Zirisia

Capítulo 4: Una vida mejor

Hendí mi espalda contra la corteza del tronco hasta quebrarlo y caí rodando hacia atrás; otra flecha me rozó el hombro. Aproveché para levantarme en un pie y escapé cojeando por el bosque sin mirar atrás; estaba oscuro, pero me conduje con destreza por un largo tramo hasta que no escuché pasos siguiéndome. Entonces me oculté detrás de un árbol grueso para recuperar el aliento y revisar mi herida, pero antes de que pudiera hacer nada percibí un silbido agudo, un crujido seco y la vibración de la madera detrás de mí. En un instante, una flecha penetró el tronco por ambos lados y me perforó el hombro izquierdo, poniéndome de rodillas dando un penoso alarido. El ardor de las heridas me hizo sollozar, el aire se redujo y un repentino ataque de tos me impidió respirar, cuando unos pasos metálicos resonaron desde más arriba; supe enseguida que mis gritos alertaron a los guardias, así que hice un esfuerzo para ponerme de pie y bajar por el otro costado de la montaña más alejado al refugio.

Salí del bosque nervioso, desangrándome, desconfiado de mi alrededor y con las eufóricas pisadas resonando a mis espaldas. Vi una parte del río detrás de una colina marchita y no dudé en dirigirme hacia allá, aunque la zona era nueva para mí. Al llegar me encontré con un cauce idéntico, pero el canal del río desaparecía por debajo de otra colina más lodosa y empinada, que con solo verla supe que no podría escalar.

—¡Ahí, por la colina! —gritó alguien detrás de mí.

Al girarme vi a tres sujetos con las armaduras tan sucias, que solo supe que eran guardias por los cascos con forma de bestias. Intenté bajar por el risco, pero en cuanto pisé una roca sentí una insoportable punzada en la pierna que me hizo caer por la pendiente dando un fuerte bramido. Adolorido pero aún consciente, me arrastré sobre la grava adolorido con la pierna dormida y un extraño hormigueo recorriéndome el hombro. Mientras el ruido a mis espaldas se incrementaba entendí que no tenía lugar al que correr, así que me levanté baldado encarando el caudaloso río y con una enérgica embestida me arrojé en sus aguas.

Todo sucedió muy rápido: oí fuertes clamidoz y en unos instantes la turbulencia me alejó de allí; sin embargo, no estaba a salvo aún. Fui revolcado como un muñeco de trapo por un túnel oscuro, sin fuerzas para retomar el control de mi cuerpo. Solo pude sacar la cabeza para tomar agua y al hacerlo advertí que iba directo hacia una hilera de piedras picudas.

No le conté esto a mucha gente porque creí que me tildarían de loco, pero tuve la impresión de que unos instantes antes de recibir el golpe fatal, el río se apiadó de mí.

—¡No lo pinches más! ¡Creo que está despertando! —Fue lo siguiente que escuché.

Con la visión aún borrosa discerní frente a mí a una mujer robusta como un tronco, pero de rasgos finos y piel muy tersa; tenía el cuerpo cubierto de collares y pulseras, y sujetaba una trucha inmensa en la mano. Entonces sentí un retortijón y solté un quejido.

—¡Por Almena! —exclamó aterrada—. ¿Qué hacemos, Valdo? ¿Llamamos a un guardia?

—Tendríamos que explicar por qué estábamos aquí —replicó una voz rasgada. Miré de reojo al hombre moreno, de bigote corto y ojo amoratado—. Nos meterían en el calabozo. Mejor dejémoslo aquí, Bisonia. Tiene la cabeza rota además de esas heridas, debe haber perdido mucha sangre.

—Pobre criatura —se lamentó la mujer viéndome revolcarme en la tierra—. Pero Valdo... ¿Crees que Almena aprobaría abandonarlo? —el hombre volteó a verla intrigado—. Puede ser una prueba. ¿Ya recibiste el silencio?

El hombre negó y se quedó observándola con el ceño fruncido, después a mí, y de nuevo a ella. Entonces enrolló el hilo de pesca con todo y carnada, lo guardó en su pantalón holgado y metió sus brazos bajo mis sobacos.

—De acuerdo, pero no nos puede ver nadie. No quiero que nos culpen a nosotros de esta… atrocidad. ¿Quién te hizo esto, muchacho? —No tuve fuerzas para responder. La mujer le ayudó a levantarme—. Bueno, mejor así. Necesitamos que guardes silencio.

Uno de los mayores desafíos de mi vida fue soportar el dolor a espaldas de Valdo a través de una serie de colinas terrosas, por un atajo que la pareja tomó para evitar la ruta principal hacia su pueblo. Llegamos antes del alba y desde la loma aprecié múltiples hileras de casas de leño firmes pero con partes en decadencia como tejados despedazados, cortinas desgarradas, paredes inclinadas y exteriores lúgubres. Por la calle principal vi a varios guardias caminando con sus antorchas levantadas. Bisonia y Valdo descendieron la ladera agachando la cabeza. Entonces me cargaron en sigilo a través de algunos patios descuidados hasta que alcanzamos un cercado de alambre y tablas añejas que protegía una pequeña cabaña. Atravesamos el jardín marchito y entramos por la puerta trasera a una habitación oscura donde solo pude distinguir una fila de túnicas colgadas frente a una enorme ventana. De repente sonó un potente golpeteo del otro lado de la casa que sobresaltó a la pareja.

—¿Quién puede ser tan temprano? —se cuestionó Bisonia.

—¡Solo la guardia tocaría así! —murmuró exaltado Valdo al entrar al pasillo. Volvieron a batir la puerta—. ¡Que nos lleve Vhaza si nos descubren! ¡Rápido, distráelos mientras oculto al muchacho!

Bisonia corrió hacia la puerta principal mientras nosotros entramos a una habitación pequeña, o quizá lo parecía porque estaba atiborrada de muebles desgastados y cajas vacías. Valdo me tendió en la entrada, metió la mano debajo de una vitrina y sacó una palanqueta de hierro oxidada. Se estiró para clavarla justo entre una viga del techo y la solera. Los primeros rayos de sol atravesaron las hendiduras del tejado cuando empezó a palanquear para desprender un ancho tablón de la pared.

—¡Cariño, el alcaide Dónegan quiere verte! —llamó Bisonia desde la sala.

La tabla crujió al desprenderse. Valdo me levantó agitado y me arrastró por el boquete murmurando improperios. Me dejó caer sobre el suelo rústico del armario secreto, se limpió la sangre de las manos con un trapo viejo y selló la pared de nuevo.




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