Zeroluz

Capítulo 9: El Eco y el Silencio

Zhoren no aminoraba el paso. Avanzaba con el bastón golpeando con fuerza el suelo reseco de los campos, dejando tras de sí la marca circular de su base en la hierba amarillenta.
—Dos días —refunfuñó—. Dos días hasta la puerta de las Torres Muertas.

Renar lo seguía con esfuerzo. Era la primera hora de la tarde; el sol aún rugía con intensidad y, salvo por alguna nube esporádica, el cielo permanecía limpio, abierto como un domo azul inquebrantable. El campo respiraba en calma, ajeno a su prisa. A lo lejos, el ganado reposaba bajo la sombra de algún árbol solitario, indiferente al paso de los dos caminantes.

—Si mantenemos este ritmo, llegaremos antes de lo previsto —comentó—. Hay una posada en el Cruce de Caminos, a medio trayecto.

Zhoren frunció el ceño.
—¿Una posada?

—El Cruce de Caminos —explicó Renar—. Allí se bifurcan las rutas: hacia Valderia, el puerto Umbreath, Torreón y Valdorva.

Zhoren guardó silencio. El cansancio le pesaba, pero sabía que forzar la marcha —y más con un joven a su lado— sería contraproducente.

Jhazira se adentraba en la oscuridad de la galería.
Era un pasaje interminable, de piedra húmeda. No había luz; apenas algún insecto lumínico atravesaba el aire, pero la negrura lo devoraba al instante. El segundo estrato se extendía como un laberinto de túneles que conectaban con distintos puntos del subsuelo. Casi en exclusiva eran los umbrinos quienes los recorrían; salvo en contadas ocasiones —cuando su padre otorgaba permiso desde el puerto—, ningún externo tenía derecho a pisarlos.

Se miró la mano.
Ya no palpitaba con la misma violencia: el ungüento había hecho efecto. Aun así, la piel seguía enrojecida, marcada. El Fuego Observador la había alcanzado, y aquella huella no se borraría jamás. En su pueblo, una marca así no se veía como una simple herida, sino como un estigma: el rechazo de los suyos hacia ella… y, al mismo tiempo, la prueba de que Jhazira había desafiado a la Madre Tierra al exponerse al fuego.

Se detuvo un instante.
Notaba las vibraciones bajo sus pies: sabía que aún no la estaban siguiendo, solo percibía a otros umbrinos caminando a lo lejos. Llevaba el corazón acelerado, y cada latido se confundía con aquel murmullo subterráneo. Alzó una mano hacia el rostro y, de pronto, cayó en la cuenta: aún llevaba las gafas. Las había olvidado en la prisa de huir.

Las retiró con torpeza, doblando la capucha hacia atrás. La negrura permanecía, pero ahora sus pupilas podían abrirse, adaptarse, buscar. En la oscuridad del vientre estaba a salvo. Había fallado a la Madre, sí, pero debía esconderse… de los suyos y también del externo.

Apresuró el paso, aunque cada zancada le arrancaba un jadeo. La opresión en el pecho la obligaba a encorvarse, pero no podía ceder: Torreón estaba lejos, demasiado lejos, y rendirse no era una opción.

✶✶✶

El sol descendía tras las Torres Muertas, y el río Lazul se encendía con los mismos tonos oxidados que corroían sus esqueletos de metal. La sombra caía sobre los campos, y el agotamiento pesaba en los pasos de Renar y Zhoren. A lo lejos, la posada del Cruce de Caminos asomaba, a unos pocos cientos de metros, como una promesa de reposo.

El interior de la posada estaba cargado de humo y calor. Afuera el verano aún se aferraba al aire, y dentro las lámparas de aceite y el asado en las brasas no hacían sino intensificarlo.

—Siéntate ahí —ordenó Zhoren, señalando una mesa en el rincón y dejandole su bastón—. Voy a pedirnos un lecho.

Renar asintió, pero antes de que se alejara dijo:
—Y pide también mirsal.

El Silente se detuvo en seco.
—¿Mirsal? —resopló—. Lo probé en Valderia. Amargo, espeso… salado como un sudor viejo. En verano es lo último que quiero beber. Prefiero un buen vino fresco.

Renar lo sostuvo con calma, y sonrió apenas.
—Precisamente por eso. La sal ayuda a resistir el calor, y el fuego de la raíz da fuerza al cuerpo. Es nuestra bebida, Zhoren.

El viejo bufó, negando con la cabeza.
—Autenticidad no siempre significa placer.

Renar no respondió enseguida. Sus ojos se perdieron un instante, como si mirara más allá de la taberna. En su mente, fugaz pero intenso, volvió el recuerdo del cuerpo cálido de Lirya entrelazado con el suyo, su piel húmeda, su respiración entrecortada. Se le escapó una sonrisa distraída, casi boba, que desentonaba con el cansancio del viaje.

Zhoren lo observó con detenimiento y soltó una risa seca, ladeando la cabeza.
—Ah… con que por eso te retrasaste, ¿eh? —dijo, medio en broma, medio con reproche cansado—.

Renar se removió en la silla, incómodo, intentando borrar la sonrisa de su cara.
—No es… no es eso.

—Claro que no —ironizó Zhoren—. Tú quédate aquí, atolondrado. Yo me encargo del vino y del lecho.

Se alejó hacia el mostrador, aún murmurando entre dientes, mientras Renar se hundía en la silla con las mejillas encendidas.

Empezó a inspeccionar el bastón. La punta llevaba grabado el símbolo de la fe dreliana, el mismo que colgaba del cuello de Lirya. Ella honraba, por encima de todo, la virtud de la esperanza. Decía que gracias a ella podía esperar el siguiente día, el siguiente mes, el siguiente año; que sin ella estaría perdida. Y añadía, con una convicción que lo desarmaba, que en Renar veía la manifestación viva de esa virtud.

El bastón estaba formado por dos partes claramente diferenciadas: una vara metálica, recta y trabajada, incrustada en una base de madera rugosa y nudosa, sin pulir. Allí donde ambos materiales se unían se abría un hueco, el receptáculo destinado a una piedra como la que lo había hecho flotar durante el rito. La irregularidad de la base, casi orgánica, parecía un vestigio de algo que había brotado de la tierra y solo había sido domado a medias, en contraste con la perfección geométrica del metal.

Renar estaba lleno de preguntas, pero Zhoren —así había dicho Mael que se llamaba aquel Silente— prácticamente no le había hecho caso. Apenas se encontraron, se pusieron en marcha de inmediato, huyendo en la misma dirección de la que Renar había llegado con los comerciantes.




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