Dejé la pluma y el libro de cuentas en el mismo sitio que se encontraban, guardados. Me acerqué al balcón que daba a la entrada de mi casa y lo vi, ahí tan apuesto y tan perfecto como antes, solo que ahora iba acompañado de una mujer.
-Saldrás a recibirlo? – negué
-Infórmale que estoy aquí.
Con mi pequeño en brazos y riendo junto a su padre, Samuel pasó al despacho.
-Buenos días Ibeth, veo que nuestro Príncipe ha crecido bastante más desde la semana pasada.
-Es lo que tienen los niños, que crecen.
-Majestad – la rubia despampanante se inclinó ante mí – encantada de conocerla. Mi nombre es Kamila.
-Kamila es – se quedó pensativo – una amiga, especial.
-Si, tú amante, concubina, puta, fulana, furcia, como quieras llamarla.
-Ibeth, no venía a presentarte a Kamila, sino a decirte que debes acudir al castillo, estamos en guerra y yo debo marcharme.
-No, estoy exiliada Samuel. Quizás a Kamila le interesa quedar y ocupar tu puesto.
-Ibeth, si no te vas tú al castillo, el castillo vendrá hacia aquí.
-Están a una hora de camino.
Después de discutir varios minutos, tuve que ceder. Me había amenazado con separarme de nuestro hijo y eso no lo podía permitir. Sabía que en la corte nunca iba a tomar decisiones importantes pero mi presencia, la de la Reina y del Príncipe suponían estabilidad para el pueblo. Subí al carruaje con ellos dos, iba entreteniéndome con mi hijo para ignorar a aquellos dos tortolitos. Dolía, pero no tanto, no como al principio.
Llegamos por la noche, cenamos y yo me fui a la habitación de la Reina junto a mi hijo. No conseguí dormir en toda la noche, Samuel y su fulana estaban despidiéndose. Por la mañana me vestí y bajé a despedirlo, era lo que a mi el protocolo me exigía.
-Eros, hijo, volveré pronto. Te lo juro. Cuida bien de él – ahora me miró a mi y yo solo fui capaz de asentir.
Pasó un mes, dos, tres, cuatro. La amiga especial de mi marido resultó que estaba embarazada y yo la envié a casa de mi suegra, no la quería tener cerca. Mi hijo ya tenía un año y ahora es cuando estaba empezando a caminar y todos a correr detrás de él.
-Majestad – entró un guardia que se había marchado a la guerra – el Rey, el Rey ha muerto.
Un año después.
Recuerdo aquel día como el peor de toda mi vida. Pasé un año encerrada, llorándole. Solo daba las gracias porque mi hijo era demasiado pequeño y nunca preguntó por él, le ahorré el sufrimiento. El cuerpo de Samuel nunca fue encontrado y la tumba que se había hecho para él permanecía vacía. Al principio, sabiendo que ganamos la guerra pero que su cuerpo nunca fue encontrado, mantuve la esperanza de que estuviera con vida pero no, nunca volvió.
Gasté gran parte del oro que poseía el Rey para buscarlo y traerlo de vuelta pero nunca lo conseguí. Pasé seis meses encerrada en su habitación y de ahí me sacaron a la fuera.
-Es tu día, serás feliz y más con ese hombre.
-No lo conozco Marian, como esperas que lo sea. Quizás es demasiado feo, viejo o enfermo.
-No, a ti no se te ha permitido verlo pero yo si y es apuesto, tanto que yo misma ocuparía tu lugar sin pensármelo.
Si, las Highlands hoy tenían una boda real, el hijo pequeño de otro clan se casaría conmigo. Muchos no estuvieron de acuerdo ya que su sangre era mitad escocesa, mitad inglesa, pero otros lo vieron como un pacto con Inglaterra.
Mi vestido amarillo, me negué a casarme de blanco, y con hilos de oro bordado, dándole varias formas, cubría mi cuerpo. Me negué a ponerme un velo, solo puse la corona que a mi me pertenecía y ya está.
Bajé sujetándole la manita a mi pequeño bebé, al príncipe heredero y me fui a la capilla del castillo, no iría a la Iglesia. Entré y ni siquiera lo miré, caminé tal y como se esperaba de mi y dije el si quiero. Esperé su beso en los labios pero solo fue en la mejilla, un beso suave.
Volví a coger la mano de mi hijo y el brazo del extraño y camine hacia el salón. Notaba su mirada puesta en mi pero no hice caso, no estaba preparada pero era cuestión de estado. Esperé horas y horas hasta que fue proclamado Rey, hasta que los nobles le juraron. Hicimos una cena en honor a nuestro Rey y a la boda pero no hubo baile, no quise.
-Llegó la hora – Marian se arrodilló a mi lado en la mesa – debe acompañarme.
Asentí, esto era inevitable. Me fui a la habitación y con su ayuda me quité el vestido, me peiné y él entró.
-Déjanos solos – su voz era fuerte, varonil.
Lo ví en el espejo y su belleza era impresionante, aunque nunca fue ni sería más guapo que Samuel. También estaba pensando en Samuel ahora, nunca dejaría de hacerlo. Vi como se quitaba su kilt y se acercó a mi.Me puse de pie y por primera vez lo miré a los ojos, aquellos ojos azules como el mar. Una cicatriz cruzaba su mejilla pero eso le hacía más atractivo.