Zeroluz

Capítulo 7: Jhazira Umbrath

Debía ceñirse las vendas con fuerza contra la piel. No podía permitir que la mirada del fuego la alcanzara. Poco a poco fue cubriéndose entera, hasta tapar incluso el rostro, dejando apenas huecos para los ojos, la nariz y la boca. Luego se colocó las gafas: muy oscuras, casi opacas, que apenas dejaban pasar la luz, lo justo para no quedar ciega.

El fuego observador odiaba a los umbrinos. Exponerse significaba arriesgarse a quedar heridos… o ciegos. Y, sin embargo, a pesar del miedo, Jhazira amaba la superficie: un lugar aterrador, hostil, pero también lleno de emoción.

Una vez protegida con esa segunda piel de vendas —tejidas con fibras extraídas de las raíces cultivadas en los estratos superiores— se vistió con telas más holgadas. Cubrían sus manos y escondían bolsillos secretos entre los pliegues. La capucha completaba el disfraz, resguardándola de las miradas.

Tenía un don para robar, y aquella última capa no era tanto una necesidad como una herramienta. Con las vendas bastaba para sobrevivir.

En los estratos inferiores se escuchaban los silbidos de las conversaciones umbrinas: un lenguaje sutil y eficaz que permitía comunicarse a gran distancia mediante ligeros cambios de entonación y ritmo. Además, habían aprendido que los externos no eran capaces de distinguir aquellos silbidos de las simples ráfagas de aire. Desde hacía un par de siglos, cada vez más de ellos se adentraban en las profundidades de los estratos. Gente curiosa, sí, pero también esclava del fuego observador: dependientes de él al punto de tener que arrastrarlo consigo para poder ver. Incapaces de sentir a la Madre, de percibir los cambios en ella, sus vibraciones.

Se ajustó el guante izquierdo y, para comprobar su destreza, hizo danzar una moneda de Torreón entre los dedos hasta hacerla desaparecer en la palma. Luego tomó las dagas y las fijó en la cintura. Eran de obsidiana pulida, con empuñaduras labradas: un regalo de compromiso de los Graveth. Un arte fino, digno de su fama como artesanos.

El padre apareció bajo el arco de piedra. Apenas llevaba encima un poncho ligero. Sus grandes ojos umbrinos —adaptados a la oscuridad, más grandes que los de los externos, casi enteramente pupila— se fijaron en Jhazira, envuelta en vendas.
—Cubierta. Subes al exterior.

Su mirada bajó a la cintura.
—Dagas Graveth. Regalo de unión.

Jhazira acarició las empuñaduras.
—Son armas.

El padre asintió. Su silbido interno vibró leve —un tono grave, contenido— antes de hablar:
—Unión. Graveth teje. Umbrath protege. Juntos, más fuertes.

Ella alzó la cabeza.
—Antes, necesito subir. Aire. Mover cuerpo. Quemar miedo.

—Ve —dijo al fin—. Sube.

La observó con atención: cada vuelta de venda, cada pliegue de tela. Nada podía quedar al descubierto. La piel grisácea y traslúcida de los umbrinos no soportaba la mirada del fuego. Un solo descuido… y las quemaduras serían graves.
—Pero mañana, deber.

Jhazira se dirigió al sótano del puerto de superficie. El aire estaba impregnado de humedad y, desde lo alto, entraban ráfagas de aire silbante. La gran plataforma ocupaba el centro del pozo, suspendida por gruesos cables, mientras a su alrededor se abrían almacenes excavados en la roca.

Varios umbrinos apilaban sacos de sal y barriles de mirsal valderiana. Otros, en cambio, cargaban los bienes de las profundidades: hongos de tallo ancho, presas cazadas en los túneles y tejidos tramados con fibras subterráneas por el clan Graveth. Entre todos circulaban los externos, descargando lingotes de hierro de Torreón y discutiendo precios con un nerviosismo que contrastaba con la calma de los silbidos umbrinos.

Jhazira se movió entre la multitud como una sombra. Los umbrinos avanzaban en silencio, descalzos, sus pies acolchados percibiendo cada vibración en la piedra. Un mínimo temblor bastaba para delatar una presencia. No le bastaba con silenciar sus pasos; debía anular también toda oscilación que su cuerpo generara.

Cerró los ojos un instante y dejó que su mente se vaciara, concentrándose en cada sonido, en cada pulsación a su alrededor. El chirrido de la polea, el roce de las botas de los externos, incluso el zumbido del aire en el pozo… todo fue desvaneciéndose. Y con el silencio, también desaparecieron las ondas de su propio cuerpo contra la roca. Era como borrarse del mundo. El precio era alto: un entumecimiento mental. Debía concentrarse demasiado en anular la presión que ejercían todos y cada uno de sus movimientos, grandes y pequeños, en el entorno.

Avanzó sin ruido ni huella. Se inclinó junto a un estante, tomó una jarra de mirsal y la escondió bajo la capa. Ni un tintineo, ni un eco en la roca. Durante ese instante, era invisible tanto al oído como al tacto de los pies umbrinos.

Se apartó rápido, apoyándose en el borde de la plataforma para recuperar el aliento. El bullicio volvió de golpe: silbidos, discusiones, arrastres de carga. Un leve mareo la obligó a inspirar hondo, pero lo ignoró. Se permitió un premio por su actuación y bebió un trago de mirsal, áspero y ardiente, mientras el resto de los presentes terminaban para empezar el ascenso.

El chirrido de las poleas anunció la subida de la gran plataforma. Jhazira se acomodó entre sacos y barriles. Mantuvo la capucha baja y las gafas firmes sobre el rostro. Cada metro de ascenso dejaba entrar la luz del fuego observador poco a poco, hasta que la penumbra subterránea quedó atrás y una claridad insoportable la obligó a entornar los ojos.

La plataforma emergió en el puerto de superficie, un anfiteatro de piedra abierto hacia la llanura. El sol caía a plomo, implacable, rebotando en los muros y en los techos de las tabernas. Jhazira permaneció inmóvil unos segundos, respirando con dificultad a través de las vendas, hasta que su cuerpo se habituó a la sensación de ser observada por el fuego.

El lugar bullía de vida. Carretas cargadas de hierro, sal y mirsal iban y venían por la explanada, mientras mercaderes externos voceaban precios y los umbrinos negociaban en sus silbidos graves. Había puestos improvisados bajo toldos descoloridos, niños correteando entre toneles y marineros descansando con las botas colgadas de los muros.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.