Las coordenadas me guían hacia el lado oscuro de Tiakam. Al cruzar la atmósfera del planeta, me sumerjo en la oscuridad de la noche. A mi alrededor, los relámpagos cruzan las nubes y la brisa hace danzar la lluvia de un lado a otro. El clima no es el mejor, pero eso no me detiene en mi búsqueda. Encontraré a Neefar, aunque me enfrente a la peor tormenta. Desde esta distancia, ya debería sentir la atracción de su presencia, pero no lo hago. Eso significa que ella ha fallecido.
«El corazón aprieta con fuerza al saber que ya no estás viva, y eso me da coraje, porque sé cuánto duele alcanzar la muerte».
Bajo la nave, se extiende un mar interminable, inundando todo lo que alguna vez caminé. Mientras sobrevuelo el desolador paisaje, veo cómo el agua regresa lentamente a los niveles anteriores en el océano. En el horizonte, las luces coloridas de las naves mikadeanas adornan la noche, transitando con faros blancos sobre el mar. Esa flotilla está liderada por Kimku, así que activo el sistema de transmisión de la nave y me pongo en contacto con él.
—Kimku, ya puedo verlos. Estoy en camino.
—Kiharu, ¿puedes ir con un grupo de mikadeanos a explorar los ríos a cinco kilómetros de aquí? Tengo a varios buscando por las desembocaduras.
—Sí, es una buena idea.
—Es probable que el cuerpo de Neefar haya sido arrastrado hasta alguna de esas zonas. Tenemos que buscar incluso en los puntos donde pudo haber llegado la corriente del tsunami.
—Claro, no dejaremos ningún lugar sin explorar.
Kimku me envía las coordenadas y doy la orden a la nave para seguir la ruta indicada. Las altas velocidades de la nave me permiten llegar en menos de un minuto a la desembocadura de un amplio río, también azotado por la tormenta. Activo el portal de evacuación y la cilíndrica luz cian se despliega bajo la nave. Me posiciono sobre el portal y me teletransporto al exterior. Mis pies caen en un blando fango y mi cuerpo se empapa con la lluvia. La brisa de la noche, fría y persistente, hace que la exploración sea aún más dura y fatigante.
De repente, cuatro naves mikadeanas se posicionan sobre mi cabeza. Estos soldados se unirán a la expedición bajo mi mando. Los portales de evacuación se encienden y las naves quedan suspendidas en el aire.
—Señor Kiharu, exploraremos bajo sus órdenes —dice uno de los soldados.
—Bien, nos separaremos para encontrarla más rápido —los cuatro soldados observan el entorno con miradas poco entusiastas; no les agrada la idea de recorrer el bosque solos—. El bosque es peligroso debido a los seres salvajes que lo habitan, pero no tenemos otra opción ni tiempo. Vayamos con cuidado y mantengámonos en contacto, ¿entendido?
—Entendido, señor —responden todos.
—Ustedes dos, adéntrense más en el centro del río. Los otros se quedarán conmigo para iniciar la búsqueda desde la desembocadura.
—¡Sí, señor!
Los dos soldados activan las zonas de abducción de sus naves, y estas proyectan el cilindro de luz cian que ilumina el suelo bajo ellos. Se posicionan directamente en el centro del haz y, en un instante, son transportados con precisión hacia el interior de las naves. No pierden ni un segundo una vez a bordo; las naves arrancan a toda velocidad, adentrándose en el espeso bosque con una maniobra ágil, sorteando las copas de los árboles.
—Soldado, necesito que explores toda la orilla del mar —ordeno a la soldado que tengo a mi lado. Luego busco al otro que nos acompaña—, tú recorrerás la orilla derecha del río. Yo buscaré en el lado izquierdo.
—¡Entendido!
El satélite se alza en el cielo nocturno, en medio de una tormenta que parece no querer cesar. Han pasado varias horas desde que empecé a recorrer la orilla del río y aún no encuentro rastros de Neefar. El tiempo avanza, dejando ansias y estrés en su paso. Desquito mi impotencia cortando cada maleza, rama o arbusto que se cruza en mi camino, y a medida que avanzo, la tristeza se asienta en mi garganta.
Tengo que encontrarla. No puedo fallarle.
Vuelvo a recordar sus palabras aquella tarde en el extraño restaurante:
«Si llego a morir en algún momento, vas a revivirme y nadie deberá enterarse, ese será nuestro secreto». Tras proponer tal acuerdo, ella me sonrió bajo la dorada luz de la gigante roja. Hacerla feliz fue tan hermoso que me sumergió en el mar del amor, y desde entonces he estado inmerso en él.
Oh, Neefar… Te extraño tanto…
Sigo caminando bajo la lluvia, por la orilla y en la parte alta de un mediano barranco que bordea el río, desesperado y con lágrimas que amenazan con salir de mis ojos. Con cada paso, repito una y otra vez en mi mente: «no voy a rendirme», «tengo que encontrarla». Pero… ¿y si ella no aparece? ¿Podría mi corazón aceptar esa realidad? No lo creo.
De repente, algo en la parte baja del barranco capta mi atención. A lo lejos, sobre un lecho de rocas ovaladas, algo brilla con intensidad. El satélite refleja un destello metálico o cristalino que me hipnotiza. Mis pies parecen cobrar vida propia; corro entre la maleza y salpico charcos de lodo, mientras bajo la inclinada ladera con la urgencia de un hombre poseído. Ignoro el riesgo de perder el equilibrio o de resbalar en la corriente de agua que baja a raudales.
Finalmente, caigo de pecho por toda la pendiente, golpeando el suelo con un estruendo sordo hasta alcanzar la orilla del río. Mis ropas están rasgadas, y siento el ardor en mi pecho y los codos raspados, pero el dolor queda eclipsado por la única pregunta que importa: ¿es realmente ella?
Mi ritmo cardíaco aumenta significativamente al reconocer aquella cabellera ondulada extendida sobre las piedras.
—¡OH, NEEFAR! —trazo un intento por levantarme, trastabillando sobre el suelo rocoso— ¡NEEFAR!
Caigo de rodillas sobre las rocas y me posiciono detrás de su cabeza. La agarro por los hombros y la arrastro para sacarla de la orilla del río. Giro su cuerpo y la coloco boca arriba sobre mis muslos para comprobar sus signos vitales. Está muerta; su nanotraje está rasgado y las pocas nanopartículas metálicas que cubren su cuerpo indican que ella subió a la nave en modo defensa. Aunque Neefar ha perdido el poder de la singularidad, aún podría tener el poder de sanación, ya que su cuerpo parece intacto, a pesar de que la explosión debió haberla dejado en un estado deplorable.