Zirisia

Capítulo 2: Entre piedras y garabatos

Primero quisiera aclarar que Meriito no es mi verdadero nombre, sino un título que me gané en uno de mis largos viajes; sí, esos viajes de los que tanto se habla últimamente. Pero antes de la fama y la gloria, no fui más que un joven inocente y soñador que siempre estaba dispuesto a todo para ayudar a otros. Una verdadera lástima, pues ese altruismo que antes nos liberó, mañana nos traerá la ruina, ya que cargué con el Manhab en mi espalda; y al condenarme, nos condené a todos.

Solo le pido a los presentes que no escuchen mi historia codiciando mis secretos. Lo que contaré no es una guía para obtener poder, sino una oportuna advertencia, de lo lejos que puede llevarte la voz en tu interior, y de que no existe un mal peor que el ego, que siempre acaba por destruirnos.

Respecto a mi verdadero nombre, quizá mis padres me habrán dado uno muy bonito; jamás lo sabremos con certeza. La verdad es que fui abandonado cuando era tan solo un bebé y no recuerdo nada sobre mi origen. Lo único que sé al respecto es un antiguo relato que solía narrarme una mujer cuando era un niño, y que hoy les narraré tal y como lo recuerdo. No les queda otra opción que confiar en sus palabras, como lo he hecho yo toda mi vida. De manera que, si todo es cierto, mi historia inició una agitada noche oscura cuando una mujer llamada Preya intentaba refugiarse de una tormenta:

Al parecer corría intranquila sobre los charcos lodosos de la pradera cuando escuchó un lloriqueo desesperado entre relámpagos. Más intrigada que aterrada, se dejó caer por la cuesta pedregosa de un cauce, pero le costó ubicar el origen de mi llanto con la lluvia picando sus ojos y oídos. No fue hasta que una violenta ventisca la sacudió hasta la orilla que pudo escuchar mis quejidos con mayor claridad. Avanzó con dificultad por la bruma y detrás de una roca me encontró, llorando a moco tendido sobre el caparazón de una tortuga a la que estaba amarrado firmemente de torso, pies y manos con múltiples sogas.

Se apresuró a desatar los nudos, pero la humedad había endurecido las cuerdas y el río crecido estremecía las piedras alrededor; era, en sus palabras, la tormenta más agresiva que había visto. Rápidamente recogió una guija y la frotó con ímpetu contra una de las cuerdas hasta que los hilos se soltaron, pero aún quedaban muchas otras y la corriente retumbaba enfurecida. Miró alrededor pidiendo ayuda a gritos, pero su voz se volvió un susurro bajo el estrepitoso cielo. Pudo abandonarme, correr y ponerse a salvo, pero en su lugar se arrodilló y, enterrando sus dedos bajo las ataduras, cargó a la tortuga en su espalda conmigo afianzado al caparazón.

Juntos pesábamos tanto que a Preya le flaquearon las piernas de inmediato. Me contó que su intención era alejarnos del borde, pero no contó con que los feroces vientos le impidieran moverse con libertad. Peor aún, quedamos atrapados entre las dos paredes del lecho, y ella no tuvo otra opción más que seguir recto por el sendero de grava hasta hallar un camino por el que subir a la planicie. Pero solo había avanzado un poco cuando oyó un fragor, una capa húmeda cubrió sus tobillos, y al girarse solo pudo ver cómo el voraginoso río se nos vino encima. Fuimos tragados en sus aguas y revolcados sin piedad en una turbulencia que finalmente silenció mi llanto. Preya se sujetó como pudo de las cuerdas de la tortuga y mi pálido rostro sereno fue lo último que vio antes de desmayarse.

Lo siguiente que recordó fue despertar en un lugar oscuro con el rostro entumecido, tosiendo toda el agua que había tragado. Se encontraba tendida sobre arena blanda, pero el aire cálido y húmedo no era el del río. Tampoco pudo ver los rayos cuando los fuertes tronidos sacudieron la tierra, ni pudo encontrar la luna. De hecho, lo único que alcanzaba a vislumbrar era una tenue luz azul en la distancia, desde donde se escuchaba una corriente fluyendo como una pequeña cascada. En ese momento comprendió que el torrente la había arrastrado hasta una gruta con una pequeña isla, rodeada por el agua que discurría desde el río. También dedujo por el estruendo que la tormenta seguía arreciando afuera, y no había mucho que pudiera hacer al respecto; el cuerpo le pesaba el triple. Así que cerró los ojos y un momento después ya había caído en un profundo sueño.

Quién sabe cuánto pasó hasta que espabiló de nuevo. Se incorporó asfixiada, mareada y con un intenso dolor de cabeza. Tardó en percatarse de que estaba sonando un lloriqueo constante de fondo, y solo entonces se acordó de mí. Recuerdo que me describió el dolor que sintió en los huesos al levantarse tambaleando para seguir mis lamentos desesperados por la caverna. Me halló en otro montículo de arena, aún atado al enorme reptil que dormía plácidamente. Preya buscó a tientas una estalagmita y la usó para finalmente cortar las ligaduras una por una. Tanteó mi cuerpo en busca de heridas y no encontró más que las marcas que las sogas dejaron en mi piel. Me tomó en sus brazos y me meció tiernamente, pero un rato después ya estaba segura de que mi llanto, al igual que la tormenta, no iba a detenerse pronto.

Por mucho tiempo ignoré de dónde sacó el calor o el alimento para mantenernos con vida durante los seis días que duró la tempestad; más tarde en mis viajes descubrí que Preya se guardó muchos detalles sobre esa noche. Ya llegaremos a ello. Por ahora lo más importante es que en honor a esa catástrofe en la que nos conocimos, Preya me dio mi primer y más preciado nombre: Torva, que significa remolino de lluvia. También le debo a la tormenta haber descubierto aquella reservada gruta, que aunque no era el sitio ideal para un huérfano, terminó por convertirse en mi hogar.

En cuanto la lluvia cesó, Preya usó los restos de cuerda para amarrar mi tobillo a una roca y se marchó. Regresó al día siguiente con algunas bayas verdes que trituró hasta convertirlas en pulpa, y con eso me alimentó por un tiempo hasta que aprendí a comer otros tipos de fruta. Crecí siendo un niño sano y vistiendo las prendas que Preya me obsequiaba. En ocasiones la vi llegar al refugio con una talega llena de carne, que ella misma asaba en la fogata mientras me hablaba del mundo como las madres le hablan a sus hijos; sin embargo, todas las tardes sin falta, se despedía y me abandonaba a mi suerte en la oscura caverna.




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