Zignum Meiga Entre las dos caras de la luna

Capítulo 2 La Isla de la Orquídea Negra

El cielo se sacudía con el estrépito de los truenos. El viento gemía como el llanto de un fantasma en eterna agonía. El cielo lloraba porque una tragedia estaría por comenzar. Sus pesadas lágrimas descendían a la tierra, sobre toda la isla.
Cual ladrón a mitad de la noche entró el temporal. Perpetró como una pesadilla en el profundo letargo de los pobladores, asolando sus hogares y gran parte de la isla con el propósito de asaltar sus vidas.
Aunque lograron sobrevivir la mayoría gracias al refugio, un edificio abandonado que era un antiguo orfanato y que los propios pobladores habían ayudado a reconstruir, desafortunadamente perdieron a cuatro personas de las cuales tres eran niñas de entre cinco y siete años de edad.
Porque la gente al tratar de escapar de la furia de la madre naturaleza, cuando trataban de llegar lo antes posible al refugio, cuando se abrían paso con suma violencia entre sí, no importándoles la salvación ajena más que de su propia carne, las niñas en ese instante habían soltado en un terrible descuido y debilidad de parte de las madres, lo que les costaría la vida a sus hijas, sus manos, que era lo último que tocarían de ellas. Metiendo a las descuidadas madres involuntariamente al refugio por la desesperada muchedumbre, sin poder salir otra vez a buscarlas y recuperarlas. Después de las primeras horas de destrucción y temor, estando ya en el ojo del huracán, la desesperación y el llanto descontrolado de las mujeres en el letal silencio de la incógnita, provocaron que por votación unánime enviaran a un hombre. El infortunado elegido fue un anciano indigente a quien obligaron a ir a buscarlas con amenazas de echarlo fuera si no accedía. Porque nadie más quería arriesgar su vida, ni siquiera los propios padres de las niñas.
No tenía opción. Salir para morir o la oportunidad para vivir y regresar como un héroe. Pasando el tiempo en el ojo del huracán el hombre por fin regreso. Aunque desafortunadamente no llevaba a ninguna niña perdida o muerta consigo, solo su testimonio que nadie habría creído o querido escuchar. Ahora su cuerpo se encontraba inerte echado fuera de la isla cual alimento para peces y tiburones bajo el oscuro y frío mar.
Las brujas de la isla; se creía que también habían muerto. La gente pensaba que ese era el único beneficio del huracán. Eran demasiado odiadas en el corazón de la isla. Leyendas, historias y rumores de la gente de toda la isla habían turbado por algunos años el corazón de ellos mismos; y cegados por la ignorancia, creencias y rumores infundados los hacía actuar cual crueles verdugos. En aquel tiempo las brujas de magia negra eran imperdonables. La gente era en extremo supersticiosa, razón por la cual se había derramado sangre inocente de animales, causando que los gatos se extinguieran por toda la isla, y entre los habitantes linchaban a todo aquel sospechoso de causar un mal en ellos, ya sean gatos negros, cuervos o personas, su castigo no tenía forma. No tenían piedad, aún sin tener argumentos suficientes que aseguraran su veredicto de culpabilidad. Sólo se dejaban fiar por la madre de ellas al descubrirse después de su suicidio, que era una bruja de magia negra, porque en su vivienda se encontraron cosas que la encriminaban a eso. Y después de su muerte sólo se podía hacer una cosa, y eso era... quemar absolutamente todo. Quemaron la vivienda, quemaron el cuerpo y tiraron las cenizas lejos de la isla, poniendo a las hijas de la supuesta bruja en una realidad sin nada y sin nadie que se apiade de ellas por la errónea idea de que eran hijas de un demonio, engendradas de la misma sangre y que por ello eran iguales y probablemente peores que su madre.
