Zirisia

Capítulo 3: Clamores de la montaña

Tres antorchas arrojaban una tenue capa de luz sobre las criaturas plateadas de espaldas anchas y brazos musculosos que cargaban hachas de mi tamaño; recordé de inmediato las advertencias de Preya sobre las bestias que merodeaban por el bosque. Un hombre canoso de vestimenta elegante se quedó junto a la mujer de aspecto riguroso, sosteniendo una antorcha en una mano y un carcaj de flechas en la otra.

Ella tenía la piel nívea, los rasgos finos y el cabello negro embutido dentro del cuello de su ancho abrigo. Siguió a las criaturas con la mirada hasta que se perdieron entre los árboles y la niebla, y entonces exhaló un largo suspiro. Se llevó a los labios un relicario que llevaba colgado del cuello y susurró unas palabras que no alcancé a descifrar. Un penoso aullido estalló desde la montaña y resonó por el área, seguido de múltiples golpes secos. La mujer dirigió la vista al inmenso cielo con el ceño fruncido, observó las nubes por un momento; entonces miró de reojo en mi dirección. Me incliné por reflejo, aunque confiaba en que estaba demasiado oscuro para que me viera. Divisé un halo gris que comenzaba a surgir alrededor de su ojo, y un siniestro escalofrío me recorrió el cuerpo. Estaba a punto de echar a correr cuando un estruendo metálico retumbó detrás de ella.

—¡Necesitamos ayuda, mi señora! —clamó una voz dentro del bosque. La mujer se giró alarmada, chasqueó la lengua y se movió hacia la entrada del bosque susurrando otras palabras a su colgante.

No me quedé a averiguar si pudo verme. En cuanto se dio la vuelta descendí la vertiente en cuclillas, sobresaltado por otro poderoso aullido; dejé para otro momento averiguar qué podía producir un sonido tan desgarrador. Sin pensarlo dos veces abracé la canasta y me zambullí en el río; todo quedó en silencio unos segundos mientras me hundía, y algunos pescados se me perdieron por las mismas aguas que antes recorrieron con vida. Braceé con vehemencia hasta la otra orilla temiendo ser arrastrado, y solo entonces noté lo calmada que estaba la corriente, casi inmóvi de hecho, aunque el agua estaba más fría que nunca.

Salí empapado y tiritando de frío, pero al menos no había ninguna antorcha a la vista ni aullidos extraños provenientes del bosque. Levanté la canasta y fui directo al refugio, deteniéndome solo para atravesar una roca detrás de mí. Vadeé el lago de la caverna hasta la pequeña isla, dejé la canasta y abracé mis hombros buscando mis piedras carmesí con la vista; sonreí al ver que aún quedaban cuatro. Usé una para encender la lumbre con mis dedos temblorosos puse a cocinar un par de truchas, disfrutando del reconfortante calor del fuego.

Estaba tan hambriento que casi me trago las espinas, y no comí más porque preferí administrarlas con cuidado hasta aprender a pescar; pero esa era una tarea para otro día. Esa noche me dejé caer agotado sobre la arena, sumamente orgulloso de haber conseguido comida y huido del peligro sin un rasguño. Esa idea me provocó una sensación nueva y placentera en el pecho que me puso de buen humor. Me arropé con mi manta y, tras un lapso de estornudos y temblores, me dormí con una sonrisa en el rostro a la luz de la fogata. Es curioso lo bien que descansaba tras un día tan caótico, libre de amenazas y preocupaciones. Pero esa noche fue una excepción, porque me acometió una extravagante pesadilla en la que presencié formas y colores que desconocía.

Empezó en un pueblo que jamás había visto. Yo era un niño pequeño sobre los hombros de una mujer alta y risueña, que me llevaba por la plaza saludando a otros aldeanos con dulzura; los tablones de las casas tenían preciosos ornamentos de madera y telas de colores vívidos. La mujer se detuvo ante una fuente, me sentó en un peldaño y besó mi frente con cariño, justo antes de comenzar a transfigurarse frente a mí: su mitad derecha se volvió traslúcida y se recubrió de telas color crema; del lado izquierdo se desplegó un vestido escarlata sobre una piel pálida como las nubes. A la derecha los ojos amarillos acompañaron una amable sonrisa, a la izquierda los gélidos ojos azules centelleaban como los colmillos que salían de su boca en forma de mueca. Le crecieron brazos, alas, crestas y otras partes de animales que no conocía; no tenía dudas de que era una bruja, pero no me provocó ganas de correr hasta que el ser me tomó del cuello con sus garras y abrió las fauces. Por alguna razón no me tragó, sino que emitió un intolerable zumbido exótico, como una mezcla entre el crepitar del fuego y el silbido de la brisa, que de inmediato me desorientó. Entonces sonrió con los ojos llenos de malicia mientras el ruido incrementaba en mis oídos hasta volverse intolerable, tanto que cada uno de mis huesos se estremecía. Un ave plateada se posó en mi hombro y cientos de pirañas planearon desde las nubes directamente hacia mí. En ese momento el lado diáfano de la mujer estiró un brazo y me tocó con su dedo.

—¡Preya! —grité exaltado al despertar y mi voz resonó por la caverna vacía. Me llegó un intenso olor a madera chamuscada y pescado mientras luchaba por recuperar el aliento. Fui directo a lavarme la cara en el pozo, de vez en cuando interrumpido por algún estornudo molesto que me recordaba que ya no tenía madera; necesitaba buscar un poco si pretendía cocinar de nuevo y sobrevivir otra noche igual de helada. Cubrí la canasta con mi manta; no sabía si eso las mantendría frescas, pero quería que se conservaran un tiempo para compartirlas con Preya.

Por desgracia, salir a buscar leña resultó ser más difícil de lo que esperaba. Estaba seguro de que no necesitaba un hacha; según me explicó Preya, la maldición de una bruja hizo que los árboles ancianos perdieran las hojas y sus troncos huecos se volvieran débiles como ramas. Yo mismo lo comprobé varias veces cuando sin querer quebré en pedazos la madera que debía cargar al refugio, por lo que desgarrar un árbol no parecía problema. El verdadero inconveniente era más simple: no me atrevía a poner un pie afuera.




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