Su oído se agudizó por influencia del miedo. El monótono tic tac del reloj del péndulo, su respiración nerviosa y los latidos acelerados de un pequeño corazón propagados entre las traicioneras sombras de la residencia eran las únicas impresiones que el oído alerta de Eleni podía percibir hasta el momento. Aún vulnerable con el débil resguardo de sábanas y mantas recubriendo su pequeño y frágil cuerpo, esperaba por ese terrorífico silbido que anunciaba el inicio de su pesadilla. Sólo con imaginarse la melodía de aquella canción de cuna, creada con el propósito de arrullar y caer en el sopor, y que era la misma que hacía alusión al esperpento de sus pesadillas que recogía los aspectos más horribles de su apenas formado concepto de la realidad, la sumergía ahogándola en un gran y profundo pozo de terror imposible de salir, y que la orillaba a volver a mojar las sábanas. Sin embargo, aún se encontraba despierta, indecisa, encadenada a su fría cama por un miedo incontenible, reteniéndola para recorrer el oscuro pasillo que la llevaría al cuarto de baño. Se sentía algo mareada, con pequeñas náuseas y un leve dolor abdominal. Abrazaba aquel obsequio de su tía Pandora, a su muñeca Anzhela, nombrada así por Eleni en memoria de su madre y que hacía alusión a la palabra ángel. La abrazaba con la débil esperanza de que su pequeño ángel la custodiara de sus hórridas pesadillas, le había contado todos y cada uno de sus secretos, hasta los más oscuros. Le había contado que extrañaba a sus verdaderos padres y que extrañaba desde luego a Calipso.
Y antes que comenzara a escuchar el ubicuo canto del grillo que auguraba el inicio de aquel perturbador sonido de labios fruncidos, cual nubes negras vaticinando una tormenta, se dispuso a bajarse al fin de la cama con su muñeca en brazos y aún con el avasallante miedo estrujando sus nervios. La noción del severo castigo de parte de su tía Melanie, si se atreviese a ensuciar las sábanas de nuevo, fue motivo suficiente para hacerla levantarse y encaminarse de prisa al cuarto de baño. Y justo cuando comenzaba a sentirse extraviada por la oscuridad, llegó. De inmediato encendió la luz al abrir la puerta.
Habían transcurrido unos minutos. Eleni temía regresar a su habitación. Se encontraba reflejándose en el cristal del espejo justo frente a la pared movediza que desvelaba el horrible cuarto de tortura, utilizado como castigo por Melanie, por cada vez que su sobrina se portase mal.
La sonrisa de Eleni se hallaba muerta y sepultada tras una máscara.
El calor y quemazón que sufría en el confinamiento del cuarto sauna se podía comparar al ardor que sentía de las crueles caricias que le propinaba el monstruo de su habitación. Se había quitado su máscara, aquella que ocultaba su piel rojiza provocada, no por el incendio que le arrebató la vida a sus amados padres sino, por el castigo que cada día tenía que soportar al descubrirla su perversa tía con las sábanas húmedas. Melanie la odiaba y cada día se lo decía, que ella era la responsable, la que había originado el incendio que acabó con la vida de su hermana Anzhela, del cual Eleni había resultado ilesa, acusándola de tener tendencias pirómanas, y decía que tenía que reprenderla por lo que había hecho, condenándola a llevar aquellos guantes y mangas de color piel en sus brazos y manos, aquellas pantimedias en sus piernas, y aquella máscara del mismo color de su piel que ocultaban la evidencia del maltrato físico a la que la sometían sus crueles verdugos.
Observaba su triste rostro y también el rostro reflejado de la muñeca en el espejo. En seguida, despertó en ella una sensación extraña que la hizo sentirse sumamente incómoda, era como un deja vú. El rostro de la muñeca pareció soltar una expresión enrojecida de cólera al fruncir su ceño de porcelana. De pronto, la luz de un rayo reverberó en el espejo, seguido de un trueno estrepitoso que sacudió la noche y estremeció a Eleni, y que causó que soltara a su muñeca de la impresión. La muñeca cayó como el plomo entre sus brazos.
