Se acercaba el final del túnel y la oscuridad comenzaba a diluirse en penumbra. El aire dejaba atrás su humedad espesa, cargada del olor característico de la roca viva, y empezaba a traer ráfagas impregnadas del aliento de Torreón: óxido, aceite y metal quemado.
El pasaje desembocaba en un pequeño pozo de ascenso, con una escalinata en espiral que conducía hasta un discreto establecimiento umbrino, oculto entre las callejuelas del barrio subterráneo de la ciudad.
Los silbidos de los suyos se entremezclaban allí con el bullicio sordo de la gran urbe, notas breves que vibraban como raíces ocultas bajo la piedra. Y entre todas esas voces, Jhazira lo reconoció. Un silbido profundo, grave, imposible de confundir.
El silbo de su padre:
—〈Jhazira〉.
El sonido la estremeció. Sus ojos se humedecieron y sus brazos temblaron. Apenas pudo juntar los dedos para responder, el aire se le quebraba en la garganta:
—〈Herida〉.
Jhazira respiró hondo. El olor a óxido le quemaba en la garganta. Volvió a poner los dedos en su boca para soplar y generar el silbo a duras penas:
—〈Adiós〉.
Hubo un silencio breve, denso, y entonces llegó la réplica, vibrante, casi un sollozo transformado en notas:
—〈Vuelve. Deber. Honor〉.
El temblor recorrió sus brazos, pero Jhazira se mantuvo firme.
Llevó otra vez los dedos a los labios, y el aire salió como un filo contenido:
—〈Marcada. Despedida〉.
El siguiente silbo del padre se partió, roto, cargado de llanto:
—〈Hija. Corazón. No volver〉.
El eco vibró como un lamento en la roca. Y entonces ocurrió: los demás callaron. Uno a uno, los silbos umbrinos se apagaron, hasta que el túnel quedó mudo. Era una despedida completa. Todo su pueblo lo supo: la Madre la había rechazado.
✶✶✶
A sus espaldas, el templo seguía humeando. Las columnas ennegrecidas crujían como huesos secos y el hedor a hollín se pegaba a la piel. Droskar salió de allí escupiendo sobre las piedras, con la mandíbula apretada y el muñón de hierro aún vibrando de rabia.
Avanzó hacia la sala de disputas, el verdadero corazón de Torreón. Era una explanada amplia, rodeada de gradas erosionadas por el tiempo, con un gran asiento de piedra encabezándolo todo. Desde allí impartía la Ley de Sangre, su ley.
Era el líder indiscutido de la ciudad amurallada. Dentro de los muros, su palabra era ley. Fuera de ellos, en cambio, reinaba el caos: los carroñeros saqueaban las ruinas oxidadas, y el más fuerte imponía su voluntad sin freno. Solo aquellos que portaban un salvoconducto podían cruzar indemnes por las Tierras Muertas; para el resto, la frontera era sentencia de muerte.
El Tullido se dejó caer en el asiento de piedra. El murmullo de la multitud lo rodeaba como un enjambre, ansiosa de ver sangre, de presenciar su justicia.
La rueda de Torreón volvía a girar.
Con un gesto brusco le sirvieron una jarra rebosante de cerveza negra. Droskar bebió un trago largo, dejando que la espuma le empapara la barba y chorreara hasta el pecho. Con otro movimiento de muñeca, seco y autoritario, hizo que los guardias abrieran la compuerta.
Dos hombres entraron en la explanada, mientras muchos ciudadanos sentados en las gradas los observaban y cuchiheaban. Caminaban erguidos, cada uno con la mandíbula apretada y el orgullo por delante. Eran herreros, del barrio industrial, el más importante de la ciudad.
El primero, de barba espesa y rostro curtido, habló con la rabia contenida en las encías:
—¡Este perro rebaja el precio del acero! ¡Está rompiendo el tratado del metal, un precio justo para todos!
El segundo, más joven, con los ojos encendidos de orgullo, replicó enseguida, alzando la voz por encima de los murmullos:
—¡Trabajo más duro que él y gasto menos carbón! ¡Soy más eficiente, soy mejor que él! No soy esclavo de un tratado.
La multitud rugió, dividida entre burlas y aclamaciones. Algunos gritaban el nombre del joven, otros del viejo. La tensión subía como la temperatura de una fragua.
Droskar bebió de la jarra, dejó que la cerveza le resbalara por la barbilla y golpeó con el muñón el brazo de piedra del asiento. El estruendo acalló a todos.
—Bahta de ladra como perroh —gruñó, su voz grave reverberando en la arena—. zoih herreroh, hijoh del fuego y del metal. Hablen como tal.
Se inclinó hacia adelante, con los ojos brillando de impaciencia.
—Tienen una oportunida. Llega a un acuerdo aquí, ahora, ante mí y ante Torreón. Mantengan el tratado o fijen un nuevo precio. Pero que zea con palabra firme, no con veneno en la lengua.
El silencio cayó sobre la explanada. La multitud aguardaba expectante, algunos abucheando, otros riendo nerviosos.
El herrero de barba espesa apretó los puños.
—El tratado es justo. Quien lo rompa, traiciona a todos.
El joven replicó al instante, el orgullo marcando cada palabra:
—Yo no traiciono. Trabajo más duro, gasto menos. No me rebajaré para engordar a los vagos.
Un murmullo recorrió las gradas. Droskar bebió otro trago, lento, dejando que la espuma le manchara el bigote. Luego sonrió de lado, con la crueldad de quien ya había escuchado suficiente.
—Entonceh no hay acuerdo. —Golpeó el muñón contra la piedra y el eco sacudió la explanada—. Y zi no hay acuerdo, seben a lo que han venio.
Los guardias arrojaron dos martillos de forja al centro de la arena. El polvo se levantó al chocar contra el suelo.
—La palabra muere aquí —sentenció Droskar, su voz un filo en el aire—. El precio lo dicta la zangre.
La multitud rugió. Los dos herreros se miraron con el odio de la fragua encendida. No había vuelta atrás.
La arena se estremecía bajo el peso de las miradas. El polvo, aún suspendido tras la caída de los martillos, se arremolinaba como si presintiera la sangre.
Droskar se reclinó en su trono de piedra, con la jarra aún medio llena, y una sonrisa torcida en el rostro.