Zeroluz

Capítulo 5 : Imposición elegida

El sol empezaba a arrojar sus primeros rayos sobre Valderia. Era una mañana de verano seca, con un aire que olía a brasas apagadas y a mirsal derramado. La noche anterior había dejado su huella en la puerta del bosque: jarras volcadas sobre la tierra, restos de pan endurecido entre las piedras y cuerpos desperdigados en bancos y mantas, dormidos en posiciones nada cómodas.
Algunos jóvenes se incorporaban despacio, con las túnicas arrugadas, los cabellos revueltos y las marcas de la fiesta aún sobre la piel. Otros se vestían a medias, recogiendo al vuelo la ropa olvidada durante la vorágine nocturna. Había risas roncas, miradas cómplices y un silencio lleno de secretos compartidos. En Valderia, la Fiesta del Sonido siempre terminaba igual: un todos con todos, una marea de cuerpos que recordaba a la familia que la sangre no era lo único que los unía.
Nirel se ajustaba las sandalias cuando notó que Talya, todavía terminando de subirse el vestido, seguía con sus jóvenes, tersos pechos al aire. La visión lo encendió por dentro, como un golpe de calor inesperado. Y, sin embargo, en su mente se colaba otra imagen: Lirya. Distante, inaccesible, un fuego frío que lo atraía incluso más que la desnudez frente a él.
Unas carcajadas lo sacaron de su ensimismamiento. Saren se acercaba desde el borde del claro, despeinada, terminando de ceñirse el vestido con gesto despreocupado. El cuello, aún enrojecido, hablaba por sí solo. A su lado caminaban un par de jóvenes, unos años mayores que ella, que se abrochaban la ropa a toda prisa, intentando recuperar la compostura después de la noche.
Saren, en cambio, arrastraba una sonrisa satisfecha y una mirada afilada, cargada de picardía. Se detuvo frente a Nirel, paseando los ojos entre él y Talya con evidente deleite, relamiéndose el labio superior y apretándolo después, mordiéndolo suavemente hacia adentro, como si saboreara un secreto que solo ella conocía.
—Vaya, vaya… —murmuró con sorna, la voz áspera por la resaca—. El grandullón estrenando la noche con la callada. Nunca pensé que te gustara lo difícil de oír.
Ladeó la cabeza, con el mismo gesto felino, y añadió con un brillo cruel en los ojos:
—Aunque… parece ser que tan calladita no es.
Talya se encogió, como si desapareciera sin moverse. Sus mejillas se tiñeron de rojo mientras terminaba de vestirse a toda prisa y, sin levantar la vista, salió con la cabeza gacha hacia donde empezaban a reunirse el resto de la familia.
Nirel dio un paso hacia adelante, los hombros tensos, la mirada fija en Saren. La sangre le golpeaba las sienes con fuerza.
—Cállate… —gruñó entre dientes, sin alzar demasiado la voz.
Ella sonrió, le pasó el dedo índice por los labios y le susurró:
—Tranquilo, grandullón. Solo digo que la próxima vez me busques a mí. No me escondo tanto… y aguanto más que ella.
Antes de que él pudiera responder, Saren se giró con despreocupación y se acercó a los dos jóvenes con los que había aparecido. Les acarició la cara a cada uno con un gesto juguetón y satisfecho, y luego echó a andar con ellos hacia el resto de la familia, todavía riendo entre dientes.
Nirel la siguió con la mirada, conteniendo las palabras que se le agolpaban en la garganta. No explotó. Solo apretó la mandíbula y dejó escapar un resoplido, como si pudiera expulsar con él lo que ella había dejado atrás. Se volvió a ajustar el cinturón y la camisa de lino, y avanzó hacia donde la familia comenzaba a reunirse, a la espera del anuncio de Renar. Allí ya estaba Lirya. Al verla, el pecho de Nirel se contrajo en un espasmo breve; lo asaltó una mezcla de inquietud y culpa imposible de ocultar a los ojos de Saren, que lo observaba con su sonrisa característica.

Nirel se abrió paso entre los suyos y buscó a Lirya, inclinándose hacia ella en un gesto de torpe amabilidad. Le ofreció el brazo para que se acomodara, tratando de parecer atento, pero ella lo rechazó con una sonrisa serena.
—De verdad, puedo sola —respondió Lirya, esbozando una sonrisa serena que desarmó cualquier insistencia.

Él asintió, sin insistir, aunque por dentro el peso de la culpa lo apretaba más que nunca. Se obligó a apartar la vista de ella y entonces reparó en lo que ocurría al fondo del claro: Mael conversaba en voz baja con un hombre que no pertenecía a la familia. No parecía un comerciante de Torreón; lo delataba el bastón que portaba, coronado con un ✶, y las ropas austeras que lo marcaban sin duda como un Silente.

Mael se mantenía al fondo, como un espectador distante. Era su costumbre observar a la familia desde fuera, fascinado por las tradiciones de Valderia. No participaba en ellas, pero las toleraba con interés. Con voz tranquila le explicó a Zhoren en qué consistía el rito: cuando llegaba el mes de tu nacimiento, debías pasar una noche en el claro del bosque, en silencio e introspección, para concederte un nombre a ti mismo. Lo narraba como quien describe una costumbre extraña, más que como alguien que la vive.

Zhoren permanecía en silencio, escuchando las palabras de Mael sin asentir ni replicar. Su mirada recorría a la familia con frialdad, como si viera en ellos poco más que un grupo que había encontrado en la tradición una excusa para desinhibirse. El arcánte hablaba con fascinación, pero él no compartía esa admiración.
Hasta que sus ojos se posaron en la joven ciega. No era común que en un grupo tan reducido naciera alguien privado de la vista; y menos aún dos, con apenas unos meses de diferencia. Podía ser simple azar, o la consecuencia inevitable de la sangre viciada que corría entre familias demasiado unidas por generaciones. Y, sin embargo, Lirya lo fascinaba. Lo había notado ya en la solemnidad del templo, y ahora volvía a percibirlo: quienes estaban a su alrededor parecían serenarse en su presencia, como si aquella muchacha irradiara una calma inexplicable.
La familia era un hervidero de voces: críticas, rumores, especulaciones que se cruzaban sin descanso. Pero, como una ola que surgía desde la boca de Umbravoz, el silencio se extendió poco a poco entre todos los miembros. Al final del sendero apareció una figura que avanzaba con paso lento. Era Renar. Caminaba con el pecho erguido, cargado de orgullo y de una seguridad recién estrenada. Esta vez había levantado las gafas y las llevaba como cinta en el pelo, dejando que la media melena castaña enmarcara su rostro. Era un gesto calculado: quería recordarles a todos el punto de ruptura, el estigma que lo definía. Sus ojos del demonio brillaban desnudos ante la mirada de la familia.




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