Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 62

El rugido del caos de Pueblo Z se atenuaba a nuestras espaldas, transformándose en un eco distante de disparos y gruñidos que el viento helado arrastraba, como un réquiem macabro por el infierno que dejábamos atrás. Cada bocanada de aire era un tormento para mis pulmones ardientes, que se quejaban con cada inhalación, quemándome desde la tráquea hasta las costillas. Llevaba a Evelyn en mis brazos, su peso —que en otro contexto habría sido una delicia— ahora era una carga brutal para mis músculos desgarrados y mi cuerpo al límite. Sentía el temblor de sus contracciones contra mi pecho, cada una un eco de su dolor que me atravesaba el alma. Sus gemidos, ahogados, eran un mantra de desesperación que me taladraba los oídos, rompiéndome por dentro.

"Vamos, vamos, ¡casi llegamos!", la voz de Adolfo se escuchaba delante, más allá de la oscuridad que nos envolvía. Sus pasos resonaban con una urgencia que no dejaba lugar a dudas, mientras Alma y Ruby corrían a su lado, sus siluetas apenas perceptibles en la penumbra. El asfalto bajo mis botas estaba destrozado, lleno de escombros, cristales rotos que crujían con cada pisada, y el hedor dulzón y metálico de la sangre seca se mezclaba con el polvo, creando una atmósfera asfixiante que me hacía querer vomitar. Mis propios pasos eran pesados, arrastrados, cada zancada una lucha contra el agotamiento que me consumía. El hoyo en mi estómago ardía, un fuego invisible que crecía con cada movimiento, y la sangre, caliente y pegajosa, se escurría bajo mi playera, empapándome la piel.

De repente, Adolfo se detuvo, su voz un susurro ronco que resonó en la quietud de la noche. "¡Aquí! ¡Es aquí!"

Ante nosotros, una pequeña casa se alzaba, una silueta sombría contra el cielo opaco. No era una mansión, ni un búnker de lujo, pero en este mundo en ruinas, era un santuario. La puerta de madera, aunque vieja, parecía sólida, y las ventanas, aunque cubiertas de mugre, insinuaban un interior protegido. Adolfo se apresuró a abrir, el chirrido de las bisagras rompiendo el silencio como un grito. El interior olía a humedad, a madera vieja y a algo más tenue, algo parecido a la tierra mojada, pero con una capa de polvo rancio que se colaba por mis fosas nasales.

Entramos con una mezcla de desesperación y alivio. La luz en el interior era escasa, apenas unas lámparas de aceite titilando en la oscuridad, proyectando sombras danzantes en las paredes desnudas. Había una cama improvisada en una esquina, un colchón delgado sobre unas tablas, y junto a ella, una caja de provisiones y un montón de telas sucias. Adolfo se movió con una agilidad sorprendente, a pesar de las heridas en su rostro, su mandíbula tensa por el esfuerzo.

"Es lo mejor que pude conseguir, Ricardo", murmuró, su voz cargada de agotamiento mientras me ayudaba a depositar a Evelyn con cuidado en la cama. El colchón improvisado cedió bajo su peso, y ella gimió, sus manos aferrándose a su vientre con una fuerza desesperada.

Evelyn, pálida como un fantasma, se retorcía de dolor. Sus ojos, antes llenos de fuego y determinación, ahora estaban desorbitados por el miedo, y su respiración era una serie de jadeos entrecortados que me rompían el corazón. "No puedo más, Ricardo… el bebé… ya viene… está empujando…", siseó entre dientes, sus palabras casi ahogadas por un nuevo espasmo de dolor que la arqueó.

Alma, que hasta ese momento había permanecido en un estado de shock silencioso, reaccionó de golpe. Sus ojos, grandes y cafés, se llenaron de lágrimas, pero una determinación feroz se encendió en ellos. Se acercó a Evelyn, sus manos pequeñas y temblorosas buscando las de mi novia.

"Evelyn…", su voz era un hilo, una súplica, pero cargada de una sinceridad que me conmovió. "Haré lo mejor que pueda por traer a tu bebé aquí con nosotros. Lo juro."

La mirada de Evelyn, que había estado perdida en el dolor, se fijó en Alma. Por un instante, la vieja hostilidad, los celos, todo se desvaneció. Solo quedó un atisbo de gratitud, un reconocimiento mudo de la promesa que Alma le hacía. Apretó la mano de Alma con una fuerza sorprendente, y un grito desgarrador escapó de sus labios.

Alma, con el rostro bañado en lágrimas, pero con una extraña calma, asintió y se arrodilló junto a Evelyn, sus manos moviéndose con una habilidad sorprendente. No sabía de dónde había sacado ese conocimiento, quizás de Josefina, la enfermera en la cabaña, o de alguna experiencia previa que su mente había bloqueado, pero la vi tomar el control. Ordenó a Adolfo que buscara agua, toallas, lo que encontrara. Adolfo se movió sin chistar, su rostro una máscara de preocupación y eficiencia.

Ruby, con su expresión endurecida, tomó su posición en la puerta de la pequeña casa, su machete en mano. Sus ojos, oscuros y vigilantes, escanearon la oscuridad más allá de la entrada. El ruido de los gritos de Evelyn, aunque amortiguados por las paredes, podía atraer a los muertos o, peor aún, a los hombres de Sergio. Ella lo sabía. Su postura era la de una fiera acorralada, lista para proteger la vida que se abría paso en el interior.

Me desplomé en una silla vieja y desvencijada, sintiendo el metal crujir bajo mi peso. La visión empezaba a nublárseme, los bordes de la habitación se volvían difusos, como si el mundo se estuviera disolviendo en una acuarela oscura. Llevé una mano a mi pecho y sentí el hoyo, la sangre empapando mi playera, la humedad pegajosa contra mi piel. Sabía que estaba en el límite, que mi cuerpo, ese maldito experimento andante, estaba a punto de rendirse. Pero no podía. No sin ver a mi hijo.

"¡Evelyn, empuja! ¡Más fuerte!", la voz de Alma, teñida de pánico, pero también de una autoridad incipiente, resonaba en la habitación. Evelyn gritaba, su cuerpo se arqueaba, sus músculos se tensaban con cada contracción. Los sonidos de su dolor llenaban el espacio, un grito primario que no era de este mundo.




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