El sol empezaba a teñir el cielo con tonos anaranjados, parecidos a la miel untada sobre un pan recién horneado. La luz aún no llegaba del todo a la tierra, pero ya comenzaba a dorar los bordes de las nubes, como si las despertara con caricias lentas.
A lo lejos, un gallo quioquireó al sol, altivo, como si lo saludara sin temor a las consecuencias. Su canto quebró el silencio de la llanura con la misma fuerza que una campana partiendo el aire.
El sol, aún bajo, comenzaba a pintar el horizonte con tonos de miel fundida.
Zhoren no parpadeó.
Seguía sentado en la mesa desde la noche anterior, con los ojos inyectados y la barba erizada por el sudor seco. La lámpara ya se había apagado, pero no la necesitaba: escribía sin ver, garabateando márgenes de páginas ya saturadas.
Farfullaba.
—Pi… tres punto uno cuatro… uno cinco nueve… —mascullaba entre dientes—. Irracional… claro que lo es… nunca termina…
Se inclinó sobre el papel, tamborileando con los dedos.
—La proporción áurea… Phi… uno seis uno ocho…
—La estructura fina… alfa… uno sobre ciento treinta y siete…
—Y la constante… —alzando un dedo como un orador demente— …trece. Trece. Siempre fue trece.
Se rió para sí, sin alegría.
Las palabras se agolpaban como pájaros en un tejado roto:
—Mil cien…
—El anterior fue un reflejo…
—El mundo es irracional… no puede tener una secuencia racional…
Zhoren se incorporó de golpe.
La silla chirrió al retroceder. Tomó la jarra de agua con una mano temblorosa y caminó hacia la habitación contigua, los pasos cargados de una urgencia antigua, casi sagrada.
Renar dormía al fin, rendido por el agotamiento. Había pasado casi toda la noche en vela, practicando el control del Eco: dejando que la energía vibrara en sus brazos, intentando contenerla sin descargarla, sintiendo cómo lo recorría como una corriente viva que no quería obedecer. A cada intento, el cuerpo se le entumecía más. Las manos le temblaban. Y aun así, persistió.
Hasta que, vencido, cayó de lado sobre el catre. Sin cubrirse. Sin fuerzas para más.
Zhoren se detuvo a los pies de la cama.
Alzó la jarra.
Sus ojos ardían de certeza, como si hubiera encontrado la respuesta a una plegaria que nadie había hecho.
—La Convergencia —dijo.
Y le lanzó el agua al rostro.
El chorro frío lo arrancó del sueño como una puñalada.
—¡¿Qué demonios…?! —Renar se incorporó de golpe, empapado, jadeando, con los músculos agarrotados y la mente aún atrapada entre el sueño y el zumbido del Eco.
Zhoren no pestañeó.
—Arriba, Zeroluz —gruñó—. Dormir es para los muertos.
Renar se pasó la mano por la cara, empapado y aturdido.
El frío del agua le bajó hasta la nuca, mientras el entumecimiento de los brazos se mezclaba con una rabia creciente.
—¡¿Estás loco o qué?! —espetó, incorporándose con torpeza—. ¡Podrías haberme despertado como una persona normal!
Se puso en pie, tambaleante.
Tenía los músculos duros como madera, los ojos enrojecidos por la falta de sueño y las manos aún temblorosas por el esfuerzo nocturno.
—Ya me estoy cansando de tus maneras, Zhoren —gruñó, secándose con la manga—. ¡No soy un perro!
El viejo no se inmutó.
—Es hora de partir —dijo al fin, sin cambiar el tono—. Hay que llegar cuanto antes.
—¡Me estoy hartando! ¿Qué estamos haciendo? —soltó Renar, alzando la voz—. ¿Qué es un convergente, Zhoren? ¿Qué significa? ¿Por qué me pasa lo que me pasa? ¿Por qué siento que me estoy deshaciendo por dentro cada vez que practico?
—¿Y por qué diablos todo lo que dices suena como un acertijo? ¿Una prueba? ¿Una condena?
Se llevó una mano al pecho, donde aún sentía el cosquilleo del Eco, como brasas sin apagar.
—Estoy harto de correr detrás de algo que todavía no sé qué es. ¿Por qué tanta prisa? —añadió, la voz quebrada por la frustración—. Si soy parte de algo, necesito saber qué.
Y si me estás usando… más te vale hablar claro.
Zhoren lo miró en silencio y resopló. Por un instante, pareció más viejo de lo que nunca había mostrado.
—Necesito un diario —dijo al fin—. Uno que me robó un maldito demonio umbrino.
Renar frunció el ceño, aún empapado, desconcertado.
—¿Un diario?
Zhoren asintió, sin mirarlo.
—Llevo años trabajando en él. Años. Códigos, hipótesis, anotaciones sobre el Eco…
—Y sobre ti.
—Y sobre el Arquitecto. Y la Destructora.
Renar tragó saliva.
Zhoren alzó la vista. Su voz ya no era de rabia ni de impaciencia. Era la voz de quien ha visto lo imposible… y aún le teme.
—¿Quieres saber qué es un convergente?
Se acercó un paso, como si temiera que alguien más escuchara.
—Es la unión de lo humano y lo divino.
Los que tienen la capacidad de la creación pura… y la destrucción total.
Aquellos en quienes converge la voluntad del Arquitecto y la furia de la Destructora.
Los que tienen la habilidad de moldear el mundo, joven Zeroluz.
Renar no respondió.
Zhoren prosiguió, más bajo, más lento:
—Tus ojos son la prueba.
El silencio entre ambos se volvió espeso.
—Mi viejo amigo Mael me escribió una carta —dijo entonces—. Una que tardó más de lo debido en llegar.
En ella contaba la historia de un recién nacido. Uno que vino al mundo sin ojos.
Decían que fue el llanto lo que los formó… o eso murmuraban las habladurías del pueblo.
Pero Mael lo supo.
Dijo que no eran ojos humanos.
Que estaban hechos de Mugenkei.
Zhoren hizo una pausa. Sus labios apenas se movían, como si hablara más para sí mismo que para Renar.
—Unos ojos imposibles.
Moldeados por un cuerpo que no necesitó activador alguno.
Un cuerpo en el que se une lo humano con lo divino.
Hizo una pausa. El viento agitó las cortinas apenas.
—Y ahora, vamos.
Que el tiempo no espera.
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