Zeroluz

Capitulo 10: Las Torres Muertas

En el corazón de las Torres Muertas se alzaba una gran torre, rodeada por los esqueletos de antiguas edificaciones derruidas. Sus muros, reforzados con piedra ennegrecida y planchas de hierro oxidado, la convertían en un bastión sombrío que dominaba el acceso a las Tierras Libres. El río Lazul la partía en dos, reflejando la luz pálida de la luna gibosa que colgaba en lo alto, y hacía de Torreón un paso obligado para todo aquel que buscara cruzar.

Un prisionero ascendía a trompicones los escalones del bastión, arrastrado por dos esbirros que lo empujaban sin miramientos. Sus pies desnudos raspaban la piedra, dejando un rastro de polvo y sangre. Su cuerpo, magullado, estaba surcado de cicatrices viejas y heridas recientes. De su mano derecha colgaban muñones toscamente cauterizados; tres dedos habían sido amputados durante los interrogatorios, y la sangre fresca aún chorreaba de ellos, marcando gotas oscuras en cada peldaño.

Las murallas hablaban por sí solas. Sobre los portones y las almenas se alzaban cuerpos empalados, cabezas ennegrecidas y cráneos blanqueados por la intemperie: advertencias visibles incluso a la luz mortecina de la luna. Aquellos restos eran el precio de desafiar la ley de sangre. En Torreón no existía otra norma que la voluntad de Droskar el Tullido, y desobedecerla significaba convertirse en ejemplo: carne al aire, hueso al viento, cráneo picoteado por alimañas.

El prisionero alzó la mirada, agotado, completamente desnudo, y vio la sombra de su destino. Droskar, señor de Torreón, lo aguardaba. Torso desnudo y marcado de cicatrices, el brazo izquierdo rematado en un muñón cubierto por una tosca placa de hierro atornillada, su presencia imponía más que cualquier ejército. El aire olía a óxido viejo, aceite rancio y sudor seco: la peste del poder.

Los esbirros lanzaron al prisionero hacia él. Droskar lo detuvo con un pisotón brutal en la cabeza, aplastándola contra el suelo frío. Luego se inclinó, lo sujetó del cuello con su única mano y lo alzó con facilidad. El hombre colgaba débilmente, escupiendo saliva y sangre, incapaz de comprender la acusación que pesaba sobre él.

—¿Dóndeh ehzta? —gruñó Droskar, escupiéndole al rostro.

El prisionero apenas pudo emitir un gemido quebrado:
—Tres Voces…

Droskar ladeó la cabeza, mostrando su sonrisa torcida.
—¿Zabéh por qué me llaman el Tullido? —dijo con voz baja y cargada de amenaza—. Porque mi mayor debilidah… eh mi banderah.

Con un rugido, le clavó el muñón reforzado en el vientre con un golpe seco. El prisionero se agitó como un trapo al viento.

Uno de los esbirros colocó un fragmento de keomita en la mano mutilada del hombre. Esperaron. Observaron. La piedra debía responder al Eco: brillar, chispear si había un voltare en su interior. Pero permaneció fría, muda, inerte.

En lo alto de la torre, el viento nocturno aullaba entre las almenas, arrastrando consigo el hedor de los cuerpos colgados.

Droskar seguía sosteniéndolo por el cuello. La sangre del hombre le salpicó el rostro calvo, afeitado con precisión, pero no apartó la mirada.
—Ehztoy buzcando a loh voltareh, portadoreh del Eco —gruñó—. ¿Lo ereh tú?

El prisionero no respondió. Jadeaba entre temblores y sangre. La keomita no mostró chispa alguna.

Droskar lo arrojó al suelo como a un saco roto. Caminó hacia una mesa cercana y tomó un machete de hoja ancha. El metal reflejó un instante la luz de la luna antes de descender en un tajo brutal.

La cabeza del prisionero rodó por la piedra, dejando un reguero oscuro. El cuerpo, aún en espasmos, fue pateado hacia el borde. Con un gesto de desprecio, Droskar lo arrojó desde lo alto de la torre.

El golpe seco contra las rocas retumbó en la lejanía. Poco después, se alzaron gruñidos y ladridos roncos que se entremezclaban en la oscuridad: una jauría de perros salvajes disputaba la carne bajo la torre.

✶✶✶

Por el mismo sitio por donde había entrado el prisionero apareció una figura alta, cubierta por una túnica de seda negra, tan fina que parecía una sombra corpórea. Se movía con calma, casi flotando. Un zumbido leve crecía con cada paso, haciendo vibrar el espacio a su alrededor.

Droskar la vio entrar y tensó la mandíbula. No necesitaba verle el rostro para saber quién era. Le bastaba con el zumbido del aire alterado y el rechinar mínimo que provocaba su presencia.

Alzó su muñón tembloroso e hizo un gesto seco. Los esbirros obedecieron al instante, sin atreverse a mirarlo. Uno de ellos tomó la cabeza cercenada por los cabellos y la arrastró por la piedra, dejando un rastro viscoso. La puerta se cerró sola tras ellos, con un golpe seco y potente.

Droskar y la figura quedaron solos. El viento soplaba entre las almenas. Los cuervos aún graznaban.

La figura avanzó unos pasos más. No se quitó la capucha. La seda de su túnica rozaba el suelo, levantando motas de polvo oxidado. Se detuvo en medio del charco, pero sus pies no tocaban la piedra: la tela absorbía la sangre por los bordes.

Droskar inspiró hondo.
—Veyar —dijo con la voz baja, gutural.

Silencio.

La respuesta llegó nítida, cortante:
—Solo fallas.

—No era un Voltare —respondió Droskar, rascándose el muñón como un tic nervioso—. Lo probé. No tenía Eco.

—Necesito más voltares. Necesito el diario.

Droskar abrió la boca para replicar, pero no tuvo tiempo. Su mandíbula se cerró con violencia, la garganta oprimida por una fuerza invisible.

El enorme cuerpo se elevó en el aire, arqueado, las piernas colgando. Las planchas de hierro vibraron; el aire se volvió denso, cargado. La fuerza lo arrastró hacia el borde del abismo.

Droskar forcejeó, los ojos desorbitados, jadeando.
—¡Zigo buzcando! ¡Todo el que veo de la fe dreliana lo interrogo… pero no ha aparecido!

Veyar no respondió. La presión aumentó. La carne del cuello de Droskar se volvió morada.

Entonces, sin emoción alguna, la voz habló:
—Necesito ese diario.




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