar y podremos sacarte de este sucio cascarón”.
El aire se volvió más denso, más irrespirable. La náusea me subió por la garganta, un sabor amargo a bilis y mentiras. Este cabrón. Hablando de mi hijo como una herramienta, un arma, una creación de laboratorio. Y la Evelyn que yo conocía, la que me había dicho que éramos "insaciables", que quería que "vivamos al máximo", que nuestras interacciones íntimas eran un escape del apocalipsis… todo había sido planificado. Una parte de un experimento. Mi propia vida, mi relación, mi amor, todo era un puto cálculo.
La rabia, fría y densa, empezó a hervirme en las venas. Pero seguía inmóvil. Atrapado. La frustración era una garra invisible apretándome el pecho. Mi vista captó el temblor en las manos de Evelyn, el sudor que le perlaba la frente, el brillo húmedo de sus ojos. Pensaba en Alma, en Ruby, en Sergio y sus hombres acechando afuera, en los zombis que se amontonaban contra los muros de Pueblo Z, una marea de carne podrida y gruñidos hambrientos. Quería gritar, quería arrastrarme, quería hacer algo. Pero mi cuerpo, ese maldito cuerpo que se curaba tan rápido, que reaccionaba al Gel Z, ahora me traicionaba de la forma más cruel: me convertía en un espectador pasivo de mi propia pesadilla.
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Editado: 12.07.2025