Se dice que un grupo de personas intentó quemar lo único que quedaba de la bruja que eran sus pequeñas hijas, pero aquellas, según cuenta la gente, usando sus poderes demoníacos lograron huir perdiéndose en el monte y después de más de diez años aún seguían vivas. Se mostraban de vez en cuando como pequeños animales hambrientos en las primeras semanas de su ausencia. Después de ser exiliadas del pueblo hacia el monte, las niñas regresaban. A penas a sus siete años de edad tenían que luchar para sobrevivir, y de la sed y del hambre, tenían la única necesidad hasta en ese momento de robar, costándoles las humillaciones, insultos y las pedradas que iban brutalmente dirigidas hacia ellas. Poco a poco dejaron de verse. Habían decidido no volver jamás. Se vieron obligadas en el agreste exilio a comer gusanos, plantas, aves y hasta en algunas ocasiones agua del mar; con el único propósito de sobrevivir para después lo que sería su principal propósito, y lo que atraería su fiel venganza.
Un año había transcurrido desde que el huracán asoló la isla. Los habitantes de toda la isla estaban intranquilos pero principalmente en el corazón de ella.
La intranquilidad se debía a que seguían desapareciendo niñas desde las primeras tres, de dos en dos, cada tiempo definido, sin que se pudiera hacer nada aún previniéndolo, aún percatándose de que de nuevo sucedería otra inevitable e inexplicable desaparición. Ocurrían recurrentes peleas familiares entre parejas y entre los habitantes en el poblado.
La angustia y la preocupación estrujaban el corazón de las madres de las niñas desaparecidas. Sus horribles pensamientos en momentos plagaban sus débiles mentes que se iban volviendo en una bomba de tiempo que estallaría en cualquier momento en un llanto de desesperación.
En el poblado de las sirenas se sabía de la misteriosa presencia de dos bellas mujeres que caminaban descalzas en el crepúsculo por el pueblo y que desaparecían por el camino selvático de la colina que llevaba hacia el muy crecido y agreste monte. Con ropas cortadas de seda blanca semitransparente y que dejaba ver partes de una humectada, lisa y suave piel oscura impregnada de un brillante dorado y que al caminar todos los hombres de todas las edades quedaban como hipnotizados y las mujeres se volvían celosamente histéricas por ello. Tanto fue la histeria y celos que hasta hubo tres casos de homicidio. Entre parejas se mataban. Los tres casos de homicidio se trataron de los padres de las primeras tres niñas que desaparecieron en el huracán. Los hombres creían que eran hermosas sirenas traídas por el huracán, ya que estas aparecieron unas horas más tarde. Su primera aparición fue en la ceremonia funeraria de las niñas. Su belleza impactó a tal grado que los hombres olvidaron hasta la muerte de sus propias hijas.
Se deseaba más un hijo que a una hija para un hombre en aquella población para seguir con el trabajo que alimentaba a la familia. Trabajar en la tierra para la cosecha de plantas medicinales
que ayudaban en gran manera a la isla para ser exportadas posteriormente en balsas a la capital.
Su extraño poder curativo era realmente milagroso y se cuenta que su poder se debía a una extraña y muy hermosa orquídea negra que una vez apareció y luego desapareció casi el mismo momento de su descubrimiento, sin dejar rastro, pero desde su aparición posteriormente las plantas de aquel lugar comenzaron a crecer muy rápidamente y con propiedades casi milagrosas. Era como si aquella mítica orquídea hubiese dotado el suelo de toda la isla de un extraño poder mágico. El poblado físicamente era muy fuerte y saludable, por el consumo de aquellas raras plantas por lo que se necesitaba mano dura para su cultivo y según ellos una mujer no servía para efectuar esa tarea, ya que ellas sólo servían para tener hijos y obedecer a su hombre y nada más. Pero desafortunadamente, para ellos, uno de cada cinco hijos que nacían era varón.
Aquel pueblo se había vuelto casi en un poblado fantasma. Sus viviendas, hechas de madera de troncos delgados, estaban hechas más de una vez por material destruido que había caído al suelo después de un huracán. Aquel pueblo era casi un pueblo fantasma de hombres desquiciados y mujeres trastornadas y perturbadas que infectaban con su psicosis tóxica a la demás gente alrededor del corazón de la isla.
