Jhazira estaba decidida.
Era el momento.
Observó el entorno con la precisión de una cuchilla: cada sombra, cada grieta en la piedra, cada corriente de aire que agitaba apenas el borde de una lona. El puerto de superficie era un laberinto de ruido y movimiento, pero ella buscaba el punto ciego, la fisura en la vigilancia.
Calculó la ruta óptima:
—Los barriles junto al puesto de especias.
—El hueco entre el carro cargado de metal y el lateral del puesto.
—Un salto corto detrás de la parrilla, donde el chirrido de las brasas la enmascararía.
Allí, tras el humo, podría sorprenderlo por detrás. Y, si lo hacía bien, ni siquiera sentiría su presencia hasta que fuera demasiado tarde.
Se deslizó.
Primero, entre dos puestos abandonados, donde el sol no alcanzaba. Sus pies, acolchados y entrenados, apenas rozaron la piedra. No era solo el paso lo que controlaba: era la vibración. Cada movimiento generaba una onda, un eco en la roca que los suyos aprendían a leer. Tenía que borrarlo todo, el rastro mínimo de cualquier ruido. Debía concentrarse: abusar de esa técnica era rozar el desvanecimiento.
Agarró su daga de obsidiana y, poco a poco, extendió el brazo hasta rozar con el filo la cuerda que lo mantenía sujeto, tan cerca de la víctima.
De pronto, sin esperárselo, la figura le atrapó la muñeca con fuerza y la miró. No había juicio en sus ojos, sino sorpresa.
Zhoren detuvo la mano sobre la página.
No fue el sonido lo que lo alertó. Fue la ausencia de él. Una pausa imposible, como si algo en el aire hubiera olvidado vibrar.
Sabía que el oído humano dependía de ondas de presión: minúsculas variaciones nacidas de cada roce, de cada respiración. Escapar de ellas era imposible. Y, sin embargo, los Mugenkei lo lograban: invertían la vibración, creaban la onda contraria y, al chocar ambas, el sonido se deshacía en el aire.
El resultado no era un silencio común, sino un vacío antinatural. Y ese vacío dejó un rastro: la pulsera de cobre, cargada con el bim Taar (⟐), tembló al detectar la inversión de fase y se vio forzada a girar en sentido contrario a su carga estática. Esa resistencia, ese choque invisible, fue lo que la delató.
No se giró de inmediato.
Solo entornó los ojos.
—¿Quién te enseñó a hacer eso? —murmuró, más para sí que para ella.
Jhazira se había acercado en silencio absoluto. Su técnica era precisa, infalible.
Pero él la había sentido.
Zhoren giró la cabeza. Sus ojos la encontraron: directos, serios, por un instante reverentes.
—Estás… sincronizada.
—¿Convergente?
La sujetó con más fuerza. La tensión creció. Ella forcejeó, inútilmente.
Su otra mano, la libre, se apoyó en la mesa para estabilizarse… y entonces lo vio:
Una página abierta.
Un símbolo: Λ = 13.
Encerrado en un doble círculo, con una anotación debajo:
constante convergente.
Reaccionó.
Lanzó un codazo, se giró, liberó su brazo; en el forcejeo, la venda se rasgó. Parte de su mano quedó expuesta al sol. La piel comenzó a enrojecerse de inmediato, ampollándose bajo la luz implacable.
El diario. Parecía importante.
Lo arrancó de la mesa.
—Quizá… ni siquiera tú lo sabes —murmuró.
Y huyó entre la multitud.
Jhazira corría.
Se escabullía entre el alborotado gentío mientras miraba su mano herida: el dolor le palpitaba con cada latido. Guardó el diario en uno de los bolsillos de su túnica y, sin perder el ritmo, cubrió la piel expuesta para evitar que la quemadura empeorara. Necesitaba volver al vientre de la Madre Tierra.
Lanzó una rápida mirada por encima del hombro. No logró vislumbrar a su perseguidor. Aun así, la inquietud le clavaba garras en el pecho. Intentó concentrarse en las vibraciones del suelo, pero era inútil: demasiado movimiento alrededor, demasiado alterada para distinguir un temblor concreto. Solo era ruido.
Nada más entrar en la boca del pozo vio que el montacargas ya había partido. Hacía poco, pero no le importó: apenas estaba a unos metros. Tomó impulso, saltó por encima de los fardos apilados y se aferró a una de las cuerdas verticales. El descenso le abrasó las palmas, pero se dejó deslizar hasta alcanzar la plataforma. Se ocultó entre sacos y barriles, para asombro de todos los presentes.
Su corazón golpeaba con fuerza. La respiración se le entrecortaba, desacompasada con el traqueteo de la polea. Los pensamientos, afilados, secos, brotaron como silbidos:
<<Detectar. ¿Por qué?>>
<<Hacer bien. No sonido.>>
<<Dreliano.>>
El latido aún martilleaba sus sienes y, con cada pulso del corazón, el dolor en la mano se intensificaba. Robar siempre la llenaba de una emoción parecida a la danza del fuego: cálida, rugiente, absorbente. Nada podía compararse con la sensación de arrebatar lo ajeno más preciado sin ser detectada, en silencio, fuera del mundo.
Pero esta vez fue distinto.
La habían detectado.
Y no por el ruido de la vida, sino por un silencio ajeno a la vida misma.
El latido se fue calmando poco a poco. Jhazira abrió la túnica y buscó entre los pliegues hasta dar con un pequeño tarro de ungüento. Lo destapó con los dientes y extendió la pasta espesa sobre la quemadura. El frescor alivió, pero la piel ya estaba perdida: quedaría cicatriz.
<<Marca. Mano.>>
Mientras el montacargas descendía, sacó el diario. El cuero estaba reseco, con las tapas agrietadas y las esquinas dobladas por el uso. Decenas de anotaciones llenaban las páginas: símbolos extraños, frases sueltas, números repetidos hasta la obsesión. Sabía que valía más de lo que parecía.
<<Viejo. Oculto. Importante.>>
Cuando la plataforma se detuvo en el primer estrato, Jhazira no dudó. No podía quedarse allí. El dreliano bajaría tras ella. Lo sentía, lo sabía.
Se escurrió entre los cargadores antes de que terminaran de descargar. Buscó con la vista los accesos y eligió una abertura lateral, apenas un boquete en la pared, que descendía hacia el segundo estrato.