El cristal del espejo se partió en dos, enmudeciendo el crujido de la porcelana, al tiempo que las luces del cuarto de baño se apagaron como por efecto de un corto circuito, sucediendo la completa oscuridad en la que se sumergió Eleni junto aquél siniestro y perturbador silbido que comenzó a recorrer en la lejanía de los oscuros pasillos, inundándolos con el sutil y diablesco aliento expulsado en compañía del odorífico y gélido aire infernal de la perversión y la depravación humana. Eleni sabía que aquel lejano silbido provenía de su habitación. En ese preciso instante, el suave crujido de la puerta del cuarto de baño se escuchó al abrirse. Y un nudo en su garganta estuvo a punto de convertirse en un grito de pánico.
Eleni se cubrió la boca con ambas manos ahogando un grito de terror, pero pronto se percató que el silbido aún permanecía distante. No se atrevía a salir para enfrentarse a la oscuridad. De pronto, el silbido silenció. Eleni caminó con los brazos extendidos en la negrura casi palpable de la residencia para salir hacia la puerta que se había abierto por sí sola. Y pronto, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad que era mermada por las luces intermitentes de los rayos, seguidos por los estridentes truenos y el sonido de la lluvia que traía consigo gota a gota melancólicas notas de dolor cargadas de desasosiego y que comenzaban a acallar cualquier otro sonido, incluso un lejano silbido. Eleni comenzaba a ver poco a poco y no sabía que era peor, si su volátil imaginación que cabalgaba por los vericuetos lejanos y difíciles de recorrer donde plagaban horrorizantes formas en la oscuridad suspensa, o las sombras que se desprendían de las paredes de los pasillos en la sinuosa penumbra.
El largo pasillo parecía no tener fin.
Preocupada por las sombras que la acechaban, sintiéndose culpable de que su muñeca Anzhela hubiese durado poco tiempo en el papel de su ángel guardián trás ser víctima de su descontrolado miedo, se abrazaba a sí misma mientras contenía las lágrimas, temblando en el frío de su soledad, respirando hondo con miedo, como si el frío aire al entrar en sus pulmones helase y fuese a quebrar sus pequeñas vértebras. De pronto, sin darse cuenta, había llegado. Eleni estaba frente a la puerta de su habitación la cual se encontraba a medio abrir. Asomó poco a poco la cabeza en la abertura para asegurarse de que no hallase ningún monstruo dentro antes de pasar. En ese preciso instante, el destelló de un relámpago desveló en la oscuridad un cuerpo agonizando bocabajo en un suelo ensangrentado. Esa noche el miedo la sobrepaso. Eleni presenció a su tío, quien había comenzado a llamarlo papá, arrastrándose con sus pies totalmente destrozados, hallando la forma de escapar del ataque mortal de aquel monstruo. Sus gritos de auxilio habían sido silenciados por algo que se enroscaba en su boca y cuello, cual serpiente a punto de engullir a su presa. Sentía la textura punzante de cada incisivo y molar que como las hojas de varias sierras perforaban y desgarraban su piel.
Sentía como la muerte rozaba su corazón. Los desorbitados y llorosos ojos de Héctor, que emanaban un sufrimiento y dolor lancinante, encontraron los ojos aterrorizados de Eleni quien suprimía su alarido, sabía que no debía gritar, más sin embargo, no había ninguna fibra en todo su pequeño y tembloroso cuerpo que no gritase de pánico. Retrocedió poco a poco intentando hacer el menor ruido posible, manteniendo su boca tapada con ambas manos. Y a una distancia considerable, apartada de la puerta, se echó a correr a la habitación de su tía. Conocía el peligro, de aquella llama en su habitación que auguraba un fuego devastador para su familia.
-No abras los ojos-. Escuchó Héctor en un susurró en la oscuridad a aquella voz de ultratumba segundos antes de perder la vida.
Pronto Eleni había entrado a la puerta de la habitación de su tía que por suerte se encontraba abierta. Eleni se acercó rápidamente a lado de Melanie, quien se encontraba profundamente dormida, con un antifaz para dormir cubriendo sus ojos y tapones cubriendo sus oídos que la apartaban de la realidad.