Los que tenían la oportunidad se marchaban sin pensarlo porque sabían que podían ser los siguientes pero inexplicablemente después de un tiempo regresaban a la isla con un comportamiento errático y con una mirada inexpresiva para después no saberse más de ellos si es que habían vuelto a dejar la isla o si aún seguían en ella, pero al no verse de nuevo se pensó que se habían ido al final. De los cinco pequeños poblados que habían al principio, sólo quedaron tres. Las opciones eran muy pocas y muy difíciles de tomar. Sólo el poblado de las sirenas decidió quedarse hasta el final. Con puertas bien cerradas, las ventanas entabladas que apenas dejaban entrar una estela de luz de día dentro de cada oscura y agobiante vivienda, el ambiente de suspenso y ansiedad era algo insoportable. Era una cruel espera sólo mientras optaban en tomar al fin la decisión del homicidio o el suicidio.
Las plantas medicinales, lo único que tenían se encontraba en ese lugar y la esperanza de la aparición de sus hijas; eran las razones de las madres de permanecer en la isla. Y de los padres, los hombres, la verdadera y única razón era el embelesamiento de la hermosa negra y brillante cabellera, la suave y lasciva piel oscura y la increíble belleza de las sirenas sin cola y de bellos pies descalzos que ahora llevaban puestas las más valiosas, nuevas y preciadas prendas de sus mujeres que solían usar sólo en casos de ceremonias o festividades importantes; sus collares de corales rojos y bellas y brillantes piedras de mar, sus prendedores de concha que les hacía lucir un peinado envidiable y sus zapatos de cuero que las hacían ver como todas unas damas de costa a las misteriosas y bellas sirenas. Extasiados por un sentimiento de placer o admiración tan intenso que enfrascaba en su disfrute a los hombres que contemplaban a las sirenas y les hacía olvidarse de todo lo demás. Como si nada más existiera para los hombres que sus obsesiones de lujuria. No había más credo que el amor profesado hacia las dos sirenas. Y las mujeres permanecían observando sumisamente sin decir nada como un montón de viudas en luto que no les importaba aparentar ya que sin sus hombres ellas creían que no eran nada. Obligadas a seguir un juego denigrante. Se sentían inútiles después de tanto tiempo sus oídos ser sodomizados por las mismas tóxicas palabras de ignominia desde su llegada al mundo "Eres mujer, no conseguirás nada sin un hombre" que se alojaban en sus débiles cerebros como parásitos que se alimentaban de su poca voluntad y cordura.
La autoridad considerada en el pueblo por el único apoyo moral y ayuda económica que él otorgaba a las familias casi destruidas que quedaban ahora sólo en el poblado de las sirenas, y que había servido como amparo para los marginados en el huracán, era Hefisto, un misterioso y respetable señor, alto de estatura, delgado, de tez pálida, con ojos de color verde oscuro rodeados de unas marcadas ojeras fruto de sus pocas horas de sueño. Con cabello largo de un color castaño claro que le llegaba hasta los hombros pero que siempre mantenía atado en una cola al igual que su barba que le llegaba hasta su pecho. Tenía una nariz algo pronunciada y unos labios carnosos, que en su mayoría estaba siempre formando una tensa línea en su rostro, muestra de su serio carácter, llevando siempre un puro entre ellos que parecía estar siempre encendido como si la exhalación de un dragón de fuego se tratase, como si el puro fuese eterno y el humo nunca se extinguiese. Hefisto se dedicaba a curar las heridas físicas, mentales y espirituales de la gente. Curar sus enfermedades y dolencias era su oficio diario. Ya que en aquel pueblo de tradiciones costumbres y leyes escabrosas, sin hospitales, ni política, como en un poblado de muy bajos recursos apartado del mundo era lo más que se podía esperar. Y lo que hacía que no fuera tan pesada la carga de sus vidas eran sus servicios gratis y hasta la ayuda económica que él otorgaba a aquella gente.
