La lluvia golpeaba suavemente contra las ventanas del departamento de Damian. El sonido era hipnótico, casi relajante, pero no para él. Estaba recostado en el sillón, con una manta apenas cubriéndolo, sin moverse. Ren dormía a su lado, encogido, envuelto en una camiseta de Damian que le quedaba grande, aún con rastros del olor del alfa y su propia fragancia mezclada, suave como lavanda y vainilla, más intensa tras el frenesí del celo.
Damian no dormía.
No porque estuviera incómodo —Ren estaba en paz, había cedido a él por completo, lo había dejado marcarlo con su olor, lo había buscado incluso cuando su cuerpo temblaba— sino porque el instinto protector lo tenía en vilo. Después de tres días sin apenas salir del departamento, con Ren febril, necesitado y vulnerable, algo en su interior no lograba relajarse. Lo había cuidado, alimentado, sostenido. Había sido alfa en cada forma posible… y aún sentía que no era suficiente.
Ren se removió en sueños, murmurando algo que Damian no alcanzó a entender. Lo cubrió mejor con la manta y se inclinó para besarle la frente. El pequeño omega suspiró y, como si lo reconociera dormido, se aferró a su brazo con delicadeza.
El pecho de Damian se apretó.
¿Cómo se suponía que debía dejarlo ir después de esto?
Cuando Ren despertó esa mañana, el mundo parecía diferente. No solo por el desorden a su alrededor —la mesa tirada, ropa esparcida, cortinas mal cerradas— sino porque por primera vez en su vida no temía haber dado demasiado. Damian estaba en la cocina, preparando café. El aroma de café tostado y madera lo envolvía, cálido, familiar. Su cuerpo reaccionó con una mezcla de nostalgia y deseo.
—Buenos días —susurró, aún ronco.
Damian se giró de inmediato, como si hubiera estado esperando que hablara.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, dejando a un lado la cafetera para acercarse.
Ren se acomodó mejor en el sillón, enredado aún en su manta. Damian se sentó junto a él, y sin decir nada, lo abrazó.
No había palabras para describir el consuelo de ese abrazo. No era sexual. No era siquiera romántico. Era… necesario.
—Gracias —murmuró Ren contra su cuello.
—¿Por qué?
—Por quedarte. Por cuidarme. Por no aprovecharte. Y también por... lo otro.
Damian dejó escapar una risa breve, grave, contra su cabello.
—Si tú no lo hubieras querido, nada habría pasado. Nunca haría algo que no quieras, Ren.
Ren alzó la vista, con sus grandes ojos grises clavados en los verdes de Damian.
—Lo sé. Por eso lo quise.
...
Más tarde, sentados en la mesa, mientras comían huevos revueltos y pan tostado, hablaron de cosas simples. De teatro. De aviones. De Julius —Damian aún fruncía el ceño al escuchar ese nombre, pero ya no lo interrumpía— y del guion. La tensión sexual de días atrás se había transformado en una ternura palpable, pero no menos cargada de electricidad. Cada roce de manos, cada cruce de miradas tenía más peso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ren, jugando con su tenedor.
Damian se encogió de hombros.
—Lo que tú quieras.
—¿Y si quiero seguir viéndote?
—Entonces eso haremos.
—¿Y si quiero que no sea solo algo de celo?
Damian se quedó en silencio unos segundos.
—Ren… no ha sido solo eso para mí desde el primer momento.
Ren bajó la mirada, ruborizado.
—¿Ni siquiera cuando estábamos en el hangar, y te burlabas de mí?
—Sobre todo entonces. Me desconcertaste, me intrigaste. Quise empujarte lejos, pero eras como una tormenta que no podía ignorar.
Ren sonrió con timidez. Luego, en voz baja, casi un susurro:
—Yo también sentí algo. Antes de conocerte siquiera. Cuando entraste al teatro… tu olor… me atravesó.
Damian se acercó, lento, con una mano en la mejilla de Ren.
—Te prometo que no me iré. Aunque te asuste lo que siento por ti. Aunque no sepa cómo ser suficiente para ti. Voy a estar aquí, si tú me dejas.
Ren cerró los ojos, dejándose guiar por el roce de la frente de Damian contra la suya.
—Entonces, quédate.
...
Esa noche no hubo sexo. No hubo feromonas desenfrenadas ni empujones contra paredes. Solo una cama compartida, dos cuerpos entrelazados con cuidado, respiraciones acompasadas y el tipo de intimidad que va más allá de la piel.
Y cuando Ren se acurrucó contra él, ya sin fiebre, ya sin el temblor ansioso del celo, Damian lo abrazó fuerte y pensó, sin decirlo:
Este es mi lugar.