La niña comenzó a llamarla, le daba pequeños empujones, la despojaba del antifaz, despegaba sus párpados,
apartaba los tapones y le hablaba cerca de sus oídos, intentaba despertarla de mil maneras pero, Melanie era asidua a tomar pastillas para poder conciliar el sueño con aquel vaso de agua que dejaba siempre en el buró junto a la cama. Eleni se encontraba tan asustada en medio de grandes aspavientos y de unos cuantos chillidos que no logró percatarse de aquella sombra que se había metido a la habitación y se encontraba detrás de ella. De pronto, unas manos la sujetaron con fuerza, taparon su boca y ahogaron su grito.
- Shshsh No grites, soy yo-.
Era Calipso quien había presentido aquella extraña sensación que la alertó como una pesadilla que hubiese logrado escabullirse de la mente humana y que buscaba refugiarse en algún escondrijo de la realidad. Eleni le explicó brevemente a Calipso que su papá Héctor estaba siendo comido por aquel monstruo de sus pesadillas y le pedía llorando que lo fuera a rescatar. Calipso le pidió quedarse en el cuarto mientras ella iba a investigar. Al salir de la habitación y escuchar pequeños ruidos que provenían de la habitación de Eleni, decidió que era mejor pedir ayuda por teléfono. Al llegar y alzar el teléfono de la sala en la planta baja descubrió que no había timbre, lo mismo sucedió al llegar al teléfono de la cocina. Desafortunadamente, el problema que había ocasionado que la residencia se quedara sin energía eléctrica también había afectado la línea telefónica. Mientras tanto, Eleni había sujetado el vaso con agua y se dispuso echar el líquido en el rostro de su tía.
- ¡¿Pero qué te pasa estúpida?! ¡¿Estás loca?! ¡¿Por qué me aventaste agua?!
- ¡Tía Melanie, papá Héctor, el monstruo lo va a comer!
- ¡¿Pero qué sucede contigo?! ¡¿Y Héctor?! Un momento ¡¿Quién te dijo que podías quitarte la máscara maldito engendro?! Espera un segundo... ¿Dijiste Héctor? ¡¿Qué es lo que le has hecho a mi marido maldito monstruo?!-.
Melanie corrió descalza por el pasillo tras haber abofeteado y empujado a su sobrina. Al abrir la puerta entró de inmediato a la oscuridad de la habitación. Sus pies descalzos sintieron la viscosa sensación como de uvas aplastadas para hacer vino. Las gotas de lluvia repiqueteaban y resbalaban sobre los cristales de la ventana, el sudor le resbalaba por las sienes, un tropel de lágrimas resbalaba por sus mejillas. De pronto, como si las gotas de la torrencial lluvia que se había desatado afuera hubiesen buscado penetrar en la habitación, escuchó aquel goteo que se iba convirtiendo en llovizna, sintió el mojar como el abrir de una regadera sobre ella que la bañó de aquella húmeda y misteriosa sustancia con desagradable y metálico olor. La luz de otro rayo se asomó por la ventana e iluminó por un par de segundos la habitación de Eleni y reverberó en las paredes, desvelando el rojo escarlata con el que Melanie se había bañado. Melanie sentía la húmeda y fría sangre resbalar por la piel de sus brazos y su rostro goteando y salpicando todo el suelo de madera. Melanie permanecía extática ante el horror, se hallaba presa ante la inminente amenaza que había triturado las entrañas de su esposo, a quien no diferenciaba en dónde comenzaba la cabeza y acababan sus pies, a punto de caer en la vertiente hacia la locura. Retrocedió un par de pasos y contempló, taciturna y helada, el confuso cadáver de Héctor reducido a un sanguinolento y amorfo tapete que era el vómito de un monstruo. Sus fuerzas endebles sucumbieron ante el terror que la enajenó haciéndola desplomarse en un súbito desmayo sobre la sangre derramada en el suelo.
