Era el primer día de un ciclo que se repetiría una vez cada mil años: el despertar de los doce reinos zodiacales. Los astros en el firmamento se alineaban en una danza mística, marcando el inicio de un nuevo orden y un peligro ancestral que amenazaba con destruir la paz que alguna vez fue sagrada entre ellos.
El aire se sentía denso en el Palacio de Leo, un imponente castillo de piedras doradas y cristalina lava que ardía en el centro del Reino del Sol. Al frente, sobre un trono esculpido en oro, se encontraba Leona, la joven reina del reino. Su cabello rubio y salvaje, como una melena indomable, reflejaba los destellos del fuego que se agitaba a su alrededor. Su mirada dorada era profunda y enigmática, con una fuerza que sobrepasaba la de cualquier otro signo. Ella no sólo era la líder de su reino; era la guerrera más fuerte de todos los signos zodiacales.
La quietud del palacio fue interrumpida por un mensajero de Cáncer, el Reino del Agua, quien llegó con noticias urgentes de un antiguo mal que había empezado a despertar. Los guardianes de los elementos sabían lo que significaba. Un pacto se había roto, y la paz entre los signos pendía de un hilo.
Leona escuchó con atención, con una mezcla de desafío y curiosidad. Cada signo tenía sus propios intereses, sus secretos y sus ambiciones. La última vez que se habían reunido, siglos atrás, habían surgido intrigas y traiciones. Para ella, la Alianza de los Doce no era sólo una misión de paz, sino una oportunidad para medir su fuerza contra los otros. Al fin y al cabo, en su sangre ardía un poder que la hacía temible y envidiada por todos.
En el horizonte, los once reinos comenzaban a enviar a sus campeones: Aries, el guerrero indomable con el poder de la llama eterna; Tauro, cuyo cuerpo era una fortaleza impenetrable; Géminis, la astuta maestra de la ilusión; y Escorpio, envuelto en misterio, que dominaba los secretos de la sombra y el veneno.
Uno a uno, llegaron al Palacio de Leo. Sus miradas se cruzaban con desconfianza, algunas teñidas de deseo, otras de rivalidad latente. Cuando todos estuvieron presentes, Leona se levantó de su trono y, con una voz imponente, les dijo:
—Estamos aquí porque el peligro que enfrentamos va más allá de nuestros reinos y ambiciones individuales. Pero no se equivoquen —añadió, mirando a cada uno a los ojos—, esta alianza será tan fuerte como cada uno de nosotros permita que sea. No estamos aquí por el bien común; estamos aquí para sobrevivir.
La tensión en la sala era palpable. Aries no pudo evitar esbozar una sonrisa retadora. Escorpio, desde las sombras, evaluaba cada palabra, cada movimiento. Y mientras los demás debatían, Leona notó algo extraño: una energía oscura que parecía susurrarle promesas de poder ilimitado, algo que ninguno de los signos había experimentado jamás.
La reunión culminó en una tregua incómoda, pero cuando todos comenzaron a marcharse, Escorpio la detuvo, susurrando palabras cargadas de misterio y deseo. Leona, intrigada y sintiendo una atracción peligrosa, aceptó su juego.
Así comenzó la primera noche de la alianza, entre miradas furtivas, promesas rotas, y la sed insaciable de poder y deseo que iba mucho más allá de cualquier pacto.