La sensación persistía: algo lo observaba desde un lugar sin nombre, sin forma, sin rostro. No era solo una mirada: era una presencia, una conciencia que lo envolvía. Miles de ojos sin párpados lo atravesaban a la vez, invisibles, y, aun así, estaba seguro: no estaba solo. La misma fuerza que lo tocó el día del rito había vuelto.
¿Hay alguien ahí?, pensó Renar. Pero lo único que permanecía era la incómoda presión de ser observado, de ser juzgado.
Un bastonazo lo devolvió al mundo.
—Espabila, joven Zeroluz —gruñó Zhoren—. Te has ausentado demasiado tiempo, y no es sencillo descifrarte con esos ojos. Empiezas a controlar el bloqueo, y rápido, además. Llevas rato con la keomita en la mano, sin desatar luz, mientras el bim de la pulsera sigue girando. Eso significa que guardas eco dentro.
Renar tragó saliva.
—Solo les dije a las culebras que me obedecieran.
—¿Culebras? —los labios de Zhoren se curvaron en un gesto ambiguo—. Interesante… muy interesante.
—¿Por qué es interesante?
—Porque no todo el mundo lo percibe igual. Cada individuo es distinto, y las sensaciones son propias. Pero que las nombres como culebras… eso es peculiar. Las tratas como si fueran seres vivos, como si tuvieran voluntad propia, cuando en realidad no son más que energía.
Renar calló. El aire cálido del mediodía le golpeaba la cara y hacía brillar gotas de sudor en su frente. El polvo del camino se pegaba a la piel, y el sol, implacable, arrancaba destellos de fuego a las planchas oxidadas de las torres cercanas. Todavía no terminaba de comprender al Silente: a veces era frío y distante, otras un maestro que enseñaba con largos discursos, y en ocasiones parecía un loco delirante.
—Mira, Zhoren, ya estamos en la entrada de las Torres Muertas. Nunca había llegado tan lejos… Qué sobrecogedor: estas torres inmensas se alzan como lanzas que atraviesan la claridad del cielo.
—No son luces —corrigió Zhoren—. Son estrellas.
—¿Estrellas?
—Sí. Miles, millones. Llenan la creación entera, y ese sol al que adoras no es sino una entre ellas… y ni siquiera la más grande.
Renar alzó la vista, cegado un instante por el resplandor del mediodía.
—¿Cómo puede ser? El sol es mucho más grande que esas estrellas diminutas que se ven en la noche.
—Porque están lejos. Muy lejos. Más allá de lo que los Antiguos pudieron alcanzar jamás.
—¿Los Antiguos llegaron a las estrellas? ¿Las torres los llevaban hasta allí?
—No. Las torres son solo vestigios de los edificios donde vivían y trabajaban. Como te dije, ellos domaron el Eco: lo utilizaban, lo forzaban a realizar hazañas que desafiaban la naturaleza. Viajaban por cielo, tierra y mar en vehículos impulsados por el Eco… y algunos de esos vehículos superaban el cielo.
Un chasquido metálico sonó en lo alto, donde una torre corroída reflejaba el sol como un espejo roto. Renar se estremeció.
—¿Y qué ocurrió? Si consiguieron domar el Eco, ¿por qué solo quedan ruinas?
—El Arquitecto nos salvó. Usó su creación para liberar el Eco. Creó a los Mugenkei, seres diminutos, invisibles, que nos rodean y se multiplican con el Eco, impidiendo que este circule por elementos inorgánicos. Eso provocó el colapso. Los Antiguos domaron el Eco, sí, pero dependían de él por completo.
Zhoren se detuvo y apoyó el bastón en el suelo polvoriento. Su voz se endureció.
—Basta de preguntas, Zeroluz. Guarda tus dudas para otro momento: hemos llegado a las Torres Muertas.
La entrada a las Torres Muertas se abría en un corredor amplio, flanqueado por esqueletos de torres oxidadas que proyectaban sombras irregulares sobre la tierra. El suelo, agrietado y polvoriento, era lo bastante ancho para que varios carros pudieran avanzar en paralelo. El camino recto, bañado por la luz inclemente del mediodía, se perdía en dirección a Torreón.
El traqueteo de unas ruedas rompió el silencio. Una carreta se acercaba lentamente, balanceándose bajo el peso de las lonas y del calor. El animal que tiraba de ella avanzaba con pasos pesados, el lomo cubierto de polvo. En un costado ondeaba, casi sin fuerza, una bandera descolorida: un salvoconducto.
El mercader, un hombre de barba rala y piel curtida, detuvo el carro al verlos. Sus ojos recorrieron a Renar con rapidez, pero se quedaron fijos en el bastón de Zhoren. El ceño se le frunció.
—Yo que ustedes no entraría —dijo en tono bajo, casi un murmullo—. Es más, huiría lejos de aquí mientras todavía pueden.
Zhoren clavó el báculo en el suelo polvoriento.
—Tengo asuntos en Torreón. Debo… recuperar algo que me fue robado.
El hombre lo miró con incredulidad, y su voz se endureció:
—Droskar ha enloquecido. Está cazando a todos los siervos drelianos como si fueran bestias. Ha incendiado templos, arrastrado a familias enteras a lo alto de su torre, sin juicio de sangre… y no parece que vaya a detenerse.
La mula rebuznó, inquieta, y el mercader la calmó con un leve tirón de riendas. Después bajó la voz aún más:
—Si lleváis ese símbolo —dijo, mirando otra vez el bastón—, os matarán.
Hizo una pausa, y sus labios se curvaron en un gesto apenas perceptible.
—Tres voces, un aliento —murmuró, y con un chasquido seco azuzó al animal. La carreta retomó el camino, levantando una estela de polvo que se disolvió bajo la luz inclemente del mediodía.
Zhoren inclinó la cabeza, apoyando el báculo en el suelo.
—El Eco permanece —contestó en voz grave, como una plegaria antigua.
Renar lo observó alejarse, con un nudo en la garganta.
—Zhoren… —dudó—. ¿Y si tiene razón? ¿Y si nos matan en cuanto entremos?
El Silente no apartó la vista del horizonte, donde las torres corroídas se levantaban como dientes rotos.
—No podemos dar marcha atrás. Necesito el diario.
—Pero… Droskar está quemando templos. ¿Y si…?
—Entonces —interrumpió Zhoren con voz grave—, nos ocultaremos en las sombras. O lucharemos, si no queda otra.