Había una vez unas grullas. Una grulla y un grullo vivían en un pequeño pueblo, en el tejado de una casa rural, donde tenían su querido nido. Allí criaban a sus polluelos y eran muy felices.
Como les ordenaba la madre naturaleza, cada año las grullas migraban a tierras lejanas, donde no había inviernos fríos. Y con la llegada del verano, regresaban desde los países cálidos a su hogar, a su nido.
Cada otoño, después del verano, tras disfrutar de su vida en casa y ver crecer a sus crías, las grullas se reunían con otras familias de grullas en grandes bandadas. Formaban una "V" en el cielo y emprendían el vuelo hacia tierras cálidas, rumbo a África.
Pero allá, en África, sentían nostalgia por su hogar. Esperaban ansiosas el fin del invierno para poder volar de nuevo a su querido nido y criar más polluelos.
Así transcurrió su vida: viajando entre las tierras cálidas y su hogar, reproduciéndose y criando a muchas crías.
Sin embargo, un día, tras regresar de África, las grullas no encontraron su nido. Quedaron atónitas. ¿Cómo era posible? Durante generaciones, habían regresado a ese mismo tejado donde estaba su hogar, y ahora alguien lo había destruido. Dieron muchas vueltas sobre el lugar donde antes estaba su casa y lanzaron tristes graznidos.
El pueblo decía que no se debían tocar los nidos de las grullas, porque estas, en represalia, podían lanzar fuego sobre la casa del culpable. Y así fue. Las grullas encontraron hojas de papel ardiendo, las tomaron en sus picos y volaron hacia la casa del responsable, dejándolas caer sobre su techo.
Se desató un incendio en el pueblo. La gente corrió a apagar el fuego, mientras las grullas volaban sobre ellos, graznando fuertemente en el cielo.