Damian había aceptado ayudar a Ren. Una parte de él aún se preguntaba si lo hizo por cortesía, por la promesa silenciosa que le debía a su madre… o porque algo en ese omega tímido y educado lo había dejado inquieto, como una nota disonante que se repite en una melodía aparentemente tranquila. De cualquier forma, allí estaba, parado frente a la puerta de un viejo hangar que usaba como taller privado. No se molestó en ordenar demasiado el lugar, aunque había quitado el polvo de las sillas y abierto las ventanas.
Ren llegó puntual. Llevaba puesta una chaqueta beige sobre un suéter de cuello alto color crema. Tenía una carpeta delgada entre los brazos, probablemente con notas o el guion de su papel.
—Buenos días, señor Sorel —dijo con una reverencia ligera, casi torpe. Su voz era suave, pero no débil.
—Solo Damian —respondió el alfa, sin mover un músculo más allá de lo necesario. Observó cómo el omega miraba el lugar, curioso, con esos ojos grises que parecían absorberlo todo. Parecía una criatura de porcelana enfrentada a una tormenta.
Ren dio unos pasos lentos, y se detuvo cerca de una vieja cabina de piloto montada sobre una estructura metálica.
—¿Esto volaba antes? —preguntó, casi en un susurro.
—Sí. Pero ya no más. Ahora solo sirve para explicar procedimientos sin subir al cielo.
Ren sonrió apenas, luego sacó su libreta.
—¿Podría explicarme cómo funciona el panel principal?
Damian asintió y caminó hacia él. Durante los siguientes minutos, se dedicó a describir cada instrumento, cada botón, cada palanca. Usaba términos técnicos, pero a veces, cuando notaba la confusión en el rostro del actor, se detenía a explicar con una metáfora sencilla. Ren escuchaba con atención, anotando, haciendo preguntas. No eran muchas, pero eran precisas. No hablaba por hablar.
Y eso, en silencio, a Damian le gustaba.
Pero algo más empezaba a colarse en el ambiente. Algo que Damian no había sentido en mucho tiempo: el rastro suave de feromonas omega, dulces y envolventes como vainilla y lavanda, flotando en el aire cada vez que Ren se acercaba demasiado. No era deliberado. Ren no parecía siquiera consciente del efecto. Pero Damian lo sentía, como un cosquilleo detrás de la nuca, una alarma biológica que despertaba a pesar de sus muros.
Ren se inclinó para observar un medidor, sin notar lo cerca que quedó del alfa. Su aroma pareció intensificarse, y por un segundo, Damian sostuvo la respiración. Su instinto rugió dentro de su pecho. Quería apartarse. O acercarse más. No sabía cuál impulso era más fuerte. Pero no hizo ninguno de los dos.
Ren levantó la mirada, sin darse cuenta de lo mucho que lo estaba afectando.
—¿Está todo bien? —preguntó, frunciendo ligeramente el ceño.
—Sí —dijo Damian, con voz más grave de lo usual. Se aclaró la garganta y retrocedió medio paso.
Después de casi dos horas, Ren cerró su libreta.
—Es impresionante todo lo que recuerdas. Aunque hayas dejado de volar…
Damian lo miró de reojo. Las palabras le pesaban, como piedras hundidas.
—No se olvida. Pero tampoco se recuerda igual.
Ren guardó silencio. El aire parecía contener algo más que partículas suspendidas. Una tensión sutil, cargada. Como electricidad antes de una tormenta. Damian intentaba no mirarlo demasiado. Pero los ojos grises de Ren… cómo contrastaban con su expresión tímida. Cómo desafiaban su compostura.
—¿Crees que pueda convencer con mi interpretación? —preguntó finalmente, con una honestidad casi infantil.
Damian lo observó por un largo momento.
—No lo sé. Aún no te veo actuar.
El omega asintió, mordiéndose ligeramente el labio inferior. Se levantó con decisión y caminó hasta el centro del hangar.
—¿Puedo mostrarte una escena? —preguntó.
Damian asintió con el mentón, cruzándose de brazos.
Ren se enderezó, respiró hondo… y algo en él cambió. Su postura se volvió firme, su voz más grave. La escena que representaba parecía ser un monólogo de piloto solitario, confesando sus miedos en la cabina, entre turbulencias internas y externas. Había fragilidad, sí, pero también una fuerza latente, una llama que se negaba a extinguirse.
Cuando terminó, bajó la mirada, como si volviera a meterse dentro de su concha.
Damian no dijo nada al principio. Solo lo miró.
—Eso fue… convincente —dijo al fin, sin alzar la voz—. Pero si quieres que un piloto real se crea tu personaje, necesitas sentir el cielo. No solo decir que lo amas.
Ren alzó los ojos, y por un segundo, sus miradas se encontraron. Había algo entre ellos. Aún no un puente, pero quizás un cable tendido a través de una distancia incierta. Una atracción difusa que ninguno se atrevía a nombrar, aunque ambos la sentían. Feromonas, tal vez. O destino. O ambas cosas.
Ren tragó saliva, incómodo por la intensidad en esos ojos verdes.
—Entonces… ¿puedo venir mañana también? —preguntó, inseguro.
Damian bajó la vista.
—A las diez. No llegues tarde.
El omega asintió, recogió su libreta y salió del hangar. En la puerta, se giró un momento, como si quisiera decir algo más, pero se limitó a sonreír levemente. Damian la sintió como una punzada caliente en el pecho.
Y entonces, cuando estuvo solo otra vez, se dio cuenta: el aire todavía olía a vainilla y lavanda. Y por primera vez en mucho tiempo, ese olor no le molestaba.