Después de las desapariciones y las peleas familiares, las mujeres lo visitaban con más frecuencia en su vivienda el cual tenía un asombroso invernadero construido en la parte trasera. Las mujeres no paraban de implorarle ayuda, le suplicaban como a un dios justo y poderoso que hace milagros, como a un ídolo de carne y hueso que alababan como a su salvador.
La mente de Hefisto un señor de cuarenta años perdidos retrocedió un gran paso atrás de su anterior vida para recordar cómo llegó a esa situación incómoda. Un mal recuerdo que no poseía en su memoria desde que la perdió por culpa de una mala mujer que desapareció sin dejar rastro. Según cuenta el pueblo, era su esposa la cual cometió el pecado de adulterio. Y cuando fue descubierta por él en la cama de otro, aquella traidora le estampó una piedra en su cabeza y le creó una herida mortal en su cráneo. Todo le fue dicho por testigos de palabras inconfiables, por la boca de la mentira encarnada en el pueblo en donde ahora estaba viviendo. Despertando en una nueva vida desconocida, con un trapo enrollado en la frente, con un agudo dolor de cabeza, y con una mujer junto a la cama donde reposaba durante el tiempo de inconsciencia. Despertando con la historia de su vida borrada de su memoria. La mujer que estaba a su lado era con quien se casaría más adelante, aun teniendo hijos de otro hombre. Pero el agradecimiento por cuidarlo y la similitud de su desgracia, ya que ambos fueron traicionados, los dos ahora estarían juntos como una nueva familia. Mientras dormía todo iba cambiando, y al despertar tenía una hermosa hija de tres años, de nombre Pandora, un simpático hijo de un año, llamado Héctor, y por supuesto una nueva esposa, de nombre Ana; hija de alguien que en los años cincuenta fue el gobernador de la isla, pero la sublevación le arrebató el poder por la opresión, el abuso de poder y la sofocación de la libertad de su pueblo que usaba como modo de gobierno. Provocando que ellos se armaran contra el tiránico gobernador quien quedó en el olvido, y con una hija que en el futuro también moriría por una extraña y corrosiva enfermedad de la piel que obtuvo al contagiarse en el agua de un río ahora inexistente. Siete años después del despertar de Hefisto, viviendo cinco años como una verdadera familia feliz. Ana falleció a causa de esa enfermedad dejando a Hefisto con un profundo dolor que le hizo ejercer ese trabajo para enmendar el error y la culpa de no haber hecho absolutamente nada para salvarla.
Hace dieciséis años despertó y volvió a nacer diferente a los demás. Con aspecto de extranjero y con el nombre Hefisto escrito en un cuaderno extraño que siempre traía consigo. Su apariencia física era muy parecida al de la gente que hace años llegó en barcos, en los muelles de la costa de Centroamérica. A él no le importaba recordar de dónde vino y como fue. Su pasado estaba en el pasado. Su nueva vida era su presente y su futuro.
Hace nueve años que Ana falleció y el curandero como ahora era llamado, había decidido retirarse. No podía responder a las curaciones. Se lo impedía una fuerza desconocida, tal vez sobrenatural. Hefisto tenía una habilidad que le había sido obsequiada después de los traumas de esas malas experiencias desde que le fue roto el cráneo según pensaba él. Tal vez se habían filtrado esas habilidades y conocimientos que habían crecido y desarrollado con cada experiencia, pero que estaban decayendo de forma tan rápida y descomunal. Ahora sólo se dedicaría en cuidar a su adorada nieta de cinco años apenas cumplidos y protegerla de la racha de eventos que habían causado que las niñas de entre cinco y siete años desaparecieran.
Hace cinco años, un joven de nombre desconocido, dejó preñada a una jovencita de catorce años, tres años más grande que ella. El joven la abandonó repentinamente, según cuentan la muerte vino a llevárselo. La historia contada por la gente fue que se ahogó en el mar y es todo lo que se supo. La joven dio a luz a una hermosa niña y la nombró Dasha, la hija de Pandora y nieta del curandero de La Isla de la Orquídea negra.