La pequeña cascada de sangre se detuvo y una mirada penetrante de ojos carmesí, que destellaban en la oscuridad, se clavó en el inmóvil cuerpo de Melanie que momentos antes había visto reflejarse en su tez la locura y el pánico. Aquella pesadillesca criatura se hallaba adherida en el techo interior del cuarto y había regurgitado la sangre de Héctor sobre Melanie. Enseguida, la puerta de la habitación se abrió abruptamente irrumpiendo en el acto Calipso, quien traía un cuchillo en su mano, no importándole su seguridad. Se arriesgó a tomar a Melanie del brazo y arrastrarla fuera de la habitación, manchándose sus brazos y el cuchillo de cocina que traía en su diestra. El ensangrentado suelo facilitó su arrastre, lo que ayudó a Calipso deslizar a Melanie hacia el pasillo más rápidamente. Al salir, Calipso cerró la puerta bajo llave asegurándose que lo que sea que estuviese adentro, se quedase ahí. Cada segundo era crucial para lograr sobrevivir a aquello que aún no tenía forma ni rostro. Calipso dejó por un momento a Melanie en el pasillo al final de la escalera, y entró corriendo al cuarto de Gabriel, quien yacía dormido ajeno al peligro. Lo resguardó entre sus brazos y enseguida buscó a Eleni pronunciando su nombre, quien había vomitado en el suelo y se encontraba oculta debajo de la cama en posición fetal por un dolor en su estómago que iba y venía. Ambas salieron con prisa hacia el pasillo para encontrarse con Melanie, quien comenzaba a incorporarse apoyándose con la mano izquierda contra la pared y la mano derecha sobre la cabeza por el mareo que sufría a causa de la fuerte impresión. De pronto, sus ojos se fijaron en el cuchillo ensangrentado que traía aún Calipso en su mano.
- ¡¿A si que fuiste tú?!, ¡¿no pudiste quitarme a mi marido y por eso decidiste matarlo?!, ¡y ahora quieres arrebatarme a mi bebé! ¡¿no es así?!.
- ¡No! ¡no Melanie! ¡no es lo que piensas!.
- ¡No es lo que pienso!. ¡¿Acaso crees que soy una idiota?!. ¡He encontrado muerto a mi esposo o lo que queda de él, has allanado mi casa, tienes a mi bebé en una mano y un cuchillo lleno de sangre en la otra! ¡¿y todavía tienes el descaro de decir que no es lo que pienso?! ¡¿Así es como me pagas mi indulgencia al permitir que te vayas?!, ¡debí dejar que te pudrieras en prisión!
Calipso le entregó a Eleni al bebé y se acercó a ella para susurrarle algo en el oído.
- ¡Y tú, maldito engendro!, ¡¿te has aliado con esta asesina?!. ¡Eres igual que ella?! ¡¿así me pagas por haber permitido que vivieras en mi casa?! ¡y todavía te hice una fiesta!. ¡Tú debiste morir y no mi hermana!. ¡Cuánta suerte tuviste que, aún cuando intenté pasar el carro sobre tí, ésta haya estado en el momento oportuno para salvarte!. ¿Pero acaso ya le dijiste que es lo que salvó? ¿Ya sabe lo que haces? No lo creo, porque de lo contrario no estaría a tu lado. Pero a ver si cuando descubra lo que eres te seguirá queriendo y viendo con los mismos ojos de compasión. ¡Ahora ya basta de indulgencias! La suerte se te acabó. Espero hayas disfrutado tu pastel. Las encerraré a ambas en el sauna hasta que se hayan achicharrado por completo! ¡Eduard! ¡Eduard! ¡Ven ayúdame!-.
Calipso corrió para detener a Melanie, quien había perdido la razón y se hallaba gritando como una posesa el nombre de su mayordomo. Y pronto, ambas se hallaban forcejeando al final de la escalera, aprovechando el momento Eleni para pasar y correr con Gabriel en sus brazos para bajar las escaleras y guardarse en uno de los escondites de la residencia. Calipso abatió con un puñetazo en el estómago a la frenética mujer quien cayó sentada al suelo. Melanie pese a que en el pasado tenía una gran fuerza y habilidad, gracias al deporte de defensa personal desarrollado en la Unión Soviética del cual ella entrenó en el hervor de su adolescencia; no obstante, ahora se encontraba oxidada a comparación de Calipso, quien no tardó en derribarla. Pero eso no la detendría a usar una vez más sus artimañas con tal de salirse con la suya.
