Hace una órbita (veinticinco años terrestres) en el planeta Mikadea.
Parece que el atardecer a duras penas ha logrado colarse entre las altas y translúcidas ventanas que adornan el salón de estudio del palacio; es ahora cuando el frío se hace sentir con más fuerza y por tal razón disfruto de la calidez que emana de una taza de té. La habitación está inundada por completo con un suave aroma a clorofila fermentada y a frescas esencias florales, y sobre un acolchonado sillón disfruto de un sorbo mientras observo cómo juegan aquellos tres preciados niños que están bajo mi cuidado.
Uno de esos niños es Kiharu: el hijo mayor del rey de Mikadea. El pequeño se pone de puntillas frente a uno de los estantes que están incrustados en la pared y revisa varias tabletas electrónicas de contenido infantil.
—¡Miren, vengan a ver! —dice Kiharu luego de abrir una de las tabletas—. En esta tableta se puede ver nuestro planeta dibujado en 3D.
Un holograma se levanta frente al asombrado e iluminado rostro de Kiharu, mostrando intenciones de compartir la ilustración con su hermano, quien es el príncipe heredero al trono y tiene por nombre: Handul. Con una actitud altanera, Handul se dirige hacia donde está Kiharu.
—Claro que no lo es, Kiharu. Mikadea es rojizo, y ese planeta es como amarillento. ¡Ese planeta es el gigante Vezto! —exclama Handul, alzando las manos con entusiasmo.
Handul nunca pierde la oportunidad para corregir o, por lo menos, contradecir a su hermano mayor; es más frío y temperamental.
Estos dos niños no suelen jugar solos, siempre están acompañados de una hermosa niña, portadora de unas llamativas pupilas doradas que, como cualquier mikadeano, centellean polvos de estrella por todo el iris; les hablo de mi única hija: Ashtaria.
—Pero ¿qué es lo que dicen esas letras, mami? —me pregunta la pequeña.
Los tres niños fijan sus ojos en los míos y aprovecho para llamarlos haciendo señas con mi mano. Como los niños obedientes que son, vienen a mí de inmediato, trotando y produciendo un rechinar sobre los maderos que conforman el suelo.
Kiharu se detiene frente a mí, estira sus pequeños brazos para entregarme la tableta de ilustraciones 3D y luego se sienta en el suelo, justo a un lado de los otros dos niños quienes esperan callados y con rostros impacientes el inicio de mi lectura.
Al activar la tableta, un sistema holográfico se suspende sobre el aire, pequeñas imágenes se proyectan con hermosos y brillantes colores para representar nuestro sistema planetario.
—Mikadea, aquel planeta que hace seiscientos millones de órbitas se dejó fertilizar con la semilla de la vida, iniciando su etapa evolutiva bajo enormes capas de hielo, entre aguas heladas y en la precisa lejanía de una estrella joven. Estos fueron los cimientos de nuestro hogar, nuestro planeta Mikadea, que hace doscientos millones de órbitas después derritió sus hielos y calentó sus suelos producto de aquella estrella que había dejado de ser joven, todo para convertirse en una rebelde y gigante estrella roja.
—¡Wow, esa es nuestra estrella! —Kiharu se sorprende al ver cómo aparece proyectada nuestra estrella—, ¡es la gigante roja!
—¡Ya cállate, Kiharu! —Handul regaña a su hermano y luego me asiente para que continúe leyendo.
—Así fue como la zona habitable nos alcanzó y nos permitió salir de las aguas para aprender y adoptar una nueva forma de vida. Salimos a explorar nuestro nuevo y cálido mundo, arrastramos nuestros pechos sobre el suelo, amamos el calor y crecimos bajo el cielo y las estrellas. No importaba que solo fuéramos unas pequeñas e indefensas criaturas, este planeta nos forzó a evolucionar entre calamidades atmosféricas y accidentes cósmicos, este planeta nos formó como seres fuertes e inteligentes.
—Mami, no entiendo algo.
—¿Qué, corazón?
—¿Seiscientas órbitas es mucho tiempo?
—Una órbita equivale a dos mil quinientos eclipses con Luham —Kiharu es tan inteligente como su hermano, incluso, lo dice mostrando un rostro intelectualmente chistoso—, si se multiplica eso por seiscientos, saldrá una cifra enorme —añade con énfasis en la palabra «enorme».
—Entendido, Kiharu. Gracias por la explicación... Bueno, ¿seguimos?
—¡Sí! —responden los tres al unísono, y prosigo con la lectura.
—Ahora somos producto de esa fortaleza de miles de civilizaciones que han tratado de sobrevivir a un destino…
Mi lectura se ve abruptamente interrumpida por el agudo estruendo que produce el quiebre de los ventanales. Cientos de diminutas partículas de vidrio se esparcen frente al resplandor del azafranado atardecer, mientras en medio del caos, dos figuras extrañas irrumpen en la sala. Su aspecto es desconcertante: seres perfectamente erguidos, con rostros grotescos acentuados por cuencas oscuras y pequeños ojos completamente negros. Altos y corpulentos, su piel escamosa de tonalidades verdosas brilla bajo la luz del atardecer, revelando una raza nunca antes vista en Mikadea.
—¡Mami! —El grito aterrado de mi pequeña resuena y alerta mis sentidos.
Me levanto del sillón con la mayor brevedad posible, y con una valentía que desconocía tener, me coloco frente a los niños dispuesta a intentar cualquier cosa para protegerlos.
—Corran bajo el escritorio —les digo suavemente para no sonar asustada.
Los niños obedecen de inmediato, corren y se escudan bajo el grueso madero del escritorio. Puedo escuchar sus reprimidos llantos, fluyendo en un angustiado y tembloroso timbre de voz... No hace falta ver sus lágrimas para sentirme fuerte, no hace falta ser parte de la élite ni de la fuerza armada para convertirme en una heroína, solo soy una simple ciudadana que intentará convertirse en la mujer valiente que estos niños necesitan.
Los intrusos adoptan una postura amenazante, frunciendo el ceño con un aire malévolo que resalta el abismo vacío que caracteriza sus ojos. Dan el primer paso, inclinándose hacia adelante, y comienzan a correr hacia mí con una velocidad impresionante. Sus brazos metamorfoseados se transforman en peligrosos punzones. Rápidamente, mis manos se aferran a dos sables que descansaban sobre la pared, empuñándolos con firmeza mientras me preparo para el enfrentamiento.