Zeroluz

Capítulo 6: Los días de espera

Zhoren se alejaba del pueblo lentamente, apoyado en su bastón. El roce constante de la túnica de seda contra su piel cargaba su cuerpo. Lo notaba en el cabello, que se erizaba con suavidad, como si buscara alejarse de el. Esa acumulación le recordaba que no tendría que seguir caminando mucho más: la pulsera de cobre en su muñeca izquierda, de la que colgaba el bim , comenzó a girar sobre su eje rapidamente, señal inequívoca de que ya había reunido suficiente energía para ejecutar el script dentro de una keomita.

Zhoren se sentó sobre una piedra plana y dejó el bastón a un lado. Abrió la túnica y extrajo de debajo una pequeña talega de cuero endurecido. El cordel cedió con un chasquido seco y varias keomitas rodaron en su palma. Eran opacas, mudas, como piedras muertas… salvo por los trazos de luz atrapados en su interior. Zhoren pasó los dedos sobre cada una, observando cómo las líneas luminosas formaban secuencias distintas. Buscaba una en particular: la que contenía el patrón de levitación. La encontró enseguida. Dentro del cristal, como un alfabeto sellado en luz, se dibujaba la secuencia completa: ⟐ —el inicio—, ⦓ —la apertura—, ∴ —la repetición—, ⌖↑ —el vector ascendente—, ⦔ —el cierre— y ✶ —el activador, el símbolo que resumía toda su creencia.

El resto de keomitas no las iba a necesitar, así que volvió a introducirlas en la talega. Al hacerlo, sus nudillos rozaron un cuaderno viejo que descansaba en el fondo: un diario gastado, con las tapas deslucidas y las páginas repletas de notas y símbolos transcritos una y otra vez. Zhoren apretó el cordel hasta cerrarla y la guardó bajo la túnica, pegada al cuerpo, como quien devuelve un secreto a su escondite. Luego se incorporó lentamente, recogió el bastón y lo apoyó contra el suelo.

El ⟐ de su pulsera seguía girando con violencia contenida, recordándole que ya tenía la carga necesaria. Debía medir con precisión la cantidad de estática que transfería a la keomita: lo justo para elevarse a la altura deseada sin perder estabilidad. Con una mano aferraba el cristal, regulando la carga; con la otra, la del bastón, se preparaba para impulsarse y guiar la dirección de su avance.

Gracias a la levitación, Zhoren avanzaba a gran velocidad. El terreno ya no importaba: colinas, piedras o raíces quedaban atrás sin esfuerzo, mientras su cuerpo se mantenía estable, flotando con una calma firme. Se dirigía al punto acordado con Renar: un pequeño puerto de superficie próximo a las Torres Muertas. Allí pensaba hospedarse durante unos días, mientras negociaba el permiso para atravesar los estratos inferiores y dedicar tiempo estudio de su tomo. El camino subterráneo era mucho más corto, pero los Umbrinos rara vez permitían el paso de extraños a través de sus dominios.

Renar se ajustaba la camiseta de lino una y otra vez, como si nunca terminara de quedarle bien. La conversación con Mael, con Zhoren, con aquel convergente, seguía golpeándole la cabeza. Caminaba por la estancia recogiendo cosas al azar: una cantimplora, un pedazo de pan duro, una cuerda. Nada parecía suficiente. Intentaba mantener la calma, pero el temblor en sus manos lo delataba.
De verdad iba a salir a ver el mundo. No como lo había planeado, sino arrastrado como instrumento de algo que escapaba a su control. Y aun así, por fin iba a verlo. Solo había una forma de calmar la inquietud: ir a ver a Lirya.

Cuando abrió la puerta para salir en busca de Lirya, ella ya estaba allí, esperándolo al otro lado. Por un instante, el torbellino dentro de él se detuvo. La tensión de sus manos se relajó y en su cara asomó una sonrisa genuina, la primera en toda la mañana.

—Justo iba a buscarte.

—Ya ves, al final me encontraste tú —sonrió con suavidad—. Venía a verte —le guiñó un ojo, un gesto que solo se permitía en la seguridad de estar con Renar—. Tu discurso… vaya sorpresa. No pensé que fueras capaz de plantarle cara a todos. Siempre tienes una forma extraña de dejarme sin palabras.

Renar apenas pudo contenerse.
—Lirya… fue Mael. Él hizo llamar al Silente. —Las palabras le salieron rápidas, como si necesitara sacárselas de encima—. No vino por casualidad, vino porque Mael lo pidió.

Se llevó las manos al rostro, buscando las gafas que ya no tenía, y luego continuó, caminando en círculos por la estancia.
—Zhoren me contó una historia… algo que no es como lo que nos enseña Mael —pronunció el nombre con enfado—. Habló de Elías, del Arquitecto, de Kaori, la Destructora… de cómo él mismo se dividió en tres. Dijo que las Tres Virtudes, en realidad, son fragmentos del Arquitecto. Y que necesitan al Convergente para reunirlas… para traerlo de vuelta.

Se detuvo frente a ella, con los ojos ardiendo.
—Y me miraba, Lirya. Me miraba como si creyera que yo… que yo podía serlo. Pero yo no lo sé. No sé si soy yo, no sé si es nadie.

Apretó los puños, nervioso.
—Y lo peor es que Mael lo sabía desde siempre. Lo sabía y nunca me lo dijo. Me siento… como si fuera un instrumento, una pieza escrita en su plan desde antes de que yo pudiera decidir nada.

Renar bajó la voz, apenas un murmullo.
—¿Y si realmente soy ese Convergente? ¿Y si no lo soy? ¿Qué hago? ¿Lo acompaño? Salir de aquí es lo que siempre he querido… pero si voy con él…

Su voz se quebró. Se inclinó hacia ella, como si necesitara que alguien lo anclara a tierra.
—Lirya… llegué a flotar. Con un cristal que me dio el silente en las manos. Lo sentí en mi cuerpo. No era un sueño.

Lirya avanzó un paso, guiada por la agitación en la voz de Renar más que por el sonido de sus movimientos. Extendió los brazos y lo abrazó con fuerza, pegando la frente contra su pecho.

—Renar… —susurró—. Respira. Estás aquí conmigo.

Él permaneció rígido al principio, con los puños aún cerrados, como si el temblor no quisiera soltarlo. Pero poco a poco, la calidez de Lirya lo fue envolviendo. Su respiración se acompasó con la de ella, lenta, firme.




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