Melanie sacó el anillo de plata de su dedo y lo lanzó lejos de ella, asegurándose de desviar la atención de Calipso, quien seguía el anillo con su mirada y aprovechó su distracción para sujetarla de los pies y hacerla caer por las escaleras. Calipso se precipitó por los escalones, golpeándose las conyunturas con cada peldaño hasta acabar inconsciente al pie de la escalera con la pierna fracturada, moretones y algunas contusiones en el resto del cuerpo.
Melanie tomó las llaves de repuesto que había dejado caer Calipso, las cuales estaba segura que eran las mismas que dejaba Héctor ocultas en una caja en forma de piedra situada en el jardín de la entrada, en caso de que la niñera o algún miembro de la familia olvidase la llave. Había olvidado cambiarla de lugar cuando Calipso se marchó. Melanie bajó las escaleras hasta llegar a Calipso, vio el cuchillo tirado junto a ella y lo agarró rápidamente con la plena intención de clavarlo en las costillas de su víctima.
-¡Calipso!-.
El grito de Eleni al ver a Calipso, a punto de ser asesinada, llamó la atención de Melanie, esta comenzó a correr tras su sobrina, quien echó a correr despavorida. Eleni se sintió otra vez mareada deteniéndose en el momento, y pronto fue capturada y arrastrada del brazo de vuelta hacia las escaleras. Eleni no paraba de gritar y llorar, suplicando que la soltara. Melanie la obligaba violentamente a subir las escaleras, la arrastraba por el oscuro pasillo dirigiéndose poco a poco al cuarto de baño.
-¡Ya deberías haber muerto. Después de que termine contigo, seguiré con tu amiga!-. Amenazó Melanie cual loca psicópata.
De pronto, la puerta de la habitación de Eleni empezó a golpear, algo azotaba la madera desde el interior del cuarto, cada segundo las embestidas eran más fuertes, más potentes, era un ruido tan brusco, tan violento, como el de un toro que embiste en su furia animal. Con tal potencia que era seguro que en cualquier momento derribaría la puerta que lo aprisionaba. Y de repente, los aterradores golpes cesaron y un silencio inundó el pasillo, aquel silencio sobrecogió a Melanie, y la invadió una especie de desconcierto y recelo. Era un silencio sepulcral igualmente aterrador que no duró por mucho tiempo. Eleni, aprovechando la perplejidad de su tía, mordió la mano que la sujetaba, consiguiendo zafarse de su agresora, quien intentó sujetarla de nuevo, pero enseguida, la niña se quitó su guante de compresión descubriendo la piel dañada de su mano amenazando con tocar a su tía. Melanie enseguida se detuvo como si temiera tocarla, y Eleni echó a correr hacia donde se encontraba Calipso. El rugido repentino de la tormenta rompió el silencio de la noche. El retumbar estruendoso de los truenos, el destellar de los rayos, el romper de los cristales en fisuras detrás de la estilizada herrería de las ventanas de la residencia, eran las señales del inicio del caos. Un soplo de aire sacudió el húmedo cabello de Melanie descubriendo su atónito rostro. Aquella puerta comenzó a vibrar impetuosamente como por obra de un pequeño seísmo. Calipso se había despertado y comenzaba a levantarse lentamente con ayuda de Eleni, pero caía en ella cada pesa de dolor que le imposibilitaba el ponerse de pie. La vibración de la puerta cobraba en el cenit del terror en los latidos de cada corazón aún vivo, un tono desconcertante. El silencio de la noche comenzó a poblarse de ecos espectrales.
