Zirisia

Capítulo 1: Audiencia con el soberano

Las cadenas zigzagueaban en la arena como una serpiente acechando a su presa. El esclavo corría descalzo detrás de las tenues nubes de polvo que levantaban los caballos, mientras el radiante sol sacaba destellos de sus grilletes. El intenso calor evaporaba el sudor de los jinetes y el denso bochorno les impedía discernir la forma exacta de la muralla en la distancia.

En las afueras del muro, un centinela subido a un colosal monolito fue el primero en avistar sus siluetas. Se apresuró a soplar un enorme cuerno creando un estruendo que se repitió en diferentes puntos dentro del fuerte, alertando a guardias y habitantes por igual. Hombres y mujeres en el interior corrieron de un lado a otro levantando armas y colocándose las armaduras, mientras los niños y adultos incompetentes en el combate movían los suministros y despejaban la calle. En cuestión de segundos, la caballería pasó galopando a toda velocidad por mitad de la plaza directo hacia la entrada; las puertas se abrieron frente a ellos y se cerraron detrás del último caballero.

—¡Son cuatro exploradores heridos a caballo y dos prisioneros, capitán! —reportó a gritos el centinela. La caballería estuvo a punto de partir, cuando el vigilante se pronunció de nuevo—. ¡Creo que Aldre está entre ellos!

El capitán endureció el gesto y dio la orden de bajar las armas y esperar en la entrada, ignorando su tarea de interceptarlos para descartar amenazas. Sin embargo, en cuanto los viajeros enfrenaron frente a ellos, supieron que no representaban ningún peligro: estaban hechos un desastre.

Aldre tenía una herida punzante en el hombro y el brazo, pero no era nada en comparación al resto de su brigada, que lucían severas abolladuras en sus piezas de armaduras sucias e incompletas, así como rastros de quemaduras sobre sus túnicas manchadas de sangre. Incluso en sus caballos se percibían indicios de maltrato y hambruna. A la derecha, una mujer de cabello oscuro cargaba un ornamentado carcaj en la espalda; era la única que no tenía heridas visibles, pero parecía estar a punto de desmayarse.

Sin embargo, nadie en el grupo se veía peor que el prisionero que llegó corriendo a pie un momento después; al capitán le pareció increíble que pudiera moverse a ese ritmo, considerando que tenía la complexión de un indigente y el cuerpo vendado del cuello para abajo. Estaba claro que tuvieron algunos altercados por el camino, pero aun así era extraño que regresaran después de tanto tiempo.

—¿Dónde demonios te habías metido, Aldre? ¿Cómo terminaron así? —inquirió el capitán.

—No sé por dónde empezar —respondió él con la vista cansada bajo su turbante. Su yegua era la que mejor apariencia tenía en todo el grupo, y quizá por eso era la que transportaba a una muchacha inconsciente atada a la montura—. Los kretnia nos persiguieron hasta el cruce llano. Los perdimos, pero no tardarán en seguirnos el rastro. Debemos prepararnos.

—Esas puertas no se abrirán hasta que alguien me explique dónde está el resto —declaró el capitán mirando las caras de todos los acompañantes, pero estos bajaron la cara. Solo Aldre mantuvo la vista fija en el capitán.

—Creo que ya lo sabes, Olver. Fui el único que sobrevivió, a estos los contraté en el camino para que me ayudaran a regresar.

—¿Y dónde está Nervala? —quiso saber Olver de inmediato.

—Los bandidos nos emboscaron varias veces, tienen trampas en todo el camino. Nervala nos salvó una noche haciendo de distracción pero... tuvimos que huir sin ella. Lo siento.

El capitán bajó la mirada en silencio hacia la cresta de su negro caballo y se mantuvo así por un momento. Entonces alzó su lanza, enorme y reluciente, y apuntó con ella a Aldre con los ojos enardecidos tras la visera del casco.

—Ni siquiera traes las armas —advirtió apretando dientes—. ¡Dame una razón para no matarte aquí mismo!

—¡Olver, cálmate un poco! —le rogó Aldre alzando las manos—. A-así no vas a resolver nada. Escucha, traigo información importante. —Los dedos le temblaban al intentar explicarse—. Necesito hablar con Zeo de inmediato, o no...

El estruendoso sonido del cuerno estalló de nuevo.

—¡Más corceles por el norte, capitán! —informó el centinela—. ¡Doce lanceros de estandarte violeta con varios cautivos!

Los guardias desenvainaron sus espadas y los arqueros en la muralla templaron sus arcos. El capitán estrujó las riendas al ver las siluetas detrás de las colinas, soltó gruñó y se hizo a un lado penetrando a Aldre con la mirada.

—Estoy seguro de que Zeo te matará cuando te vea; y si no lo hace él, lo haré yo más tarde. ¡Solven! —Uno de sus soldados se acercó—. Guíalos hasta el templo, y no les quites el ojo de encima. ¡Abran las puertas y protejan los muros! ¡Nosotros intentaremos negociar! —ordenó, y un momento después partió al galope seguido por la caballería.

Aldre no pudo esconder su gesto aliviado. Los guardias no tardaron en obedecer y, en cuanto las puertas empezaron a abrirse, algunos arqueros salieron en fila a tomar posiciones estratégicas. Solven les hizo una seña para que lo siguieran: los viajeros retomaron la marcha y los guardias en la entrada se hicieron a un lado para permitirles el ingreso.

Un único sendero conectaba la entrada con el otro extremo del fuerte al borde de un risco, y por cada lado del camino estaban instaladas montones de jaimas raídas y estructuras en ruinas pero habitadas. Los familiares de los soldados, que trabajaban desde la herrería hasta el comercio, presenciaron su entrada con curiosidad y murmuraron al verlos pasar. Algunos contemplaron horrorizados sus prendas ensangrentadas y se lamentaron imaginando las desventuras del largo viaje, pero la mayoría estaba más interesada en ver el botín; aunque parecía un cargamento muy reducido.

Después se fijaron en el desdichado prisionero, que caminaba indiferente a pesar de los pesados grilletes y cadenas que apresaban sus miembros. Su cabello tenía un bonito degradado marrón y su rostro seguro habría sido atractivo en otros tiempos, pero ahora tenía los huesos marcados como un mendigo, la barba descuidada de un náufrago, y los ojos resignados de un moribundo. En contraste, la hermosa muchacha de rizos casi plateados lucía tan bien cuidada, que en poco tiempo iniciaron las apuestas para adivinar el nombre de la familia de nobles a la que pertenecía.




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