Zeroluz

Capítulo 16: El eco interno

Renar seguía a Zhoren a poca distancia mientras jugueteaba con el mango que le había entregado. Comprobaba cómo la hoja que se formaba crecía o se acortaba según la cantidad que dejaba salir: podía variar desde una pequeña daga de apenas unos centímetros hasta una hoja más grande que él mismo. Todo dependía de las culebras que permitiera escapar, de ese cosquilleo interno que siempre lo había acompañado y que ahora comprendía como el Eco.

Lo curioso de aquella espada era que no cambiaba de peso ni ofrecía resistencia alguna al movimiento. Se formaba en el aire, ligera, más fina que un cabello, y aun así cortaba. Cortaba cualquier cosa. Durante el trayecto había estado probándola contra metales oxidados, piedras y plantas que crecían al borde del sendero.

El camino que seguían mostraba huellas de haber sido transitado: la hierba no crecía sobre el suelo apisonado. Surcaba los restos de las torres muertas, que Zhoren llamaba edificios, lugares donde los Antiguos vivían y trabajaban. Eran estructuras inmensas, tan altas que en su tiempo habían rozado el cielo, más altas que algunos montes. Ahora, en ruinas, algunos tramos del sendero se abrían paso a través de esos gigantes caídos: corredores de piedra y acero, sorprendentes en su altura y perfección, aunque ahora colmados de escombros, tierra y vegetación.

—Quieto —susurró Zhoren, extendiendo la mano hacia atrás para indicarle a Renar que se detuviera.
—¿Qué pasa? —preguntó Renar, mientras contenía el Eco y dejaba desvanecer la espada en silencio.
—Escucho algo —respondió el Silente, con la voz apenas más grave que un murmullo—. Creo que hay un grupo delante.

Zhoren se agazapó de golpe y, con un gesto seco de la mano, indicó a Renar que lo imitara. El muchacho obedeció, pegando el cuerpo contra las piedras. El Silente cerró los ojos un instante, como si la oscuridad lo ayudara a oír mejor.

Renar entonces lo sintió también: primero un traqueteo irregular, pasos atropellados que resonaban entre los muros derruidos; después, alaridos. Eran voces humanas, quebradas por el pánico. Se mezclaban gritos de auxilio con chillidos de dolor, y cada eco parecía acercarse más, llenando el aire con un presagio de sangre.

El traqueteo de pasos se quebró de pronto en un chillido desgarrado. Renar, encogido tras la roca, asomó apenas la cabeza y lo vio.

En un claro entre las torres, los esbirros del Tullido se entretenían con la cacería como si fuera un juego. Dos de los viajeros yacían ya en el suelo, degollados con una rapidez cruel, y un tercero corría tambaleante mientras lo perseguían lanzando risotadas.
—¡Otra cabeza! —vociferó uno de ellos, cubierto de sangre y relamiéndose los labios. Alzó su trofeo sangriento como si fuera un estandarte, y las gotas le mojaron el rostro como una lluvia roja.
—¡Esa es mía! —rugió otro, persiguiendo al último superviviente con una espada mellada que arrastraba por el suelo, dejando tras de sí un chirrido áspero y metálico.

—Tenemos que hacer algo —replicó Renar, intentando levantarse, pero Zhoren lo empujó hacia abajo por el hombro.
—No es nuestro problema —murmuró el Silente, sin apartar la vista del claro—. Nuestro problema es pasar desapercibidos. Debemos aprovechar que están distraídos y cruzar sin ser vistos.
—No… —Renar apretó los dientes y, antes de que Zhoren pudiera detenerlo, se escurrió de su agarre. Con un salto se lanzó directamente contra el esbirro que arrastraba la espada.
—¡Basta! —gritó Renar, mostrando una seguridad falsa. Por dentro, el miedo le encogía el pecho. En Valderia jamás había permitido las burlas y siempre se había enfrentado a los demás, pero ahora… ahora era distinto.

Cuando vio los ojos de los dos esbirros fijos en él, entendió su error. Lo miraban como lobos que han encontrado a un conejo indefenso. En ese instante supo que se había precipitado. Renar alzó la empuñadura, pero se le resbaló de las manos. Los dos esbirros estallaron en carcajadas y avanzaron hacia él con calma cruel, dispuestos a ampliar su sangriento juego.

Se agachó para recoger el mango, el corazón desbocado. Entonces, una esfera incandescente brotó a su espalda y surcó el aire con un zumbido áspero. La bola de fuego impactó de lleno contra uno de los esbirros, envolviéndolo en llamas que devoraron su risa al instante.

Renar se dio la vuelta, aún con el asombro clavado en el rostro. Vio a Zhoren, concentrado, apretando el bastón. En el hueco que Renar había observado antes, había encajado una de las keomitas de su talega. Sobre la punta del bastón empezaba a formarse otra esfera de fuego, lenta al principio, creciendo poco a poco hasta volverse compacta y vibrante en tonos anaranjados que iluminaban las ruinas. Zhoren giró la muñeca con precisión y, al mismo tiempo que soltaba la parte metálica, lanzó la esfera con un movimiento seco directo hacia el segundo esbirro del Tullido.

Esta vez la esfera no impactó. Con un salto lateral, el esbirro la esquivó, dejando que su espada cayera al suelo con un estrépito metálico. Se incorporó de inmediato, apuntó a Zhoren con un dedo tembloroso y gritó:
—¡Eres un dreliano, vas a venir conmigo!

De su cintura arrancó un cilindro sujeto por correas. Lo levantó hacia el cielo, tiró con fuerza del hilo que colgaba en un lateral y, en ese instante, un estallido seco retumbó en el aire. Una bengala rojiza salió disparada hacia lo alto, dejando tras de sí un rastro incandescente que iluminó las ruinas con un resplandor siniestro.

En ese momento, Renar agarró el mango, se incorporó y dejó escapar el Eco. No lo controló. Fue demasiado. Todo lo que había contenido salió de golpe, desbordándolo.

Renar sintió cómo sus culebras de Eco se desbordaron a la vez, formándose en espiral desde la base de la nuca y descendiendo por todo su brazo derecho. Se enroscaron, apretaron y retorcieron a medida que bajaban, estrangulándole el brazo, quemando la piel y los tendones en su paso. Una por una salieron por cada dedo, como hilos vivientes que tiraban de su fuerza. El dolor era insoportable: le comprimía el brazo entero, le ardía la carne.




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