Después de largos segundos de desconcierto que parecían interminables eones, un rápido, estrepitoso, y súbito movimiento, hizo desprender la puerta de su lugar, y los cristales de las ventanas estallaron volando por los aires en filosos fragmentos. La puerta salió disparada deslizándose a través del pasillo, mientras Melanie, escapando de su trance, se pegó a la pared logrando eludir la puerta que se dirigía a desplomarse pesadamente por las escaleras, como si un huracán la hubiese lanzado desde lejos. Calipso escuchó la puerta de madera precipitándose por las escaleras, cual mortal avalancha que se desliza por la ladera de una montaña de nieve, violenta y estrepitosamente, arrastrando con ella todo lo que encuentre a su paso. Calipso, aún con el dolor de su cuerpo, abrazó a Eleni para alzarla y lograr esquivar rápidamente la puerta que se impactó, unos segundos después de apartarse Calipso, al pie de la escalera justo donde ella se encontraba.
Melanie dejó la pared dispuesta a emprender la huida pero aquellos ojos rojos en la oscuridad destellaron nuevamente bloqueando su salida. Aquello la aterrorizó haciéndola retroceder de pánico. Melanie, enseguida se echó a correr hacia la habitación de Eleni. Al entrar rápidamente al cuarto, sin saber a dónde huir, sus pies descalzos patinaron en el suelo resbaladizo lleno de sangre. Se arrastraba con suma desesperación y llanto, cual cerdo al matadero revolcándose en el lodo de su inmundicia. En seguida, sintió otra vez ése gotear en su rostro, miró hacia arriba cuando las gotas caían, mientras un despiadado escalofrío la abrazaba, contemplando las mil bocas de una sed maldita que emanaban un aliento de muerte. Por fin pudo ver el rostro de su depredador. Aquella pesadilla encarnada que había abierto su quijada mostrando sus temibles fauces. Varias filas de puntiagudos y filosos dientes enmarcaban el agujero abismal que la devoraría, semejantes a las mandíbulas de un tiburón, con las que había masticado a su esposo. Un arma retráctil en la cavidad de una criatura de naturaleza insondable, preternatural, inverosímil, que sólo podía existir en las más agobiantes y horrorosas pesadillas de un enfermo mental. Melanie pegó un grito de terror sólo por un segundo y no se supo más de ella.
Calipso y Eleni corrieron hacia la puerta de entrada en el recibidor encontrándose con una puerta cerrada bajo llave que incorporaba una hoja de acero, su aspecto externo era el de la madera, que revestía al metal del interior. La puerta blindada tenía dos puntos de cierre con cuatro puntos de anclaje al marco con una cerradura de cilindro. Cada puerta de salida en la residencia estaba dotada de igual forma. Todas las ventanas estaban dotadas de herrajes de seguridad, cierres especiales y manillas con bloqueo que convertían a la residencia Kedward en una especie de fortaleza hogareña. Eleni le hizo saber a Calipso que Melanie traía las llaves de repuesto y las originales se hallaban en la habitación de sus tíos. Calipso le pidió a la niña que se mantuviera callada y oculta en uno de los escondites de la residencia en lo que ella iba a buscar las llaves, y Eleni sabía muy bien donde ocultarse y así lo hizo. Calipso comenzó a subir las escaleras en silencio, en seguida, escuchó unos pasos aproximarse, bajó lo más rápido que pudo intentando no hacer ningún ruido y se dirigió al escondite detrás del estante de libros situado junto a las escaleras. Estando ya adentro, intentaba contener su jadeante respiración, esperando el momento propicio para salir a buscar las llaves.
Su mente divagó para controlar su miedo. Exprimiendo vagos recuerdos de la infancia para ahuyentar sus temores. Protegiéndose una vez más entre melancólicos recuerdos.
