El tiempo, siempre un tirano cruel en este mundo desquiciado, ahora se había convertido en mi peor enemigo. Cada segundo era una astilla, cada latido un recordatorio de Evelyn y el bebé, de Alma y Ruby atrapadas en ese infierno de cemento y secretos. Corrí. Corrí con la desesperación de un animal acorralado, el aliento quemándome la garganta, mis pulmones ardiendo como si respirara brasas. El sonido de la batalla a lo lejos, el rugido de los motores y los disparos, era un metrónomo salvaje que me empujaba. Pero más cerca, el coro nauseabundo de los muertos. Sus gruñidos, sus pasos arrastrados, el chasquido húmedo de sus mandíbulas, todo se amplificaba, resonando en mi cabeza como una banda sonora macabra. Era mi "particularidad", lo sabía. Mi maldita sangre, mi esencia alterada por el Gel Z, actuando como un faro para la putrefacción, un imán para la muerte. Me sentía como un cebo viviente. Un maldito y repugnante cebo.
El aire era una bofetada helada y pútrida. Una mezcla de polvo levantado, la humedad de la tierra revuelta por las pisadas, el hedor metálico de la sangre que ya empezaba a impregnarlo todo, y ese dulzor enfermizo de la carne en descomposición, tan característico de los zombis. Mi nariz, aunque acostumbrada, se contraía con asco. A veces, un rastro más agudo de humo quemado se colaba, un indicio de algún incendio lejano, otra vida consumida por el caos. Los edificios a mi alrededor eran esqueletos rotos, sus ventanas vacías como cuencas de ojos ciegos, reflejando la pálida luz de las explosiones intermitentes que sacudían el cielo gris. Cada sombra era una amenaza potencial, cada esquina un juego de azar con la muerte.
Había encontrado un machete tirado, medio enterrado en el fango, junto al cadáver de un guardia al que le habían arrancado las entrañas. La empuñadura era pegajosa de sangre y tierra. Lo cargué con manos temblorosas pero firmes, sintiendo el frío del metal contra mi piel. Los días de entrenamiento en este maldito pueblo, no habían sido en vano. Mi cuerpo, fortalecido de forma antinatural por el Gel Z, se movía con una eficiencia brutal que antes no poseía. Empecé a abrirme paso, el filo desgarró la carne podrida de un zombi atlético, su cuerpo se desplomó con un chasquido húmedo. Otro. Otro más. Mi vida, y las de ellos, dependían de mi brutalidad.
Los pasillos interiores de Pueblo Z eran un laberinto de concreto y sombras. Apenas iluminados por las luces de emergencia que parpadeaban en un rojo intermitente, creaban un ambiente macabro, irreal. El olor a desinfectante se mezclaba ahora con el de la pólvora y el fétido aroma de los zombis que se abrían paso a través de las brechas en los muros. Mientras avanzaba, el caos se intensificaba. Escuché gritos. No de zombis. Gritos humanos. Voces de terror, suplicas ahogadas por la furia de los hombres de Sergio. Me detuve un instante, escondido detrás de una pila de escombros, y me asomé.
Lo que vi me heló la sangre. Un grupo de los hombres de Sergio, siluetas brutales bajo la luz parpadeante, estaban acorralando a un grupo de civiles. Mujeres, ancianos, incluso un niño. No les disparaban para matar. Los golpeaban. Los humillaban. Uno de los hombres, un tipo corpulento con una risa gutural, arrastraba a una niña pequeña, quizás de unos diez años, por el cabello. La niña sollozaba, sus pequeñas piernas raspando el suelo. “¡Mira qué tenemos aquí, un juguete nuevo para el jefe!” gritó, su voz cargada de un sadismo repugnante. La arrastró hacia una camioneta blindada, mientras los otros reían y disparaban al aire, celebrando su brutalidad. Mi sangre hirvió. La rabia, esa furia fría que se había convertido en mi compañera, se encendió con una intensidad que casi me cegó. Quería desgarrarlos. Quería romperles el cuello a todos. Pero no podía. Aún no. No sin poner en riesgo la misión. No sin Alma. No sin Evelyn. Me obligué a tragar la bilis, a desviar la mirada, a concentrarme en mi objetivo. La impotencia me carcomía.
Los mapas mentales que Adolfo había dibujado en la tierra, ahora se materializaban en mi mente, cada giro, cada pasillo, cada punto ciego. El zumbido lejano de la electricidad, el crepitar de las paredes al ser golpeadas por los muertos, todo se sentía ahora como un telón de fondo para la misión. Llegué a una puerta de servicio, un acceso que Adolfo había marcado como “posible punto de entrada”. Era de metal, pintada de un color verde pastel que ahora estaba descolorido y manchado. Las ráfagas de alguna escopeta la habían destrozado, abriendo un agujero brutal en la pared. Salté a través de la abertura, sintiendo el metal astillado raspar mi piel, el olor a óxido y suciedad invadiendo mis fosas nasales.
El interior de la prisión era un eco de lo que acababa de vivir. Oscuridad. Humedad. Un aire denso y pesado, cargado con el hedor de cuerpos encerrados por demasiado tiempo. El olor a sudor rancio, a orina y a algo indefinible, a desesperación. Avancé por los pasillos estrechos, mis botas resonando en el concreto, mis pasos rápidos, calculados. De repente, una voz. La reconocí al instante. Áspera. Rasposa. Cargada de una malicia que me revolvió el estómago. Sergio.
—Pero vaya que son idiotas, parece que estar encerradas solo les hizo que su maldito cerebro se encogiera, y más tú, mi pequeña… —su voz se arrastraba, empalagosa, asquerosa— en verdad creían que podían escapar de este lugar o de mí. Mi niña, por más que me veas así, eso no te soltará. Y tú, rubia, parece que lo único bueno que tienes son esas malditas tetas. ¿Cuántas veces debo golpear ese rostro tuyo, eh?
Después escuché cómo otros se reían de esas palabras, una risa áspera, sin humor, que me revolvió el estómago, un sonido que me daba asco. Era la voz de Sergio, el padrastro de Alma, el monstruo que había llevado el infierno a la cabaña, el mismo que había entregado a Alma y a Ruby a Don José. El mismo que quería venganza, y ahora la estaba saboreando.
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Editado: 12.07.2025