Pandora y su hermano menor Héctor fueron a estudiar fuera de la isla y a encontrar un trabajo estable para pagar sus estudios mandados por Hefisto una vez nacida la criatura. Fueron a una
región urbana de la costa. Dasha se quedó con su abuelo. Pandora regresaba a la isla de vez en cuando unas horas para estar con su hija y entregarle algo para su pan de cada día y lo que hiciera falta para poder criarla bien. Hace tiempo Pandora había decidido en tomar a su hija y a su padre e irse definitivamente de la isla pero algo había impedido que Hefisto la abandonara. La inexorable decisión de Hefisto al final fue que en un lapso de medio año podían irse. Pandora no entendía por qué a pesar de las desapariciones de dieciséis niñas en un año no era razón suficiente para huir de ese lugar, pero la desobediencia no era una opción, no con Hefisto, ya que después de haber tenido a una hija en malas condiciones y sacarla adelante, sólo quedaba confiar en su padre, aunque después de medio año más las niñas siguieran desapareciendo.
Bajo el frío de la luna que ya se empezaba alzar sobre la isla la marea trajo consigo las piernas cercenadas de un infante, pero ningún hombre parecía importarle, algunas mujeres también avistaron el suceso, sin embargo, también decidieron quedarse calladas y fingir que no habían visto nada.
Las sirenas no aparecieron en el atardecer y los hombres llegaron muy furiosos en sus chozas desquitando su furia contra sus mujeres como cada mes y medio. Las pequeñas hijas de los hombres
dormían en un profundo sueño que difícilmente pudieron conciliar en el desconcertante silencio de la noche que quedó después de escuchar los estridentes e inquietantes golpes de cosas siendo lanzadas y derribadas con suma violencia y de alguien con voz femenina siendo molida a golpes y de los últimos y demenciales gritos de ira de sus padres y los últimos quejidos lastimeros de sus madres, sin saber en lo terminaría al día siguiente, un homicidio, un suicidio o una desaparición.
La felicidad no existía en la isla. Los días festivos eran pasados desapercibidos.
Una mujer casi de la misma edad que Hefisto, de rodillas a sus pies, le suplicaba ayuda. La mujer imploraba con un llanto desgarrador el que no le sea arrebatada su única alegria. Su hija no, ella no, todo menos ella. La perdería cuando dejara el nido para vivir la vida, pero, no podía hacerse ya nada. Sólo algún Dios todopoderoso podía hacer algo, pero más se sabía del diablo que de Dios en aquella isla siniestra, y la súplica no le serviría de nada.
En el poblado de las sirenas. Las mujeres eran consideradas según la conveniencia de los hombres, desde una hermosa deidad hasta un simple y feo estorbo. Entre ellos efectuaban la unión. Las leyes eran ciegas, se manejaban por la moral falsa, esa era su naturaleza de sobrevivencia. Todo a favor de los crueles hombres que, en su afán de lucro y solvencia, hasta eran capaces de vender a sus propias hijas a hombres esclavos que las creían deidades. El hombre fuerte y la mujer débil, así era siempre, así debía de ser según sus leyes y creencias y así lo creían igualmente ellas. Era su infierno. Un infierno sólo para mujeres que ellas mismas creían merecer.
Todo por sobrevivencia. Pero había una mujer que no lo creía, una mujer fuerte y valiente que en vez de perecer decidió vivir fuera de las reglas de los hombres, trabajando arduamente en la pesca y en la agricultura, siendo al mismo tiempo la cabeza de la familia, soltera, sin hijos, sin padres, ayudando a cuidar a una niña que no era de ella si no de su hermana que hace seis años había quedado viuda; la muerte se había llevado a su padre a su madre y al amo y señor de su hermana. Esta mujer no era considerada importante para el pueblo pero aun así trabajaba por real sobrevivencia de su única familia.
Hefisto daba a notar a veces una sensación de amo y señor pero otras veces parecía justo y cariñoso, aunque ahora en esos últimos meses se mantenía más por la primera impresión en una mezcla de respeto y pavor.
