Zeroluz

Capítulo 14: La Piel del Silencio

Jhazira culminó el ascenso del túnel y el barrio umbrino de Torreón se abrió ante ella. Se extendía bajo toda la ciudad como un entramado de venas, un organismo vivo que latía al compás de quienes lo habitaban. Los corredores habían estado allí desde siempre, herencia muda de los Antiguos, un tejido de piedra y acero que conectaba las entrañas de las Torres Muertas con los bordes exteriores. Los umbrinos lo habían reclamado, transformándolo en refugio y arteria: allí vivían, comerciaban y silbaban.

Jhazira avanzó hacia una de las plazas centrales, donde el murmullo se condensaba en un zumbido constante. Aunque Torreón estaba regido por la ley de sangre de Droskar, el barrio umbrino se mantenía bajo sus propias normas. Droskar intervenía solo cuando el conflicto desbordaba al clan Modreth, sobre todo en disputas entre umbrinos y externos.

En la plaza central se alzaba la madriguera de los Modreth, líderes del barrio umbrino. Era la primera parada de Jhazira: debía anunciar su destierro y pedir asilo. Los Modreth se distinguían por haber rechazado a la Madre; todos en su linaje llevaban la marca del Fuego Observador. Tendría que anunciar su llegada y solicitar amparo. Aunque en lo hondo de sí misma lo sabía: la Madre la había rechazado… y aun así, la escuchaba.

Al llegar a la plaza central, Jhazira se detuvo. Inspiró hondo, con el pecho apretado, y alzó la mirada hacia la entrada de la madriguera. Aún llevaba las vendas ceñidas a todo su cuerpo, apretadas como una segunda piel. Antes de presentarse ante los Modreth debía quitárselas: no podía ocultarse. Tenía que mostrarse tal como era, umbrina y marcada.

Buscó un recoveco en la plaza y se deslizó hacia él. Con movimientos lentos empezó a desenredar las telas, comenzando por los brazos. Poco a poco, la piel traslúcida y grisácea quedó expuesta, visible solo en la penumbra del subsuelo. Aunque estaban bajo tierra, aquel estrato era de los más superficiales y, a través de aperturas y accesos, se filtraban luz que disipaba la oscuridad la plaza central.

Cuando retiró por completo las vendas, las dobló con cuidado reverencial. Eran parte de ella, su refugio y su máscara, su segunda piel y las guardó en uno de los bolsillos de la capa. Entre los umbrinos, la ropa no era costumbre: la piel debía respirar, debía estar en contacto con el aire. Solo se usaba una capa o un poncho, necesarios para ocultar pertenencias o llevar objetos. Todo lo demás quedaba desnudo en la oscuridad.

Ahora sí, estaba preparada. Se acercó a la entrada de la madriguera y dejó que el aire llenara sus pulmones. Con firmeza, anunció su llegada con el silbo que la había acompañado desde niña, el que contenía su nombre.

—〈Jhazira Umbrath〉

El sonido emergió suave y melódico, una corriente fluida que se desplegó en la penumbra de la plaza, hasta quebrarse en un estruendo final. Era su seña, la marca que la definía, imposible de confundir con ninguna otra. El eco rebotó en los muros ennegrecidos y se adentró en la madriguera, como si todo el barrio umbrino quedara convocado por aquel anuncio.

Entonces, desde lo profundo de la madriguera, una figura emergió. Alto, delgado, desnudo, sus pasos eran lentos pero seguros. Los grandes ojos se fijaron en Jhazira, y ella reconoció al instante al líder del clan. Ehrun Modreth avanzó hacia ella con la solemnidad de quien porta siglos de silencio sobre los hombros.

Jhazira se arrodilló reverencialmente ante él. La piedra fría recibió sus rodillas, pero no era sumisión: era el gesto debido a un ancestro, a un guardián del linaje. Ehrun se inclinó apenas, le retiró la capucha y dejó al descubierto su rostro. Sus dedos largos buscaron la marca de su mano, la recorrieron con una delicadeza que quemaba. Entonces la sostuvo, y con un gesto firme pero suave la ayudó a erguirse frente a todos.

Ehrun se llevó las manos a la boca. Sus dedos se entrelazaron en formas precisas, mientras la lengua modulaba el aire en un silbo profundo. El sonido brotó y: vibraba en la piel, retumbaba en las entrañas para que cada umbrino del barrio lo recibiera en lo más íntimo de su ser.

—〈Jhazira Umbrath, Marcada, Perdida, Bienvenida〉—

El silbo se propagó por la madriguera y más allá de la plaza, grabándose en la penumbra. Ya no era solo un nombre: era un reconocimiento, un sello audible de aceptación, ahora era parte del clan, era bienvenida. Los Modreth aceptaban a los marcados, ellos creian en el cambio, querian acercamientos entre los externos y los umbrinos y tenian posturas contrarias al resto de clanes.

Ehrun retrocedió sin darle la espalda a—como exige el protocolo— hasta ocupar su lugar: un asiento elevado un par de escalones sobre el resto, casi un trono desde el que dominaba la madriguera entera. Sus grandes ojos se alzaron y, por un instante, el silencio se espesó en torno a él.

Entonces Jhazira lo notó: entre las sombras, una figura externa destacaba. Llevaba túnica y un colgante con un símbolo ✶que le heló la sangre. El estremecimiento fue inmediato: por un momento creyó que era aquel dreliano que la había detectado, el que la había marcado, el dueño del diario.

Pero pronto advirtió la diferencia. Este hombre era más joven. Su rostro, afilado, parecía atento, lúcido. No había en él la demencia que recordaba en otro dreliano, el dueño del diario, cuya mirada ardía con un aura de locura. Este otro observaba con frialdad calculada, con una claridad inquietante que no sabía si era más peligrosa aún.

Tenía que hablar con él. Tenía que averiguar quién era el dreliano lo había marcado, cómo la había detectado, por qué uno de los suyod vagaba entre los suyos y no solo eso, estaba tan cerca del patriarca. La idea la golpeó con la misma inevitable claridad que el silbo de Ehrun: debía espiarle, acercarse sin ruido, aprender de sus gestos antes de exponerse.

Se obligó a respirar despacio, a parecer dócil, a dejar que la aceptación ritual la cubriera como una segunda piel. Mientras los murmullos volvían a tejerse alrededor, su mente trazó un plan en silencios: observar desde los bordes, seguir al extraño cuando se moviera, escuchar las palabras que dijera y registrar cada tic. Si el hombre portaba preguntas, ella debía tener respuestas. Si tenía aliados, debía averiguar quiénes eran.




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