Fran
La vi antes de que me viera. Estaba quieta, abrazándose a sí misma en el pasillo de los vestuarios, con los hombros ligeramente encogidos. Llevaba su acreditación colgada en el cuello y el mismo gesto tenso que tenía el día de la entrevista. Pero está vez.. no parecía enfadada. Parecía asustada.
Mi primer impulso fue girar y seguir de largo. No porque no quisiera hablar con ella, sino porque no sabía qué cara poner. Aún tenía su voz rondando en la cabeza, esas preguntas cargadas de prejuicios, como si ya supiera quién era sin siquiera intentar conocerme.
Pero algo en su mirada me detuvo. Y en el fondo, por muy desconcertante que me resultara, me alegró verla allí.
Me acerqué, sin saber qué esperaba de mi. Sin saber si estaba allí por mi, por trabajo, o qué se yo. Lo último que me imaginaba era que viniera a pedirme perdón. Y, aún menos, que lo hiciera de esa forma: tan sincera, tan vulnerable.
No suelo creer mucho en las palabras de la gente. Estoy acostumbrado a que me digan lo que creen que quiero escuchar, no lo que realmente piensan. Pero ella.. ella era diferente. Se notaba en su voz, en su forma de evitar mi mirada y luego buscarla de nuevo como si necesitara asegurarse de que no la estaba odiando.
Cuando dijo que no dejaba de pensar en lo que había pasado, que le había importado más de lo que debería.. me costó disimular lo que sentí. Porque yo también había pensado en ella. Más de lo que tendría que admitir.
Después de aquel primer encuentro, me encontré revisando mentalmente cada cosa que sucedió. Su tono, su postura, sus ojos cuando me miraban con esa mezcla de frialdad y rabia. Pero también su confusión, sus silencios. Su forma de fruncir el ceño cuando no sabía cómo reaccionar.
No fue solo lo que dijo, fue cómo lo dijo. Como si intentara convencerse a sí misma de que yo era lo que ella quería que fuese, de que era todo lo que tenía en mente. Arrogancia, despotismo y todo lo que los medios decían. Pero algo en ella se negaba a creerlo del todo.
Y ahora estaba allí. Temblando de frío, pero decidida.
Cuando terminó de hablar, no supe que decir al principio. Porque no esperaba que me afectara tanto. Me había preparado para la indiferencia, incluso para el desprecio. Pero no para esto.
La forma en la que me miró cuando le dije que no le guardaba rencor.. me dejó un nudo en el estómago. Y cuando la vi alejarse por esa zona del estadio donde ya no debería estar, me obligué a mirar hacia otro lado.
Hasta que escuché al guardia.
No me lo pensé dos veces. Caminé hacia ellos con el corazón acelerado, no por la preocupación al problema con seguridad, sino por la idea de verla incómoda de nuevo. Ya le había costado bastante venir hasta aquí, no iba a dejar que encima la echaran como una fan cualquiera.
Le dije al guardia que estaba conmigo. Y, fue entonces cuando volví a mirarla, que me di cuenta de lo jodido que estaba. Porque me importaba. Me importaba si estaba bien. Me importaba si tenía frío. Me importaba lo que pensara de mi.
La acompañé en silencio. Cada paso junto a ella era una especie de reto. Su perfume avainillado me llegaba con el viento, suave pero inconfundible. Creo que podría reconocer su olor en cualquier parte. Tenía los brazos cruzados, el ceño un poco fruncido, como si estuviera reprimiendo una idea o una emoción.
Me preguntó en broma si siempre era tan protector. Pero no me hizo gracia. Porque no era broma para mí.
Le dije la verdad. Que me miró como si le diera asco. Y no fue fácil decirlo, pero eso era lo que más me había dolido. No sus preguntas, no su actitud.. sino su mirada. Como si estuviera segura de que me odiaba.
Y lo peor es que, incluso entonces, me había quedado con ganas de saber más de ella.
Cuando se detuvo tan cerca, cuando me preguntó si alguna vez había juzgado a alguien.. sentí que algo se me rompía por dentro. Porque claro que lo había hecho. Pero no con ella. A ella quería conocerla. De verdad.
Toqué su cara sin pensarlo, apartando un mechón de pelo de sus labios. Fue un gesto pequeño, pero lo sentí como un salto al vacío. No sabía cómo lo iba a recibir. No sabía si me iba a rechazar o si iba a quedarse quieta, como hizo. Pero no se apartó. Solo bajó la mirada, como si estuviera tan confundida como yo.
Y cuando dio ese paso atrás, supe que tenía que dejarla ir.
Pero joder, no quería.
Cuando volvió a darme las gracias y subió al coche, la miré un segundo más de lo necesario.
La vi irse y algo en mi pecho se tensó, como si una cuerda invisible tirara de mi para alcanzarla. Pero no lo hice. Me quedé quieto, viendo cómo se alejaba. No me miró otra vez. Yo sí lo hice. Hasta que el brillo de los faros de su coche desapareció por completo.
No entendía que estaba pasando.
Me apoyé contra la puerta del coche, cerrando los ojos un segundo, intentando ordenar el ruido en mi cabeza. No era solo lo que me había dicho. Era cómo lo había dicho. Era su voz temblando apenas, era el frío que la hacía abrazarse a sí misma, eran esos ojos que no podía dejar de mirar cuando me hablaba como si fuera la única persona en el mundo. Como si nada más importara en ese momento.
¿Desde cuándo una periodista me hacía sentir así?
Subí a mí coche, pero no arranqué. Me quedé un rato en silencio, viendo cómo el vaho empañaba el cristal con cada exhalación. Me pasé una mano por el rostro.
No tendría que afectarme. He lidiado con entrevistas incómodas, con prejuicios, con gente que te juzga por lo que cree saber. En este mundo está a la orden del día. Pero con ella fue distinto. Porque noté que algo le pasaba. Porque me miraba como si estuviera a punto de decir algo importante y no se atreviera.
Cuando por fin arranqué y llegué a casa, me duché con el agua casi hirviendo, como si pudiera borrar de la piel su presencia. No funcionó. Me vestí con ropa cómoda, encendí la luz tenue del salón y me dejé caer en el sofá.