Él lamentaba no poder ayudar con la petición de Desdemona. Las evasivas eran sus respuestas que surgían de alguien que él mismo desconocía, alguien oscuro, una maldad que no explicaba tener, algo muy confuso hasta para alguien que poseía conocimientos de lo inexplicable, era una sensación que sentía cada vez más fuerte, que en cualquier momento iba a emerger de las
profundidades de su mente un ser perverso.
Hefisto se levantó de su silla dejando al descubierto la razón de tantas horas de insomnio, y caminó sin decir nada por el pequeño pasillo al fondo hacia el cuarto de Dasha. Demetria vio sobre la mesa junto a la silla donde estaba sentado Hefisto el cuaderno artesanal de color cobrizo con una extraña figura de escorpión con cabeza de chacal plasmado en la portada que siempre traía consigo y que jamás había visto abierto y mucho menos leído su contenido excepto por las palabras: "Hefistus Cruciatus Scorpii Fui Draconum" que yacían escritas en un círculo rojo situado en el centro de aquella enigmática figura de la portada. Esta vez el cuaderno yacía abierto de par en par sobre aquella mesa, la cual también tenía frascos y envases llenos de sustancias raras que eran extraídas, según tenía conocimiento, de las plantas del invernadero. Demetria se preguntaba por qué Hefisto había dejado su cuaderno abierto, y se hacía suposiciones de que tal vez el cansancio lo abrumaba y lo hacía olvidar cosas o que estando con gente confiable no habría necesidad de ocultar algo que, por conocimiento del respeto que le tenían, mantendrían por sí mismos distancia, y ese mismo respeto le prohibía a Demetria acercarse siquiera al cuaderno pero, era demasiado tentador, ella era demasiado curiosa y poco a poco el respeto lo fue perdiendo.
-Demetria ¡¿Qué se supone que estás haciendo?!.
-Tal vez esta oportunidad no la volvamos a tener nuca Desdemona. Hefisto, desde que vino a esta Isla poco se supo de su verdadera identidad y de sus orígenes, él siempre fue un misterio para nosotros, pero sin embargo, supo ganarse la admiración de la gente al derrocar a alguien que por alguna extraña razón hemos olvidado su nombre y hasta su rostro, pero aun mantenemos la memoria de que fue un tirano, alguien que compraba a las mujeres y niñas y obligaba a los hombres a trabajar como esclavos para recuperar lo que por derecho les pertenecía que era sus propias esposas, hermanas o a sus propias hijas. Desdemona, no quiero morir sin saber quién es la persona que nos liberó de ese monstruo.
-¿Y si descubre que leíste su cuaderno?
- Pues por eso me avisarás cuando venga, no te preocupes, sólo le echaré un pequeño vistazo, además, la culpa lo tendrá él por enseñarme a ti y a mí a leer ¿no crees?.
- ¡Demetria! ¡eso no es gracioso! bueno, está bien, pero no te tardes mucho que en cualquier momento
regresará-.
Demetria se acercó rápida y sigilosamente al cuaderno y comenzó a leer mentalmente lo que había ahí escrito.
Mientras tanto, en la habitación de Dasha, las risas de las niñas emanaban alegría y paz el espacio donde se encontraban, como una candorosa dimensión de tiernos ángeles situada en un lugar de demonios, como los campos elíseos situados en el mismísimo Hades. Los ojos verdes jade de Dasha, su tez morena clara era muy envidiada por las madres de la población. Dasha era una niña hermosa e inocente del mundo en donde se encontraba. Su mundo sólo era de preocupaciones menores, de risas, de cajas de música, de muñecas, de felicidad. Su mundo se basaba en una fantasía enigmática que compartía con su mejor amiga. Ambas veían bailar a una pequeña muñeca dentro de la caja de música, imaginaban ser madres algún día y ser bailarinas cuando crecieran. La muñeca sólo giraba dentro de su propio eje, pero disfrutaban tanto cada vuelta que daba, cada giro era un segundo más de eterna felicidad que se convertiría en efímera y se vería irrumpida nuevamente por el cruel y triste escenario de la realidad adulta.