Eran las seis de la mañana. Calipso se despertó repentinamente, Dasha aún dormía, Calipso la quiso despertar con pequeños empujones, pero al parecer, la perezosa no quería abrir los ojos, pensaba Calipso. Aquello fue el último recuerdo que tenía de Dasha. Después de eso todo estaba borroso. Se había descubierto de los recuerdos que abrigaban su cordura y ahora escuchaba el repiquetear de pasos bajando las escaleras poco a poco hasta alejarse cada vez más por los oscuros pasillos de la planta baja. Calipso aprovechó la ocasión y se apresuró a salir de su escondite con pasos sigilosos como una sombra, pero al disponerse a acercase al pie de la escalera para comenzar a subir, casi se le escapa un grito al divisar a Melanie de pie esperándola al final de la escalera, mostrándole el cuchillo que aún tenía en la mano derecha. Melanie abrió su boca y mostró su lengua, la cual llevaba un símbolo extraño marcado en el dorso. Aquel símbolo, que yacía impreso en el centro de la lengua como un tatuaje con forma de telaraña roja de sangre, comenzó a invadir el órgano de una extraña sustancia, tiñendo la lengua y el paladar de un color negro azulado. Melanie acercó el filo de la hoja del cuchillo a su lengua y la pasó cómo si la lamiera, bifurcándola desde el surco medio hasta el vértice de la lengua. Convirtiéndola en una lengua bífida como el de una serpiente. La lengua comenzó a sangrar pero la sangre no era roja sino de un color negro-azul que se hallaba derramándose por su boca. La expresión de Melanie era vacía, como si no tuviera emociones, como si no sintiera dolor. El entresijo que se tejía entorno a su recoveco rostro comenzaba a volverse cada vez más aterrador. De pronto, ejecutó una serie de movimientos veloces con sus brazos, manos y dedos, que duró sólo un segundo. Enseguida murmuró unas palabras ininteligibles. Al finalizar abrió nuevamente sus negros labios y una araña de color negra azulada, semejante al de la especie Atrax Robustus, saltó de una boca que ya no tenía lengua, desvaneciéndose en el aire. En ese preciso instante, el cuerpo de Melanie elevó su temperatura generando una ignición.
Melanie ardió en llamas como por obra de una combustión espontánea. Su rostro no mostraba ningún indicio de dolor por la conflagración. Comenzó a bajar las escaleras y chispas de fuego azulado se desprendían de sus poros, quemaduras estigmatizaban su piel, sus caricias dejaban regado un camino de fuego. Todo en ella había cambiado. Tenía garras en vez de uñas, tenía cuchillas en vez de dientes y facciones demoníacas en vez de un rostro humano. Melanie, o lo que se había apropiado de su cuerpo, se detuvo a mitad de la escalera. Sus pies, como dos pequeños pájaros de la muerte, volaban junto a los peldaños, levitando como una sombra sin peso. El calor derretía la grasa de su piel y la tela. Éste, a su vez, fue absorbido como una mecha para así quemarla convirtiendo el cuerpo de Melanie en leña ardiente.
De pronto y sin previo aviso, el cuerpo de Melanie estalló en un torbellino de fuego que se iba convirtiendo en un tornado con la forma de un ser con cola de serpiente, cabeza de búho y fauces de lobo que vomitaba arrojando un fuego arrasador que calcinaba todo a su alrededor. El grito de las almas ardiendo era la música que deleitaba su camino. Y aquel ser de iris rojos, con llamaradas refulgiendo en sus pupilas verticales y de apariencia zoomorfa, vociferó en una voz gutural:
-Morirás cada mañana y renacerás al anochecer-.
El fuego se extinguió como si nunca hubiese existido, como si hubiesen cedido las brasas perdonando las paredes de la residencia. El cielo sangraba gotas de rocío.
Por encima de la residencia subía ya el resplandor de la aurora, y las aves negras vestidas de luto se apilaban sobre su lecho.
Hería el aire diáfano del amanecer.
La policía y los bomberos llegarían al día siguiente, sólo para contemplar los sedimentos que había dejado la tormenta. Entre los escombros y tablas de madera carbonizada se hallaban huesos chamuscados regados por todas partes. Eran parte de la osamenta de una infame mujer. El grito de desesperación de una voz infantil se oía cada vez menos. El monstruo se había marchado y el mayordomo Eduard y la niñera Calipso habían desaparecido, siendo señalados al final como los principales sospechosos del execrable crimen.