Hefisto, después de regresar de ver a las niñas, al final, le ofreció a Desdemona cuidar de Calipso en su vivienda. Le ayudaría sólo a eso, no podía hacer más y ella, inmensamente agradecida, aceptó de inmediato, no había más por hacer.
Más tarde, Demetria no podía conciliar el sueño, aquella página la mantenía pensando por horas, no lograba entender el significado de algunas cosas escritas en ella pero, lo poco que pudo descifrar de la página era que hablaba de un arma, un arma que tenía el poder de repeler ataques demoniacos provenientes de todas las direcciones excepto, por debajo de los pies de aquel que lo llevara consigo. Aún así teniendo en cuenta la debilidad de aquel escudo, su portador poseía la habilidad de sentir las vibraciones por más sutiles que sean, ataques subterráneos o terremotos justo antes de que estos se manifestaran en su contra, pero, cualquier escudo o premonición perdía fuerza cuando se usaba el arma para un ataque, es decir, sólo se podía atacar o defenderse con el arma pero no ambas acciones al mismo tiempo. Demetria se preguntaba si era posible que existiera un arma así, de qué tipo de arma seria y si la poseía el curandero, y lo más importante, si la tenía consigo ¿por qué no la había usado contra el demonio que raptaba a las niñas? Tal vez leer aquel misterioso y críptico cuaderno, igual que su propietario, no fue una buena idea, sólo quería obtener respuestas sobre la identidad del curandero pero sólo logró obtener más preguntas que tal vez nunca serían contestadas, ya que planeaba llevarse a la tumba el hecho de haber leído ese fragmento del cuaderno y saber el punto débil de un arma que probablemente nunca llegara a ver.
Cualquier demonio que esté en contra de Hefisto haría lo posible de saber este secreto para saber cuándo, cómo y desde qué dirección atacar para vencer el escudo de Hefisto. Demetria pensaba y pensaba mientras veía un escorpión negro caminar por la pared de madera cerca de ella, de repente, el insomnio cedió y Demetria cayó otra vez en esa horrible pesadilla donde daba a luz a un bebé muerto, para luego ser suplantado por una horrible y demoníaca criatura bañada en sangre y que reptaba por su desnuda piel para despertarla bruscamente después de intentarla estrangular con sus pequeñas y monstruosas extremidades. Para ella era una pesadilla sin sentido, ya que jamás había quedado embarazada y lo atribuyó a las preocupaciones que la afligían por culpa de un desconocido demonio que mantenía a su hermana y principalmente a su sobrina en una tensión de peligro constante.
La tristeza y la desolación se reflejaba en el cielo en el atardecer de la isla. El rojo crepúsculo de la anunciación de las doncellas de la noche que caminando en la pasarela terrenal del campo,
dejaban regado ignorancia, incertidumbre, confusión, celos y deseo en el ambiente. Los hombres eran incitados por sus más repugnantes y bajas pasiones y las mujeres eran torturadas mentalmente al sentir que los celos no servían de nada si no tenían efecto, y sin sus hijas, estaban muertas en vida. La línea que separaba a los hombres de las sirenas era una barrera mortal de cercanía condicional. No podían ser tocadas y sólo se les podía ver, oler y regalar toda la miserable pertenencia que ellos a duras penas poseían. Ellos lo entendían como una fuerza mágica de las sirenas que todos los atardeceres eran acariciadas por miradas masculinas, mientras se humedecían en el río para al final desvanecerse en las tinieblas de la noche. Las sirenas nunca aparecían un día antes de la fecha que las niñas desaparecían cada mes y medio. En año y medio habían desaparecido dos docenas de niñas o tal vez más. Al final sólo quedaron dos niñas en La Isla de la Orquídea Negra. Calipso y Dasha.
Las sirenas no aparecieron en el atardecer y la desesperación de los hombres que atisbaban sus siluetas inciertas, fugitivas, y que nunca lograrían alcanzarlas, provocó la furia al llegar en sus chozas como cada mes y medio.




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